21 febrero, 2006

Un viaje a la mente barroca

Es bien sabido que desde finales del siglo XVI el gabinete de curiosidades o wunderkammer permitía colocar un pequeño mundo maravilloso en una estancia que proporcionaba a la mente del curioso coleccionista un viaje estático por los lugares más recónditos del orbe. También por los más fantásticos, sorprendentes, inverosímiles y hasta, en ocasiones, grotescos. El hombre barroco, así, podía entregarse a la ensoñación de un mundo variopinto, inabarcable y colmado por Dios de seres y objetos enigmáticos que desplegaban el doble atractivo de la incitación sensorial y del reto intelectual, normalmente sujeto a las desatadas reglas de un pensamiento analógico y no empirista o clasificatorio. Y todo ello sin moverse de aquella cámara apartada, un poco secreta, dispuesta en muchos casos al lado de su studiolo. [Para leer más]



Una prueba espectacular de que el viaje alrededor del mundo podía hacerse sin salir de una habitación está en la la tetralogía de Jan van Kessel (1626-1679), Alegorías de los continentes (1664-1666), donde las personificaciones alegóricas ocupan el centro de unas salas abarrotadas de elementos de todo orden como inmensas cámaras de maravillas, siguiendo el modelo de otros gabinetes similares pintados por el mismo artista u otros de su círculo. Las pinturas se abren por un arco o galería a un exterior que muestra un horizonte no menos recargado y, además, la escena central se enmarca en dieciséis cuadros menores, dedicados a la fauna específica de cada continente.



Pero si bien Asia, África y América están constituidas por objetos y referencias extraídas de tratados más o menos conocidos y no demasiado originales (parece claro, por ejemplo, que para América utilizó la Historia naturae del padre Nieremberg que comentamos días atrás al hablar del sucarate), la representación de Europa ofrece una lectura mucho más compleja. No intentaremos aquí la descripción de un cuadro como este, pero queremos señalar algo que nos llama la atención: la crítica profunda con la que trata Jan van Kessel a su propio continente. La lujosísima figura alegórica de Europa recibe arrobada la conucopia desbordante que le entrega un angelote, mientras un hombre (¿un naturalista?, ¿un erudito?, ¿quizá el propio pintor?) intenta en vano, y con gesto ceñudo, que ella se fije en una tabla con insectos disecados. Las figuras de unas lujuriosas mandrágoras se descubren bajo un paño en un cuadro a la izquierda, y ante ellas, desparramados por el suelo, símbolos de lo sensorial y lo superfluo propios de una vanitas pero sin las marcas que nos indiquen una lección de contemptus mundi: solo elementos caracterizadores del continente. No hay nada enaltecedor, y en un pequeño cofre, una hoja de papel registra las deudas con el panadero y el cervecero. La presencia del juego (cartas, dados y raquetas de tenis), junto al jarro y la copa de vino, podría poner el conjunto en relación con la lección moral del emblema de Roemer Visscher Pessima placent pluribus (Sinnepoppen, Amsterdam, 1614; Emblema XXVI, p. 148). Estamos en Roma, como se ve al fondo, y una bula de Alejandro VII aparece sobre una mesa en cierto equilibrio inestable; una pintura con un naufragio preside el centro superior; elementos militares a la derecha... Y, en la esquina inferior, hacia donde la estructura compositiva conduce sutilmente la mirada, bajo una esfera celeste, escritos en un libro abierto sobre el que pululan más insectos y mariposas, se leen los versos franceses: «Pelegrins sont / Qui dans ces villes / Pour leur bourdons / Chercent coquilles». ¿Qué significa este poema que parece tener tan alto grado de relevancia dentro del cuadro? Concluiremos esta nota el 24 de febrero.


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