Con la llegada de animales exóticos a Europa durante el Renacimiento se produjo una ampliación de la realidad tan grande como la ampliación de la fantasía. En nuestra Mesa Revuelta se encuentran papeles sobre el piadoso sucarate de la Patagonia, o sobre el violento rinoceronte, y en los libros de emblemas hay toda una curiosa nómina de animales cuya existencia corre por el filo entre la invención y la experiencia. Y ni la ilustración ni el posterior rigor del método científico han logrado en todos los casos eliminar los residuos fantásticos.
El primer libro de emblemas original español es el de Juan de Borja, Empresas morales (Praga: Jorge Nigrin, 1581). En él, en la Empresa XLIX, se encuentra la primera mención hecha por uno de nuestros emblemistas de un animal traído de ultramar. El ave del paraíso.
Es interesante notar las diferencias con la edición latina de Berlín, 1697:
Antes que en nuestro Borja, la utilización emblemática del ave del paraíso solo la encontramos en dos autores: Johannes Sambucus, Emblemata (1ª ed, Amberes: Plantin, 1564), en su emblema «Vita irrequieta»,
Y en Luca Contile, Ragionamento sopra la proprietà delle imprese, Pavía: Girolamo Bartoli, 1574 (empresa de Alessandro Farra):
Pero la imagen se había ido gestando desde la llegada de aquellos pájaros, vivos o disecados, enteros o despedazados que desembarcaban mayoritariamente en los puertos españoles, y más tarde en los holandeses. Se trata, decían, de un animal sin patas y sin alas, como un plumero que el viento lleva y trae a su voluntad y que solo toca tierra cuando muere. José Julio García Arranz (el hombre que más sabe de pájaros emblemáticos) nos cuenta que el primero de estos bichos llegó hasta Sevilla a bordo de la nave Victoria capitaneada por Juan Sebastián Elcano, en 1522, y que, en efecto, era un plumero. Es decir, un aderezo hecho con las vistosas plumas y medio cuerpo de la misma ave procedente de Nueva Guinea, regalado por el sultán de Batchan en las Molucas. Y como nada hay en la tierra que no haya sido puesto por Dios para dar algún tipo de lección al hombre, esta manucodia, como empezó a llamarse, enseñaba sobre todo el virtuoso y necesario desasimiento de lo terrenal.
Adrien Gambart. Vida simbólica del glorioso S. Francisco de Sales, Obispo de Geneva, traducida de francés en castellano por el Licenciado don Francisco Cubillas, Madrid: Antonio Román, 1688.
Konrad Gesner (Historia animalium, 1ª ed. Zurich, 1555) y luego Juan Eusebio Nieremberg (Historia naturae, maxime peregrinae, Amberes: ex officina plantiniana Balthasaris Moreti, 1635) remacharán y autorizarán por completo la explicación naturalista.
No queremos dar aquí la larga lista de lugares donde el Renacimiento y el Barroco representaron a este pájaro, con muy matizados significados. Ponemos solo el ejemplo de Covarrubias, que la utilizará en sus Emblemas morales (Madrid: Luis Sánchez, 1610) para amonestar a las mujeres que se visten y adornan tanto que ellas mismas son su menor parte (pars minima est ipsa puella sui): «Comúnmente las mugeres son más pequeñas de cuerpo que los hombres; empero ellas por todas las vías que pueden se empinan y vienen a parecer mayores: aprovechándose de grandes chapines, altos copetes, y grandes verdugados: pero desnudas destos ornamentos, vienen algunas a quedar enanas, semejantes a las aves, que siendo de poquitas carnes tienen grandes plumas en alas y cola.» (Emblema 3.72).
Lo que queríamos resaltar nosotros aquí es que el ave real vive aún hoy sin haber podido liberarse del peso de toda esta tradición maravillosa, pues fue clasificada por Linneo, en 1758, como Paradisaea apoda (apoda = sin patas).
Viendo, como vemos, esas obvias patas del pájaro en las fotografías solo podemos preguntarnos qué estaría mirando Linneo cuando taxonomizaba, o qué demonios preilustrados bullían aún en su cabeza.
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