10 junio, 2011

Turismo



 Mallorca vive del turismo y a él dedica todos sus esfuerzos. Es un dios cruel que cada día devuelve menos por los sacrificios que se le ofrecen. Las tierras devastadas reducen sus rentas y hay que afilar el ingenio para seguir estando en su gracia y no perder el favor de los cielos.


Este último templo propiciatorio lo hemos visto esta mañana en una acera del Paseo Marítimo. Y cómo no recordar aquí —salvando, obviamente las distancias— el famoso pasaje de Suetonio en que habla de los pisciculos (pececillos) de Tiberio (Vida de los doce Césares, «Tiberio», 44).


Pero al verlo, sobre todo, hemos pensado en David Foster Wallace cuando relata con la frialdad de un entomólogo el pantagruélico (si es que este adjetivo no se queda aquí corto) Festival de la Langosta de Maine, que se celebra cada verano a finales de julio o principios de agosto. Mientras nos va describiendo todos y cada uno de los detalles de esta orgía americana de deglución de langostas, de la que él fue testigo el año 2003, David Foster Wallace no puede reprimir una nota a pie de página que se le va de las manos inundando la página entera. Vale la pena leer esta parte:

Confieso que nunca he entendido por qué tanta gente cree que para divertirse hay que ponerse chanclas y gafas de sol y arrastrarse por carreteras donde el tráfico es enloquecedor hasta lugares turísticos abarrotados y calurosos a fin de paladear un «sabor local» que por definición queda estropeado por la presencia de turistas. Esto puede ser (tal como señalan todo el tiempo mis acompañantes al festival) una simple cuestión de personalidad y de gusto intrínseco: el hecho de que no me gusten los lugares turísticos significa que no entenderé nunca su atractivo y que por tanto no soy la persona indicada para hablar del mismo (del supuesto atractivo). Pero como es casi seguro que esta nota al pie no va a sobrevivir a los recortes que la revista le hará al artículo, yo a lo mío:
  Tal como yo lo veo, al alma probablemente le siente bien ser turista, aunque sea solo muy de vez en cuando. No digo que le siente bien de una forma refrescante o iluminadora, sino más bien de una forma sombría, severa, estilo «Miremos los hechos con franqueza y encontremos una forma de abordarlos». Mi experiencia personal no me ha demostrado nunca que viajar por el país amplíe mis horizontes o resulte relajante, ni que los cambios radicales de lugar y de contexto tengan un efecto saludable, sino más bien que el turismo dentro del país resulta radicalmente constrictivo, y humillante de la peor forma: hostil a mi fantasía de ser un verdadero individuo, de vivir de alguna forma fuera y por encima de todo. (Ahora viene la parte que mis acompañantes encuentran especialmente infeliz y repelente, una forma segura de estropear la diversión de viajar en vacaciones:) Ser un turista de masas, para mí, equivale a convertirse en un puro americano de los tiempos que corren: foráneo, ignorante, codicioso de algo que nunca se puede tener y decepcionado de una forma que nunca se puede admitir. Implica estropear, en virtud de la pura ontología, la misma cosa no estropeada que uno ha ido a experimentar. Implica imponerse a uno mismo sobre lugares que en todos los sentidos menos el económico serían mejores y más reales si uno no estuviera. Implica, en las colas y en los atascos y en las transacciones sin fin, afrontar una dimensión de uno mismo que resulta tan ineludible como dolorosa: en tanto que turista, te vuelves económicamente significativo pero existencialmente aborrecible, como un insecto posado sobre algo muerto» (David Foster Wallace, El día de la langosta, Barcelona: Mondadori, 2007, p. 299).


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