Siempre llego de noche a Georgia.
La primera vez cruzamos la frontera turca a pie y tomamos un taxi hacia Batumi. Llegamos a un lugar amplio y oscuro, iluminado por una única farola, el taxi nos dejó allí, en esa explanada de tierra amarilla, en el calor húmedo que casi evocaba una África lejana y todos sus hechizos. Mi único pensamiento fue: «¡Dios mío, vaya idea venir hasta aquí!»
¿Cómo se enamora uno de un lugar?
Después de eso, siempre en avión. Como esta noche, en que he vuelto nuevamente a Tiflis. Desde el aeropuerto sigo la carretera brillantemente iluminada que conduce a la ciudad. Al final se convierte en una ruta sinuosa que se hunde en la oscuridad bajo la vía del tren: la Avenida George W. Bush. Más allá, un laberinto de calles tortuosas con fachadas deterioradas y un pavimento maltrecho se inclina hacia el corazón de la ciudad. De pronto el paisaje se abre y ante los ojos, colgando del acantilado que domina Tiflis, por encima de los muros ocres y las cúpulas doradas, emerge la fortaleza de Narikala. El taxi desciende hacia el río, sigue la avenida a lo largo de los muros de la ciudad vieja, cruza la plaza y desaparece bajo el follaje de los sicomoros. Entre las hojas, de vez en cuando, las fachadas amarillas tejen sus encajes de estuco.
Tendría que hablar:
del conductor de ochenta años que maneja su Volga de cincuenta, quien, al enterarse de que sus pasajeros vienen de Francia, en su sorpresa mezclada con felicidad da un volantazo tal que casi choca contra el coche que viene de frente, el cual, en ese mismo instante, sin ninguna advertencia, se había interpuesto en nuestro camino;
de que en la autopista, en medio del tráfico abigarrado, no se inmuta cuando revienta una rueda y continúa su camino durante varios cientos de metros sobre tres ruedas;
de que luego, habiéndonos llevado a un monasterio y dejándonos visitarlo solos, nos pide que cuidemos el taxi un rato mientras él entra a rezar;
y de que, en una carretera de montaña sin visibilidad alguna, conduce por el lado izquierdo porque hay más sombra.
También habría que contar:
de la niña que lleva un cordero atado con una soga al monasterio –y de todos los demás, cada uno llevando su propio cordero, en un día festivo– pacientes corderos;
del Zhiguli azul que se detiene en un cruce de Tiflis con un ataúd usado fijado al techo;
de esa pareja anciana, con sus hijos detrás, que se casa bajo la cúpula monolítica de la iglesia de Djvari, aparentemente sin conocer los ritos: los ayudantes del sacerdote les ordenan que se miren, que den la vuelta al altar, que se inclinen, que se levanten – y ellos, en silencio y casi ausentes, dejan que ocurra lo que tiene que ocurrir;
de las tumbas de niños bajo los árboles;
de Svetlana, sentada en un taburete bajo frente a la chimenea de su casa en Kajetia, y cómo describe con nostalgia el recorrido del autobús que la llevaba a la escuela a lo largo de muchos kilómetros de fábricas metalúrgicas en su natal Járkov;
del hombre sin nariz que vende juguetes en una estación de autobuses al borde del camino, golpeándose el pecho y gritando «¡Hellas, Hellas!», para que entendamos que es griego, y luego frunciendo los labios, cierra los ojos y pide un beso;
de la joven muy piadosa que escucha himnos religiosos a todo volumen desde un viejo reproductor de casetes, y sueña con casarse, preferiblemente con alguien de Suiza;
de la multitud en oración en torno a un sacerdote en una sala del hospital, mientras los paramédicos intentan abrirse paso con la camilla de un accidentado en carretera;
de la niña con fiebre, pero bien educada, que quiere conversar contigo en francés desde su cama;
de los gatos, aquí y allá.
del Zhiguli azul que se detiene en un cruce de Tiflis con un ataúd usado fijado al techo;
de esa pareja anciana, con sus hijos detrás, que se casa bajo la cúpula monolítica de la iglesia de Djvari, aparentemente sin conocer los ritos: los ayudantes del sacerdote les ordenan que se miren, que den la vuelta al altar, que se inclinen, que se levanten – y ellos, en silencio y casi ausentes, dejan que ocurra lo que tiene que ocurrir;
de las tumbas de niños bajo los árboles;
de Svetlana, sentada en un taburete bajo frente a la chimenea de su casa en Kajetia, y cómo describe con nostalgia el recorrido del autobús que la llevaba a la escuela a lo largo de muchos kilómetros de fábricas metalúrgicas en su natal Járkov;
del hombre sin nariz que vende juguetes en una estación de autobuses al borde del camino, golpeándose el pecho y gritando «¡Hellas, Hellas!», para que entendamos que es griego, y luego frunciendo los labios, cierra los ojos y pide un beso;
de la joven muy piadosa que escucha himnos religiosos a todo volumen desde un viejo reproductor de casetes, y sueña con casarse, preferiblemente con alguien de Suiza;
de la multitud en oración en torno a un sacerdote en una sala del hospital, mientras los paramédicos intentan abrirse paso con la camilla de un accidentado en carretera;
de la niña con fiebre, pero bien educada, que quiere conversar contigo en francés desde su cama;
de los gatos, aquí y allá.
Y también:
de la escritura de sinuosidad siamesa, con todas esas letras tan parecidas y sin embargo diferentes como pequeñas trampas urdidas en carteles, anuncios, muros, menús, letreros;
de las lápidas en la catedral de Mtsjeta;
de las letras dibujadas con tiza en las paredes de ciertas casas, que anuncian que aquí se hornea pan;
Y también hablar de:
las montañas imponentes;
los caballos pequeños y de paso seguro;
las vacas pastando al borde de los caminos;
los vendedores de carne al aire libre, los largos tasajos rojo púrpura colgados de un gancho frente a la cabaña pintada de verde brillante;
los asentamientos de refugiados de Abjasia u Osetia, alineados bajo el sol abrasador a lo largo de la línea de alto el fuego;
los visitantes ilustres del Jardín Botánico de Batumi, uno de los más extraordinarios del mundo, seguidos por sus guardaespaldas y una larga procesión de limusinas negras avanzando al paso bajo los eucaliptos;
las mujeres sentadas en el suelo de la avenida Marjanishvili, vendiendo en verano eneldo y tomates y sandías, y en otoño mandarinas verdes y amarillas y zanahorias y vasos llenos de bayas y setas y uvas y;
las pequeñas velas de cera amarilla frente a iconos milenarios.
Contar:
de la estepa;
de los pastores;
del camino en el que casi te pierdes al quedarte sin gasolina;
del polígono militar abandonado en medio de la nada, en vigilia insomne sobre la frontera armenia;
de los pueblos molokanos allá arriba, tras la montaña, adonde no llega ninguna carretera.
Hablar:
sobre la habitación fresca con techo azul donde pasé una tarde leyendo, leyendo y durmiendo;
de la ventana que se abría a un barranco frente al parque de atracciones;
de las ramas de la higuera que entraban en la habitación y se enganchaban en las cortinas;
de los zuecos de las mujeres cruzando por la terraza encima de mi cuarto;
del cacareo del corral allá abajo;
más tarde, al declinar el sol, del coro lejano de hombres cantando al unísono;
de las ruinas de una catedral antigua al final de la calle;
de la felicidad de estar allí.
Y finalmente, contar la belleza de las iglesias, los relieves en las paredes de piedra amarilla, las cúpulas y los pórticos, las largas y luminosas naves; las torres en las montañas; la belleza de los muros en el casco antiguo de Tiflis, la belleza de sus casas con galerías de madera: la calidez de las paredes –no por su edad, no por el pasado que ayudan a preservar en una ciudad que poco a poco se reconstruye y embellece con grandes renovaciones, colores llamativos, vidrios y metales y jardines, sino porque toda su suciedad, arrugas y grietas, costras y escamas, revoques desmoronados y estucos que lentamente se deslizan por la fachada, todo eso está inscrito en el fluir del tiempo. Y pertenecer al tiempo significa estar vivo, vivir esa vida silenciosa y atenta de los objetos, compartir su humildad, sabiduría y paciencia.