16 enero, 2016

Una gruta en el Monte Tiscali


«Algunos años antes de Jesucristo. Toda la provincia está ocupada por los romanos… ¿Toda? ¡No! Una irreductible aldea resiste, todavía y como siempre, al invasor. Y la vida no es fácil para las guarniciones de legionarios romanos en los reducidos campamentos de...»

¿Ya sabemos qué aldea es esta, no? Pues no, no tan rápido. No es la de Astérix en Galia sino otro lugar donde habitaron astérixes de verdad: Tiscali en Cerdeña.


Desde que las legiones romanas conquistaron Cerdeña en el 238 a.C. durante las Guerras Púnicas, los habitantes de los pueblos los vieron como odiados invasores, y esto no ha cambiado esencialmente hasta hoy día. Del mismo modo los romanos veían a los sardos como bárbaros, desde Catón hasta el presente.

Coro di Bitti:
Cantu a tenore
Los sardos, por supuesto, se defendieron desesperadamente de los invasores y durante un siglo prendieron una vez y otra la llama de los levantamientos, y otras tantas veces fueron aplastados por los romanos que iban infiltrándose cada vez más en el interior de la isla. Pero el corazón de Cerdeña, los pueblos escondidos en los valles poco accesibles y entre las rocas de la región montañosa interior, permanecieron intactos. Los sardos que resistían a los conquistadores asaltaban regularmente desde sus refugios a las guarniciones asentadas a la entrada de los valles. Los soldados, en su impotencia furiosa, denominaban a esta región fuera de control Barbaria, tierra de bárbaros. El nombre perdura hasta hoy.

La empinada y árida cordillera del Supramonte se eleva sobre los valles de la Barbagia. En su corazón, como si estuviéramos leyendo una novela romántica, se abre un valle fértil y espacioso, el valle de Lanaittu. El arroyo Sa Oche corre a lo largo del valle desde el pico Pruna, de mil quinientos metros de altura, entre olivares y rebaños de ovejas. La única entrada al valle es donde el arroyo desemboca en el río Cedrino, y donde el río impide cualquier intromisión valle arriba. Es un terreno ideal para la defensa. En el valle se han excavado los restos de unos treinta antiguos pueblos sardos que resistieron a las legiones al menos cien años después de la conquista romana. Y cuando la parte baja del valle ya no proporcionaba suficiente defensa contra los intrusos, se fueron trasladando a la cabecera del valle, hacia el Monte Tiscali, donde parecen haber sobrevivido a la caída del imperio romano prácticamente sin enterarse.


Hoy un puente cruza el río Cedrino, lo cruzo sin que nadie me ataque. Amanece. Las rocas del Supramonte aún están cubiertas de nubes pero debajo ya se distinguen los viñedos, cuyas primeras vides fueron cultivadas por los jesuitas en la vecina Oliena a partir de una antigua variedad de uva que crece silvestre en la isla desde hace tres mil años. La carretera asciende suavemente, ya se ven desde arriba los acantilados del cañón del Cedrino y, mirando hacia atrás, el valle de Oliena. Luego gira bruscamente hacia el valle de Sa Oche. Continúo mi camino entre olivares. En las rocas de piedra caliza aquí y allá se abren las bocas  de las cuevas: la Grotta Rifugio, lugar de enterramiento de siete mil años de antigüedad del pueblo Bonu Ighinu; la Grotta del Guano, donde se encontraron estatuas de diosas de hace seis mil años, del pueblo de Ozieri; la cueva doble de Sa Oche e Su Ventu con los rastros de un asentamiento humano de veinte mil años atrás, y la Grotta Corbeddu, donde el famoso líder bandido Giovanni Corbeddu Salis se escondió a finales del siglo XIX. Al poco rato aparece sobre las copas de los olivos el pico dentado del Monte Tiscali. 


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Después de cruzar el arroyo, el camino comienza a subir abruptamente. El sol ya brilla, los enebros omnipresentes perfuman el aire. Miro hacia atrás a cada paso para ver emerger tras los árboles el valle por el que he venido. Llego a una amplia meseta de roca caliza, desde la cual se despliega el gran panorama hasta la entrada del valle. De algún lugar profundo proceden balidos y ladridos. Por aquí debe estar la cabaña del pastor con el que pronto me encontraré. Miro el mapa. Quedan quinientos metros por recorrer, pero advierte de que el tiempo restante es de una hora. A medida que avanzo entiendo claramente por qué.

Un camino empinado gira ahora desde la meseta hacia la roca que se eleva sobre mí. En sus márgenes los pinos desprovistos de corteza y desgarrados por el viento, como dibujos de tinta china, se aferran a las grietas de la montaña. Tengo que cruzar la grieta de una roca de cuarenta metros de altura por dos de ancho, los troncos de árboles caídos hacen de escalera. Una larga hendidura horizontal se extiende a lo largo de la pared de roca: hace unos pocos millones de años, el mar estaba erosionando aquí los acantilados costeros. Luego vino el hielo, que, al retroceder, dejó formaciones lunares en la superficie visible.


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Los agujeros esculpidos por el hielo ofrecen protección ideal para la vegetación en la meseta azotada por el viento. Cada agujero y hendidura alberga un pequeño jardín que se aferra con una fuerza enorme a la vida sobre la roca árida, al igual que los sardos. En la tierra que lentamente se acumula en el fondo de los hoyos, puñados de semillas esperan pacientemente su turno.


Bach: 5th Cello Suite, BWV 1011, Courante. Isang Enders, 2014

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Al llegar a la meseta se abre frente a mí un cráter de cien metros de ancho. El techo de una gigantesca cueva colapsó hace millones de años y se convirtió en un valle escondido. Aquí los sardos que subieron desde el valle asentaron su nuevo pueblo, donde nunca serían descubiertos por los romanos. En el centro del cráter, un fragmento del antiguo techo se erige verticalmente como un enorme megalito, y en el costado de la cueva, justo en el lugar adecuado, se abre una gran ventana natural desde donde se vigilaba constantemente el valle. Se han excavado los restos de unas cincuenta casas en el fondo del cráter. Unos cientos de personas vivían aquí dedicándose al pastoreo y al saqueo, al igual que toda la población de la Barbagia en los dos milenios siguientes.

No sabemos cómo cesó la actividad humana aquí. No parece que fuera por ningún cataclismo sino más bien porque los habitantes se trasladaron gradualmente al valle, más cómodo, tras la caída de Roma. Luego el pueblo cayó a su vez en el olvido durante dos mil años. Sin embargo, en 1863 la regulación del gobierno piamontés dio luz verde a la deforestación de Cerdeña, que fue llevada a cabo durante unos cien años por empresarios de Turín. Devastaron terriblemente laderas enteras para dotar de madera a la industria italiana en pleno desarrollo. Los leñadores encontraron la cueva derrumbada con los restos del pueblo de Tiscali. Comenzó la acostumbrada competición entre arqueólogos y buscadores de tesoros. Los primeros aún vieron y describieron las paredes de piedra de las casas relativamente intactas. Ahora están severamente destruidas tras cien años de saqueo.


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Como Petrarca al alcanzar la cima del Mont Ventoux, también yo saco un libro en lo alto de esta montaña ventosa, la monografía Tiscali de Elio Aste. El erudito resumen me guía con calma y meticulosidad, con una amplia visión general y su ornamentada retórica italiana, a través de la estructura geológica y el desarrollo de la región, describe las fuentes históricas, confronta las hipótesis arqueológicas, reconstruye los restos de las paredes. Solo la frase final del libro resulta inusual en una obra científica:

“Durante nuestro extraordinario viaje, nos hemos enriquecido con una experiencia única que nos incita a la reflexión, a la recepción y comprensión del mensaje lejano que nos dejaron nuestros antepasados en la dolina de Tiscali: que la libertad y la dignidad humanas no tienen precio, incluso si debemos preservarlas al coste de una vida difícil llena de indigencia y grandes peligros.”

Y los argumentos históricos se complementan con un apéndice de tres páginas, una oda salpicada de palabras del dialecto sardo y densamente anotada, un sublime poema, nada menos que del propio erudito autor: Oda a los héroes de Lanaittu.

“…...Durante miles de años, en el profundo
vientre de la roca se esconde un nido,
de hombres armados que, como águilas audaces,
siempre están listos para la batalla y el saqueo.
En un refugio secreto de la roca esperaban
a la loba, la fiera bestia,
ávida de gloria y conquista, que fue
traída por los siglos a la entrada
del valle para robar rebaños y devastar hogares
hasta que, satisfecha, estableció su guarida allí.
Y en una noche sin la luz de la luna
sonó el cuerno, ¡el valle se estremeció!
Se abalanzaron sobre la loba, la gran bestia
ávida de gloria y conquista, y sobre su
ejército invasor y devastador que
aún no conocía el poder de los sardos.
Así vengaron los hogares devastados,
los padres asesinados, las mujeres violadas.
Esa noche, el río corrió con sangre,
¡sangre extranjera roció la tierra de Lanaittu!

El sardo que no olvida ni perdona aunque pasen dos mil años brotó del interior del erudito. La crónica del pueblo de Tiscali aún no ha terminado.

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