03 septiembre, 2018

Jueves Santo en Sete Cidades, Azores

Caldera volcánica de Sete Cidades, con su laguna doble: la Laguna Verde, más cerca, y la Laguna Azul al fondo. Vista desde el Cerrado das Freiras.

Por poco no estamos en la parroquia más occidental de Europa. Este título le correspondería a la de São José en la freguesía de Fajã Grande, en la azoriana Isla de Flores  —si aceptamos antes, claro está, que esta isla es Europa a pesar de asentarse sobre la placa americana—. Pero donde sí estamos ahora es en la parroquia más occidental de la Isla de San Miguel, es decir, a medio camino desde el Finis Terrae del viejo continente a las costas de Terranova. Exactamente ante la iglesia de San Nicolás, erigida el siglo XIX en una hoya volcánica especialmente hermosa que ostenta el populoso nombre de Sete Cidades. Aunque ciudades propiamente dichas aquí no hay ninguna; y gente, poca. El nombre le viene de la legendaria Isla de las Siete Ciudades, nunca encontrada pero viva en la literatura y las ensoñaciones de cartógrafos, marineros y exploradores del Atlántico, y contada a lo largo de los siglos con infinitas variantes.


Cualquier visita a estas islas, con el mar omnipresente y la dureza de las condiciones geográficas, pone sin remedio en nuestra imaginación el mundo de las ballenas y de los balleneros. Entre los hombres y mujeres que se congregaban este Jueves Santo en la iglesia de San Nicolás, pocos debía haber que no tuvieran un familiar que hubiera vivido de la caza de ballenas y cachalotes. Seguramente también la mayoría habrán tenido familiares que emigraron a América. Las dos cosas solían ir unidas, y llamaban «dar el salto» a subirse de noche, clandestinamente, a un ballenero norteamericano para tener trabajo y, sobre todo, por evitar el reclutamiento obligatorio para el servicio militar. Ayudados por la oscuridad, cuando sabían que algún barco ballenero americano estaba cerca, los hombres que deseaban una vida nueva encendían una hoguera en las rocas de la costa y a esta señal el capitán del barco botaba una chalupa para enrolarlos. Hasta en Moby Dick se recoge la presencia de balleneros azorianos (o, como se conocían en Nantucket y New Bedford, hombres de las Western Islands).


José Pecheco, Luís Silva: Canção de despedida. Del álbum Chants des baleiniers portugais de Faial, Açores (Canciones de los balleneros portugueses de Faial, Azores, 1958)

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Fue a partir de 1756, al avistarse la primera embarcación ballenera de Nueva Inglaterra rondando las Azores, cuando la caza se hizo presente en las islas. En 1880, un tercio de los 3.896 balleneros de la flota de New Bedford eran azorianos. También los propios isleños fueron desde entonces desarrollando una flota y una industria local. Relativamente débil, casi artesanal, porque nunca llegó allí capital suficiente como para competir con las embarcaciones de alta mar americanas. Solo durante unos pocos años, a partir de 1951, la caza de ballenas alcanzó un nivel industrial significativo (751 cachalotes y 16.000 barriles de aceite en ese mismo año, por ejemplo) pero fue muy efímero: en 1957, con la erupción destructora del Vulcão dos Capelinhos y la subsiguiente emigración masiva, empezó un rápido declive hasta el cese total el 21 de agosto de 1987. Ese día, un grupo de amigos cazó el último cachalote, un leviatán de 15 metros descuartizado en la Isla de Pico. Hablaremos de ello en una próxima entrada. Quedan ya muy pocos viejos balleneros, normalmente hombres de escasas palabras, testimonios de una forma de vida que, como tantas otras, es imposible que vuelva.

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