25 julio, 2025

Carta desde Georgia


Siempre llego de noche a Georgia.
La primera vez cruzamos la frontera turca a pie y tomamos un taxi hacia Batumi. Llegamos a un lugar amplio y oscuro, iluminado por una única farola, el taxi nos dejó allí, en esa explanada de tierra amarilla, en el calor húmedo que casi evocaba una África lejana y todos sus hechizos. Mi único pensamiento fue: «¡Dios mío, vaya idea venir hasta aquí!»

¿Cómo se enamora uno de un lugar?


Después de eso, siempre en avión. Como esta noche, en que he vuelto nuevamente a Tiflis. Desde el aeropuerto sigo la carretera brillantemente iluminada que conduce a la ciudad. Al final se convierte en una ruta sinuosa que se hunde en la oscuridad bajo la vía del tren: la Avenida George W. Bush. Más allá, un laberinto de calles tortuosas con fachadas deterioradas y un pavimento maltrecho se inclina hacia el corazón de la ciudad. De pronto el paisaje se abre y ante los ojos, colgando del acantilado que domina Tiflis, por encima de los muros ocres y las cúpulas doradas, emerge la fortaleza de Narikala. El taxi desciende hacia el río, sigue la avenida a lo largo de los muros de la ciudad vieja, cruza la plaza y desaparece bajo el follaje de los sicomoros. Entre las hojas, de vez en cuando, las fachadas amarillas tejen sus encajes de estuco.


Tendría que hablar:
del conductor de ochenta años que maneja su Volga de cincuenta, quien, al enterarse de que sus pasajeros vienen de Francia, en su sorpresa mezclada con felicidad da un volantazo tal que casi choca contra el coche que viene de frente, el cual, en ese mismo instante, sin ninguna advertencia, se había interpuesto en nuestro camino;
de que en la autopista, en medio del tráfico abigarrado, no se inmuta cuando revienta una rueda y continúa su camino durante varios cientos de metros sobre tres ruedas;
de que luego, habiéndonos llevado a un monasterio y dejándonos visitarlo solos, nos pide que cuidemos el taxi un rato mientras él entra a rezar;
y de que, en una carretera de montaña sin visibilidad alguna, conduce por el lado izquierdo porque hay más sombra.

También habría que contar:
de la niña que lleva un cordero atado con una soga al monasterio –y de todos los demás, cada uno llevando su propio cordero, en un día festivo– pacientes corderos;
del Zhiguli azul que se detiene en un cruce de Tiflis con un ataúd usado fijado al techo;
de esa pareja anciana, con sus hijos detrás, que se casa bajo la cúpula monolítica de la iglesia de Djvari, aparentemente sin conocer los ritos: los ayudantes del sacerdote les ordenan que se miren, que den la vuelta al altar, que se inclinen, que se levanten – y ellos, en silencio y casi ausentes, dejan que ocurra lo que tiene que ocurrir;
de las tumbas de niños bajo los árboles;
de Svetlana, sentada en un taburete bajo frente a la chimenea de su casa en Kajetia, y cómo describe con nostalgia el recorrido del autobús que la llevaba a la escuela a lo largo de muchos kilómetros de fábricas metalúrgicas en su natal Járkov;
del hombre sin nariz que vende juguetes en una estación de autobuses al borde del camino, golpeándose el pecho y gritando «¡Hellas, Hellas!», para que entendamos que es griego, y luego frunciendo los labios, cierra los ojos y pide un beso;
de la joven muy piadosa que escucha himnos religiosos a todo volumen desde un viejo reproductor de casetes, y sueña con casarse, preferiblemente con alguien de Suiza;
de la multitud en oración en torno a un sacerdote en una sala del hospital, mientras los paramédicos intentan abrirse paso con la camilla de un accidentado en carretera;
de la niña con fiebre, pero bien educada, que quiere conversar contigo en francés desde su cama;
de los gatos, aquí y allá.


Y también:
de la escritura de sinuosidad siamesa, con todas esas letras tan parecidas y sin embargo diferentes como pequeñas trampas urdidas en carteles, anuncios, muros, menús, letreros;
de las lápidas en la catedral de Mtsjeta;
de las letras dibujadas con tiza en las paredes de ciertas casas, que anuncian que aquí se hornea pan;


Y también hablar de:
las montañas imponentes;
los caballos pequeños y de paso seguro;
las vacas pastando al borde de los caminos;
los vendedores de carne al aire libre, los largos tasajos rojo púrpura colgados de un gancho frente a la cabaña pintada de verde brillante;
los asentamientos de refugiados de Abjasia u Osetia, alineados bajo el sol abrasador a lo largo de la línea de alto el fuego;
los visitantes ilustres del Jardín Botánico de Batumi, uno de los más extraordinarios del mundo, seguidos por sus guardaespaldas y una larga procesión de limusinas negras avanzando al paso bajo los eucaliptos;
las mujeres sentadas en el suelo de la avenida Marjanishvili, vendiendo en verano eneldo y tomates y sandías, y en otoño mandarinas verdes y amarillas y zanahorias y vasos llenos de bayas y setas y uvas y;
las pequeñas velas de cera amarilla frente a iconos milenarios.


Contar:
de la estepa;
de los pastores;
del camino en el que casi te pierdes al quedarte sin gasolina;
del polígono militar abandonado en medio de la nada, en vigilia insomne sobre la frontera armenia;
de los pueblos molokanos allá arriba, tras la montaña, adonde no llega ninguna carretera.


Hablar:
sobre la habitación fresca con techo azul donde pasé una tarde leyendo, leyendo y durmiendo;
de la ventana que se abría a un barranco frente al parque de atracciones;
de las ramas de la higuera que entraban en la habitación y se enganchaban en las cortinas;
de los zuecos de las mujeres cruzando por la terraza encima de mi cuarto;
del cacareo del corral allá abajo;
más tarde, al declinar el sol, del coro lejano de hombres cantando al unísono;
de las ruinas de una catedral antigua al final de la calle;
de la felicidad de estar allí.



Y finalmente, contar la belleza de las iglesias, los relieves en las paredes de piedra amarilla, las cúpulas y los pórticos, las largas y luminosas naves; las torres en las montañas; la belleza de los muros en el casco antiguo de Tiflis, la belleza de sus casas con galerías de madera: la calidez de las paredes –no por su edad, no por el pasado que ayudan a preservar en una ciudad que poco a poco se reconstruye y embellece con grandes renovaciones, colores llamativos, vidrios y metales y jardines, sino porque toda su suciedad, arrugas y grietas, costras y escamas, revoques desmoronados y estucos que lentamente se deslizan por la fachada, todo eso está inscrito en el fluir del tiempo. Y pertenecer al tiempo significa estar vivo, vivir esa vida silenciosa y atenta de los objetos, compartir su humildad, sabiduría y paciencia.

La tierra de las canciones olvidadas


Jinetes en paisajes oníricos, hombres que guían a la puerta de la iglesia un toro con velas encendidas en las astas, muchachas, casi niñas, entonando para sí canciones ancestrales. Y altas torres allá donde mires, agrupadas o señeras, torres cerradas, oscuras. Aaron Huey lleva dieciséis años volviendo a Svaneti; desde hace trece fotografía metódicamente la región. Diez de sus fotos salieron en la edición de octubre de 2014 de National Geographic ilustrando el hermoso ensayo de Brook Larmer sobre Svaneti, pero en su portafolio personal nos muestra cinco veces más.


Cantores de San Pantaleón: Aslanuri Mravaljmier. Canción de saludo

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«A lo largo de la historia, muchos imperios poderosos —árabe, mongol, persa, otomano— enviaron ejércitos arrasando Georgia, la frontera entre Europa y Asia. Pero el hogar de los svanes, una franja de tierra escondida entre los desfiladeros del Cáucaso, permaneció inconquistado hasta que los rusos impusieron su control a mediados del siglo XIX. El aislamiento de Svaneti ha moldeado su identidad —y su valor histórico. En tiempos de peligro, los georgianos de las tierras bajas enviaban iconos, joyas y manuscritos a las iglesias y torres de la montaña para que las protegieran y conservaran, convirtiendo a Svaneti en un depósito de la cultura georgiana antigua.

En su fortaleza montañosa, las gentes de Svaneti han logrado preservar una cultura aún más antigua: la suya propia. Ya en el siglo I a.C., los svanes —a quienes algunos consideran descendientes de esclavos sumerios— tenían reputación de feroces guerreros, como lo documenta el geógrafo griego Estrabón. Para cuando llegó el cristianismo, hacia el siglo VI, la cultura svana estaba ya profundamente arraigada en el territorio —con su propio idioma, su música de rica textura y unos complejos códigos de caballerosidad, venganza y justicia comunal.

Si los únicos vestigios de esta antigua sociedad fueran los cientos de torres de piedra que se alzan sobre los pueblos svanes, ya sería suficientemente impresionante. Pero estas fortalezas, construidas en su mayoría entre los siglos IX y XIII, no son emblemas de una civilización perdida; son los signos más visibles de una cultura que ha perdurado de manera casi milagrosa a través del tiempo. Los svanes que aún viven en la Alta Svaneti —hogar de algunas de las aldeas más elevadas y aisladas del Cáucaso— se aferran con fuerza a sus tradiciones de canto, lamento, celebración y defensa feroz del honor familiar. «Svaneti es un museo etnográfico viviente», dice Richard Bærug, académico noruego y propietario de una posada, quien intenta ayudar a salvar el svan, un idioma en gran parte no escrito que muchos estudiosos creen anterior al georgiano, su pariente más difundido. "En ningún otro lugar se encuentra un sitio que conserve así las costumbres y rituales de la Europa medieval".»


Zedashe Ensemble: Raidio. Canción del sacrificio del toro


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«Trabajando arropado en su capa tradicional de lana, Kaldani encarna la persistencia de la cultura de los svanos —y afronta los peligros que ésta encara. Es uno de los escasos hablantes fluidos que quedan del svan. También es uno de los últimos mediadores del pueblo, a quien desde hace años se convoca para resolver disputas que van desde pequeños hurtos hasta enemistades sangrientas de larga duración. La obligación de defender el honor familiar, aunque hoy algo atenuada, condujo a tantas venganzas en la sociedad svana antigua que los estudiosos concluyen que las torres de piedra se construyeron no solo para 0efender a las familias de invasores y avalanchas, sino también de ellas mismas.

En el caos tras la caída de la Unión Soviética, las venganzas de sangre regresaron con fuerza. «Nunca descansaba», dice Kaldani. En algunos casos, después de negociar un precio de sangre (usualmente 20 vacas por un asesinato), llevaba a las familias enfrentadas a una iglesia y les hacía jurar sobre los iconos y bautizarse mutuamente. El ritual, dice, asegura que las familias «no se enfrentarán durante 12 generaciones».» [Quien quiera tener una prueba visual de este tipo de conflictos puede ver სვანი, el film de Badri Jatchvliani, Svani («Los svan»), 2007 en YouTube, con subtítulos ingleses.] 


Mzetamze Ensemble: Iavnana. Canto de curación


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«La canción de amor y venganza comienza suavemente, con una sola voz trazando la línea de una melodía antigua. Otras voces, en la habitación sin calefacción junto a la plaza principal de Mestia, se suman en seguida construyendo una densa progresión de armonías y contramelodías que crece en urgencia hasta resolverse en una sola nota de claridad resonante.

Esta es una de las músicas polifónicas más antiguas del mundo, una forma compleja que presenta dos o más líneas melódicas simultáneas. Es anterior en siglos a la llegada del cristianismo a Svaneti. Sin embargo, ninguno de los músicos en la sala esta tarde de otoño supera los 25 años. Cuando termina la sesión, los jóvenes hombres y mujeres salen a la plaza, charlando, riendo, besándose en el aire libre —y revisando sus teléfonos móviles. «Todos estamos en Facebook», dice Mariam Arghvliani, una joven de 14 años que toca tres antiguos instrumentos de cuerda (incluida un arpa de madera svana en forma de L) para el grupo folclórico en el que participa, Lagusheda. «pero eso no significa que olvidemos nuestro legado.» Aun así, su talento podría haberse marchitado y perdido, junto con toda la tradición musical svana, de no ser por un programa juvenil lanzado hace 13 años por el carismático cruzado cultural de Svaneti, el padre Giorgi Chartolani.

Sentado en el cementerio de su iglesia, Chartolani recuerda el tumulto postsoviético que puso en peligro una cultura ya debilitada por casi siete décadas de represión comunista. «La vida era brutal entonces», dice, acariciándose la larga barba. El sacerdote se vuelve hacia las lápidas, algunas grabadas con las imágenes de jóvenes muertos en venganzas oscuras. «Los pueblos se estaban vaciando, nuestra cultura desaparecía», añade, señalando que 80 de las 120 canciones svanas conocidas han desaparecido en las últimas dos generaciones. «Había que hacer algo.» Su programa, que ha enseñado música y danza tradicional a cientos de estudiantes como Arghvliani, fue, según él, «una luz en la oscuridad».»

El Ensemble Lagusheda de Stary Sącz, Polonia, el 1 de junio de 2014

En el video realizado por National Geographic, Aaron Huey habla de cómo llegó a Svaneti siendo un estudiante mochilero, cómo se quedó con una familia que lo «adoptó» y cómo se enamoró de esta tierra y de estas personas, hasta poder tomar unas imágenes tan íntimas de ellos.


«La primera vez que fui a Svanetia, no estaba planeando ir a Svanetia. Aún no era fotógrafo, era un mochilero. Pero esta es la historia que me convirtió en fotógrafo. Conocí a un lingüista alemán que me habló de un lugar donde la gente aún hablaba un idioma que nunca había sido escrito, que estaba rodeado por picos de entre 5.000 y 5.500 metros de altura, de manera que este lingüista alemán me dibujó un mapa en una servilleta, lo copié en mi cuaderno, y me fui al día siguiente. Y en el trayecto en autobús hacia las montañas, una mujer se dio vuelta después de unas dos horas y me dijo: “¿A dónde vas?” Le dije que acamparía cuando el autobús se detuviera al final del camino. Y ella simplemente me miró y dijo: “No, chico. Por favor, no hagas eso.” Y me llevó con ella. Y me llevó a una boda.

Estas historias no son solo para hacer encuadres bonitos. Contamos las historias de pueblos enteros. Así que si contamos bien la historia, preservamos esas cosas, ¿sabes? Ese es nuestro trabajo. Preservar esa poesía. Mucha gente nunca ha oído hablar de Svanetia, o de esta región de la República de Georgia, o de este pueblo, los svanes; puede que esto sea lo único que lleguen a leer sobre este pueblo. Y creo que eso es lo que busco ahora en todos mis proyectos.»

24 julio, 2025

Kutaisi


«¿De dónde eres?» «De América». «¿Llevas cámara?» «Sí llevo una cámara». «Hazme una foto». «Ladno». Tras pensárselo un poco, el hombre que queda en medio da la vuelta y decide no entrar en la imagen.

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Viejas postales de Kutaisi


“Mando esta foto a mi querida madre en recuerdo mío, para que tenga una imagen mía, porque estoy muy lejos. Mírala mucho, y no me olvides. Guárdala hasta la muerte. Alexandre Ghoghoberidze. 21 de febrero de 1915”

En compañía de Jacopo y Eka estamos sentados en una cocina, en Mestia, bajos la montañas de Svaneti, y escrutamos estas líneas anotadas en viejas fotos georgianas. No es fácil: en cien años el georgiano ha cambiado mucho: las viejas formas dialectales han desaparecido, las fórmulas de cortesía se han olvidado, el alfabeto ha sido reformado, hasta la caligrafía ha cambiado.


“Mando este recuerdo mío a mis dulces padres y a mis queridos hermanos. […] Tabidze. Estos dos jóvenes son unos buenos amigos de verdad, Ivane y […] Mamaladze. 29 de febrero de 1904.”

Las fotos, de jóvenes georgianos que parten a la Gran Guerra, fueron entregadas a padres y hermanos para que los recordaran tras su muerte en algún rincón de Galizia, de los Cárpatos húngaros o Przemyśl. En ellas, los autores se muestran respetuosamente agradecidos a un editor por haber publicado sus artículos en la revista de la asociación cultural de la pequeña ciudad. Oficiales, ciudadanos en traje tradicional georgiano, muchachas, padres de familia posan por última vez ante el fotógrafo y dan testimonio, cien años después, de una Kuitasi desaparecida.


“Ekaterina Eristavi, fundadora de la biblioteca de Medjuriskhevi, hermana de Kita Abashidze. Shalva Eristavi, de Medjuriskhevi. [… ilegible] Con agradecimiento a Ekaterina, por haber publicado tan amablemente mi trabajo en la revista Iveria, ilustrando también de este modo a los lectores de la sala de lectura.”

Encontramos las postales en la trastienda de un pequeñ puesto de antigüedades de la calle de atrás del bazar de Kutaisi, donde fuimos con Eti en busca de bisutería antigua. Me permitieron fotografiarlas. En su mayoría parecen tomadas por Ermakov, su exitoso estilo creó escuela entre los fotógrafos georgianos en el cambio de siglo. Esperaba encontrar también una foto suya pero luego supe que las fotos originales de Ermakov están guardadas en casa de su propietario, el joven historiador y reputado coleccionista Ramaz Obuladze. Ya ha publicado su segundo libro de fotos antiguas georgianas titulado Indumentaria georgiana, donde muestra la ropa tradicional que guardan los museos con fotos de antes de la guerra de los habitantes de las montañas ataviados de aquel modo, así como fotos de gente de ciudad patriotas que posaban en traje tradicional. Pronto hablaremos también algo más de este asunto.

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Largo camino a Ushguli


Abro los ojos antes del amanecer en el albergue en Mestia y veo que ha nevado durante la noche. Ni el más ligero soplo de aire. En la luz neblinosa cada tejado, cada árbol, cada valla se perfila con una línea brillante de  blanco puro. Montoncitos de exquisita fragilidad sobre todas las formas, hasta en la rama más pequeña. Los cables eléctricos, combados con elegancia de poste a poste, se han convertido en gruesas cintas blancas, la nieve se ha acomodado con cuidadoso equilibrio, copo a copo, sobre los tendidos eléctricos hasta alcanzar casi cuatro dedos de altura, una imposible tracería que la corriente más leve destruirá.

Nos ponemos en marcha para Ushguli en una furgoneta todo terreno conducida por el dueño de la casa de huéspedes. Las calles de la ciudad están desiertas a esta hora, los charcos reflejan nuestros faros en un rosa helado. El carraspeo del motor alborota a los perros que aumentan sus gruñidos y nos persiguen ladrando por las calles de las afueras hasta convencerse de que no volveremos atrás.


Al salir de la ciudad nos encontramos en una carretera estrecha, tapada por la nieve que de vez en cuando se disuelve en regueros de fango. Corre ceñida a los contornos del valle del río Inguri, casi un torrente zigzagueante alimentado por los surcos que labran los regatos aleatorios del deshielo. Derrumbes, baches, piedras que nos hacen ir frenando o deteniéndonos del todo cuando el conductor ha de salir a estudiar qué tipo de obstáculo se le ha puesto delante. Luego, manejando con habilidad el volante y las marchas cortas, vadea hasta el otro lado entre sacudidas y balanceos. Y seguimos adelante. Así, de este modo, calculamos que recorrer los 40 km hasta Ushguli nos llevará tres o cuatro horas. A veces, en un paso especialmente malo hay que salir a empujar. Hundimos los pies en la nieve y con todas nuestras fuerzas ayudamos a los neumáticos, que resbalan girando como galaxias de goma en un universo de hielo, a encontrar una superficie de agarre y poner de nuevo rumbo a Ushguli.


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Saliendo de una curva, un arroyo corta la calzada en un profundo surco que arrastra también algunos pedruscos. Palmo a palmo, con enorme cuidado, logramos llegar casi al otro lado y el chófer está a punto de dar el último acelerón para salir de la zanja. En este instante uno de los neumáticos delanteros desplaza abruptamente un canto rodado. La furgoneta pierde el control y la panza golpea el suelo con el violento sonido de roca contra acero. Sigue el silencio de una parada completa. El motor no funciona. Intenta arrancarlo varias veces pero no hay manera. Al chocar sobre la roca se ha estropeado el sistema de alimentación de combustible.

Telefonea al pueblo de al lado y en pocos minutos llega otro vehículo con tres hombres, seguidos de un cuarto montado a pelo en un caballo pardo. Después de mucha discusión y movimientos de cabeza con el capó abierto, el conductor se decide a tumbarse bajo el coche para inspeccionar los daños.


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Decide hacer otra llamada, esta vez a un pariente suyo que vive en Mestia, para que venga y nos lleve él el resto del camino. Asistimos entonces admirados al espectáculo de nuestra difunta furgoneta remolcada por un yunta de cuatro bueyes, dos machos con cuernos, delante, que guían a dos vacas, detrás, por la carretera de montaña que sube a Kala, el pueblo más cercano, donde el nuevo conductor se reunirá con nosotros.

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Caminamos delante de los bueyes. Pasamos ante unas casas abandonadas cuyas ventanas con persianas torcidas boquean mudas en un desmoronamiento de yeso. Suponemos que a medida que la atracción por el estilo de vida moderno se hace más realizable la gente simplemente descarta este tipo de construcciones por otras mejores y en mejores lugares. Ahora no nos resulta difícil percibir el aislamiento de pleno invierno en este lugar inaccesible. Una interpretación notablemente fina de la cara de Stalin decora el yeso de uno de los muros.

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Al poco nos despedimos del primer piloto y subimos al jeep del sustituto. Como para señalar que se inicia un nuevo capítulo en la aventura, tras unas cuantas curvas el carácter de la carretera también cambia. Se hace más estrecha, un poco más burda, más traicionera. Tiene un grado menos de consolidación que el tramo anterior, con una gran pared de roca a nuestra izquierda y una caída amenazante a la derecha. A medida que el sol empieza a asomarse de manera intermitente tras la manta de nubes, una imagen como de otro mundo se despliega ante nosotros: montañas en fantasmales sudarios de nieve, erizadas de árboles negros, contra un cielo azul profundo, entreverado de nubes.




Llegamos a Ushguli al final de la tarde, en su alto y remoto valle, sin ni una sola carretera de acceso antes de la década de 1930, y aún aparentemente inmune al paso del tiempo. Rodean el pueblo unas laderas blancas suaves de campos cubiertos de nieve que se elevan gradualmente hasta los picos dominantes allá arriba. Apenas queda una hora de luz para explorar las torres defensivas svan, las estructuras más características de la región, o para tener una primera idea de esta población extraordinaria. Es patrimonio mundial declarado por la UNESCO y se define como el asentamiento más alto de Europa que permanece habitado todo el año.


Paseamos entre las milenarias edificaciones de la aldea inferior, algunas datan del siglo VIII. De vez en cuando se ve una vaca o algún caballo de osamenta triste, pero no hay personas. Nos envuelven las paredes de lascas grises, irregulares, que dan vida a líquenes de color naranja oxidado y esconden finas briznas de hierba, ahora seca. Rompe el silencio de tanto en tanto un gallo, el ladrido de un perro o el mugido de una vaca descontenta. Una pequeña jauría de perros semisalvajes con pinta de tener hambre ha advertido nuestra presencia e intentamos seguir tomando fotos en la poca luz que queda sin perderlos de vista.


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Finalmente, nos reunimos con el conductor en la carretera principal, en el núcleo superior de casas. Estamos fríos y hambrientos, sin haber comido nada desde el desayuno. El conductor nos propone ir a casa de una gente que conoce, de modo que escalamos a resbalones y tropezones el sendero rocoso que aquí hacen pasar por calle de pueblo. De camino nos cruzamos con un grupito de niños que vuelven a casa al salir de la escuela local. Les acompaña un gran perro ovejero de raza caucásica y son guiados por dos muchachos que nos saludan con orgullo en inglés. Devolvemos el saludo dándoles la enhorabuena y sonríen corriendo sendero abajo.

Llegamos a la casa. Una mujer se asoma a la ventana para observarnos. Nos invita a entrar en una cocina cálida, humeante, donde está preparando la khachapuri para la cena familiar. Nos hace un hueco en la mesa.


Su suegro, de unos setenta años, entra en la cocina atraído por el ruido de los huéspedes («Un huésped es un regalo de Dios», dice un viejo refrán georgiano). Trae consigo una botella de aguardiente casero. Nos cuenta que durante la época soviética fue piloto de aviación con base en Kiev, y ahora enseña ruso a los niños de la escuela. Cuando comemos brinda con nosotros tres veces (tres veces es la costumbre, nos dice), por la familia, por la amistad, y para que no haya guerra en Donetsk, ni en Abjasia, ni Osetia del Sur.


Más tarde, ya de noche, de vuelta en Mestia nos reunimos de nuevo con el primer chófer durante la cena en su albergue. Las mujeres de la casa nos sirven abundantes platos de magnífica comida casera y una jarra de vino blanco. Entre buenos tragos y los inevitables, pero sinceros, brindis a la amistad y similares, nos dice con orgullo, «Ha sido muy útil esa avería, así habéis sido testigos de cómo mis vecinos me respetan y vienen a ayudarme cuando los necesito».