Un caballo sin jinete sigue siendo un caballo.
Un jinete sin caballo no es más que un hombre.
(Stanisław Jerzy Lec)
Este amigo mío escritor no escribe. Ha escrito miles de páginas, cuentos sobre todo. Hace tiempo que no escribe. Publica cada día un artículo en un periódico local pero esto, dice él, no es escribir. A los quince años le confesó a su hermana mayor que quería escribir como un caballo. Ella me lo contó ayer en el hospital donde mi amigo escritor convalece de un accidente de moto.
Escribir como un caballo puede significar al menos dos cosas. Una debe ser ostentar la palabra interrogante, extrañada, virgen e impura de un caballo que se pone a hablar. Ya sabemos que los caballos, como todos los animales, no nos hablan porque no quieren. Lo hemos observado mil veces en sus ojos. Por eso encerramos a los animales en los zoos y vamos compulsivamente a verlos: que de una maldita vez nos digan algo y podremos soltarlos, pues cuando esto ocurra al fin estaremos redimidos. Conociendo de antemano nuestro fracaso arrastramos hasta allí a los niños, para que los animales sepan que existen seres semejantes a ellos que andan libres. Llevamos a los niños al zoológico como intermediarios, y escrutamos esperanzados el contacto aunque somos conscientes de que todas las reacciones se producirán en los ojos y son secretas.
Pero escribir concretamente como un caballo también tiene que ver con el arrebato y lo instantáneo. Sería algo como escribir pensando solo con las palabras. Pensando con el sonido, la forma, el peso y el fluir de las palabras, igual que un motor solo funciona a la vez que le va entrando la gasolina.
En ninguno de los dos casos, escribir como un caballo es escribir sin pensar. Ni siquiera lo sería si mi amigo hubiera dicho que le gustaría escribir como un caballo desbocado, cosa que no dijo.
La escritura de Teresa de Ávila es con frecuencia la de un caballo. En el capítulo 30 de su Camino de perfección anota: «Almas hay y entendimientos tan desbaratados que no parecen sino unos caballos desbocados que no hay quien los haga parar […]; son como unas personas que han mucha sed y ven el agua de muy lejos, y cuando quieren ir allá, hallan quien les defienda el paso al principio, medio y fin. Acaece que cuando ya con su trabajo –y con harto trabajo– han vencido los primeros enemigos, a los sigundos se dejan vencer y quieren más morirse de sed que beber agua que tanto ha de costar. Acabóseles el esfuerzo, faltoles ánimo. Y ya que algunos le tienen para vencer también los sigundos enemigos, a los terceros se les acaba la fuerza; y por ventura no estaban dos pasos de la fuente de agua viva […]. Mas aunque es sed que se desea tener esta sed –porque entiende el alma su gran valor– y es sed penosísima y que fatiga, trai consigo la mesma satisfación con que se amata aquella sed».
Periandro, el protagonista de Persiles y Sigismunda de Cervantes, cuenta una historia literalmente increíble (y, en efecto, siembra la duda en sus oyentes) en la que doma a un caballo que por su «grandeza, ferocidad y hermosura» enamora al rey Cratilo, que quisiera verlo manso (II.20). Más allá de servir para demostrar el valor de Periandro al domeñarlo ante el rey, el sentido de la historia es intrigante. Periandro cabalga al animal sin estribos para arrojarse ambos desde una peña altísima sobre un mar de hielo. Aunque Periandro espera morir del golpe, el caballo aguanta la caída sin quebrarse las patas y él sale despedido resbalando indemne sobre el hielo. Enseguida vuelve a montarlo para repetir la operación pero nada más llegar al risco el caballo asustado ya es un animal obediente que hasta se dejará acariciar por los muchachos.
Giorgio Agamben en Idea della prosa recuerda un pasaje del Apocalipsis (19.11) donde el Logos se describe como un jinete «llamado Fiel y Verídico» de cuya boca «sale una espada aguda para herir con ella a las naciones». Monta un caballo blanco que Orígenes interpretó como la voz, la palabra en su puro proferimiento sonoro, un caballo que corre con «mayor embestida y rapidez que cualquier corcel». Escribir como este caballo sería un ideal excesivo incluso para aquel chico de quince años que quería ser escritor. No es posible escribir así porque nuestra pobre fisiología tira de las riendas, apaga la inteligencia ardiente del lenguaje, nos hace olvidar que primero fue el signo y luego hubo que aplastarlo con el significado.
No quería ninguna domesticación mi amigo. Escribir como un caballo es algo así como escribir boquiabierto. Escribir mientras, en el mismo acto, se aprende a leer lo que se escribe. Esta práctica no conduce a la locuacidad, precisamente, sino a un deslumbramiento que, en su manifestación extrema e inalcanzable por el hombre, es silencio. Mi amigo escritor quedó inconsciente durante dos días después del accidente de moto. No tuvo él la culpa. Le embistió por detrás un coche de alquiler lleno de ingleses borrachos. Perdió la memoria unos días más pero ya la ha recuperado. Hoy le he llevado el ordenador al hospital y hemos hablado de todo esto. Luego ha escrito su artículo de siempre, como si nada. Lo ha titulado «Caballito negro, ¿dónde llevas tu jinete muerto?», sobre la situación política después de las elecciones.
Nanshi es un lugar acogedor para los caballos celestiales;
Decenas de miles de ellos viven siempre robustos.
Nubes vagas se extienden a lo largo de la vasta frontera;
Los pastos de otoño crecen altos en las montañas.
He oído que la pura sangre del linaje de los caballos-dragones
Sigue latiendo en el caballo de Sushuang cuando envejece.
Relincha tristemente anhelando luchar,
permanece erguido con el rostro hacia el cielo.
(Du Fu, 712-770)