San Petersburgo, Hermitage
Los santos caballeros fueron extremadamente populares en la cristiandad medieval, especialmente en su parte oriental. Muchos países los eligieron como patrones llegando incluso a relegar o reemplazar nombres como el de la Virgen María. Sus cultos, iglesias e imágenes se difundieron enormemente y aún hoy pueden encontrarse imágenes en la mayoría de hogares ortodoxos. Estas imágenes también lucieron pronto bordadas en banderas de muchos regimientos, y la más alta distinción del ejército ruso, la Orden de San Jorge, fundada en 1769, aún ostenta su efigie.
¿Santos guerreros en el cristianismo? El concepto debería ser difícil de aceptar inicialmente pues la religión, de raíz pacifista en su origen, refuta en buena medida esos valores a lo largo de los dos mil años transcurridos. Para un cristiano primitivo la idea habría sido tan escandalosa como podría sonarnos hoy a nosotros el término «escuadrones budistas de la muerte», aunque hay pruebas de su implicación en el exterminio de los rohingya en Birmania. Y el tiempo todo lo cambia.
Jesús, en el Sermón de la Montaña, dice: «Habéis oído que se decía: ‘Ojo por ojo y diente por diente’. Pero yo os digo: no resistáis al malvado. Al que te golpee en la mejilla derecha, preséntale también la otra» (Mateo 5:38‑39). Por tanto, según los Padres de la Iglesia de los primeros siglos, un cristiano no puede matar a un hombre ni siquiera como soldado. San Basilio Magno afirma en su canon 13 que si un soldado cristiano mata a un hombre en guerra, no debe tomar la comunión hasta transcurridos tres años.
Los primeros cristianos lograron mantener esta postura sin demasiada dificultad. Vivían dentro del marco de una sociedad gentil aceptando por recomendación de san Pablo (Romanos 13:4) su administración y su organización de la violencia, así como que dicha administración defendiera su imperio con las armas según su propia ética. Después de todo, decían, esto duraría solo un breve lapso y pronto Cristo iba a volver. Pero cuando cambiaron las tornas, y con la adopción del cristianismo y su conversión en religión de estado, los cristianos tuvieron que asumir la defensa nacional –y además en una situación extremadamente difícil, durante la época de las migraciones–. Entonces el problema se volvió acuciante. Muchos cristianos, si podían, optaban por el desarme, como hizo San Martín de Tours quien, aunque era oficial de la legión, se negó a tomar las armas por motivos de conciencia en vísperas de una batalla contra los germanos. Fue condenado a muerte como desertor pero pidió al emperador la gracia de una noche. Pasó aquella noche en oración y al día siguiente los germanos se rindieron sin combatir e imploraron la paz. El método cristiano fue así puesto a prueba y Martín quedó en libertad.
No se sabe si todos los pueblos bárbaros se habrían rendido y ondeado la bandera blanca de haber visto a los soldados cristianos en masa bajar las armas y ponerse a rezar. El liderazgo del imperio no permitió este interesante experimento, así que los soldados cristianos también tuvieron que pelear, y la mayoría lo hizo a conciencia ya que defendían su patria. Y también porque en la sociedad romana todo ciudadano libre ocupaba un cargo civil o militar. La Iglesia, aunque no lo aprobara plenamente, acabó resignándose a esta disonancia cognitiva. Desde San Agustín, la Iglesia Occidental trató de establecer el concepto de «guerra justa», elaborado luego en detalle por Santo Tomás de Aquino y la escuela tomista de Salamanca. Esto hizo que la guerra fuera aceptable para el ciudadano cristiano pero con unas condiciones tan estrictas que, si todos los soldados y generales cristianos las cumplieran hoy, el mundo sería un lugar mucho más pacífico. La Iglesia Oriental no desarrolló un concepto similar, y aún hoy no aprueba la participación del cristiano en la guerra. Solo lo considera un «mal menor» en caso de ataque enemigo y exige arrepentimiento y recuperación espiritual del soldado cristiano si mata a un enemigo en la guerra.
Los santos guerreros se hicieron populares no por ser soldados, sino por ser mártires. Todos ellos comenzaron sus gloriosas vidas terrenales manteniéndose firmes en su fe durante las persecuciones, sufriendo torturas y martirio. El arranque de su biografía no suele ser especialmente relevante y se presenta con rasgos más o menos similares: nacieron en alguna provincia en los siglos II o III, luego se alistaron en el ejército o no (en efecto, muchos no fueron soldados), y en un momento determinado tienen que elegir si sacrificarse a los dioses que protegían al ejército o al emperador, considerado un dios. Su rechazo y el sufrimiento y muerte consiguientes se convierten así en el momento crucial de sus vidas, el stirb und werde que los transforma en ejemplos poderosos de martirio, en santos celestiales que moverán a multitud de peregrinos hacia sus tumbas. Es característico que, cuando aparecen por primera vez —en las actas de los mártires de los siglos IV y V o, en el caso de san Teodoro Tiro, en la alabanza de san Gregorio de Nisa—, no se menciona hazaña bélica alguna, solo su valentía como mártires. Y en las representaciones más antiguas no matan dragones ni gentiles, sino que simplemente aparecen como santos gloriosos, solos o junto al trono celestial de Dios.
Fue su popularidad como mártires lo que les convirtió en grandes santos guerreros siglos después de su muerte, cuando, durante el sitio de una ciudad, sus habitantes les rezaban fiados de su poder. Y si la ciudad sobrevivía al asedio, entonces resultaba evidente a quién se le debía la vida. Un buen ejemplo de esto es san Demetrio, el segundo santo guerrero más venerado junto a san Jorge. Vivió y sufrió el martirio en Sirmio (hoy Sremska Mitrovica, en Voivodina, Serbia), que por entonces era capital de la provincia romana de los Balcanes. Según sus actas de martirio ni siquiera fue soldado sino funcionario civil y diácono. Los godos pronto arrasaron la región, por lo que el centro provincial hubo de trasladarse a Tesalónica. Allí se construyó una basílica para el santo que más tarde ganó gran popularidad, y allí fue trasladado su cuerpo. Los eslavos que se agolpaban en los Balcanes sitiaron repetidamente Tesalónica, pero cada vez los defensores los rechazaron implorando la ayuda de San Demetrio, y algunos incluso tuvieron una visión clara del santo combatiendo revestido con armadura completa sobre un brioso caballo. Y en la batalla de Kulikovo de 1380, el ejército de Moscovia derrotó bajo su patrocinio a la Horda de Oro, convirtiéndolo también, de este modo, en otro santo guerrero ruso.
De manera parecida el apóstol de Cristo amante de la paz, Santiago, que reposa en Compostela, se convirtió en Santiago Matamoros, patrono de la Reconquista española, después de embestir a los moros desde un caballo blanco en la batalla de Clavijo (que nunca tuvo lugar).
Después de convertirse en guerreros aquellos mártires siguieron apareciendo en los iconos, solos o en pareja, pero ahora armados. Con todo, si los iconos estaban enmarcados además por житие / vita, pequeñas imágenes biográficas, se elegían generalmente escenas de su martirio —y no de sus actos de guerra— para dar evidencia de su santidad.
A partir del siglo IX, las representaciones de los santos guerreros se vuelven más vívidas. Esto obedeció por un lado al renacimiento de la pintura de iconos tras un siglo de iconoclasia, y por otro a que empezaron a incorporarse nuevas historias apócrifas a las leyendas de los santos. El proceso corrió en las dos direcciones: no solo los nuevos textos requerían representación, sino que las nuevas fórmulas visuales también inspiraban nuevas narraciones.
El cambio más notable fue que, de repente, cada guerrero empezó a montar a caballo y a atravesar algo maligno con su lanza: un enemigo malvado, un gobernante perseguidor de cristianos o un dragón. ¿De dónde surge este motivo visual?
Una fuente visual muy extendida en la Antigüedad Tardía, que no solemos considerar aunque su uso era masivo en territorios romanos y bizantinos y hoy abundan en museos y subastas numismáticas en línea, son los amuletos apotropaicos y talismanes para protegerse del mal de ojo. Entre los siglos III y VI circulaba un manual concreto sobre ellos, el Testamento de Salomón, un libro mágico judeo-cristiano que ha llegado hasta nuestros días. Según el texto, el rey Salomón recibió unos conjuros mágicos y un sello del arcángel san Miguel contra los demonios, especialmente la demonio Lilith o Abyzou/Obyzouth, asesina de recién nacidos. En el sello, Salomón domina a un caballo encabritado mientras atraviesa a un ser maléfico tendido en el suelo –en muchas otras copias se ve la figura de una serpiente–.
Fue gracias a este amuleto que la fórmula pictórica del «jinete sagrado» vencedor del mal se difundió ampliamente en la Antigüedad Tardía. Cuando, alrededor del siglo VIII o IX como muy tarde, el Testamento fue abandonado por los cristianos a causa a su origen judío y su contenido mágico, la fórmula visual aún extendida se vio necesitada de un nuevo contenido. Parece que aquí es cuando los santos guerreros vinieron a ocupar este espacio. Del siglo VI conservamos un icono cerámico macedonio en el que la serpiente es atravesada por dos santos guerreros, Jorge y Cristóbal —aunque sin caballo—.
Las primeras representaciones donde la fórmula pictórica es asumida por completo por un santo guerrero —i.e., montando un caballo encabritado y atacando con lanza a un ser maligno— surgen en la Georgia del siglo X. Es al parecer aquí, en los márgenes del imperio, donde antes sintieron la necesidad —y también la libertad— de llenar esa fórmula visual con un santo familiar. Y se trató de san Jorge, cuyo culto se desarrollaba alrededor de su tumba en Lydda (actual Lod, al sur de Tel Aviv) —culto respaldado por Constantino el Grande y centro de afluencia regular de peregrinos—, pero luego se trasladó a los monasterios sirios en las cuevas de Capadocia. Georgia mantenía contacto permanente con ambos centros de culto: fue cristianizada por monjes siríacos de Capadocia, y los peregrinos georgianos visitaban Jerusalén, donde también había un monasterio georgiano.
En estos iconos de plata dorada, típicos de la región minera del norte de Georgia, principalmente Svanetia, san Jorge ya no mata a un dragón, sino a un hombre. Y ese hombre no es sino el emperador Diocleciano. El temperamento georgiano no podía soportar que este emperador, perseguidor de cristianos, se saliera con la suya y se envió al gran mártir guerrero para acabar con él.
Pero cómo llegó a entrar el dragón en el cuadro.
La escena de la lanza atravesando un dragón, serpiente, culebra, o pez arcaico, considerada como símbolo de la subyugación del mal cósmico se convierte en motivo desde muy antiguo, vinculándose a la creación del mundo en la primera mitología mesopotámica. Ya hemos escrito, a propósito del «San Rafael cazador de ballenas» etíope, que en estos mitos la creación del mundo arranca con la caza o captura del gran pez primigenio —Tiamat, Leviatán u otros— que habita en las profundidades de las aguas. Este motivo también figuraba en la historia de la creación hebrea antes de que fuera omitido en las redacciones finales del siglo VI a. C., aunque sus vestigios permanecen esparcidos por los Salmos y el Libro de Job.
No es de extrañar, pues, que en muchos amuletos aquel «jinete sagrado» del sello de Salomón clave su lanza en una serpiente o un dragón en lugar de un demonio en forma humana, o que el demonio adopte la forma de estos. Y tampoco nos extrañe que cuando el «jinete sagrado» sea reemplazado por un santo guerrero, este también atraviese con su lanza a una serpiente o a un dragón como símbolo del mal.
La primera matanza de un dragón conocida no está vinculada a san Jorge, sino a san Teodoro Tiro. En la entrada anterior vimos que, según su leyenda apócrifa del siglo IX, logró matar a un dragón que tenía cautiva a su madre.
Por tanto, es san Teodoro el responsable de la primera matanza ecuestre de un dragón que conservamos. San Jorge, que aparece emparejado con él, seguía mientras tanto dándole duro a Diocleciano.
Pero los roles de los santos guerreros fueron transfiriéndose entre ellos a manos de sus devotos, y así las representaciones de un san Jorge matador de dragones pronto se dejan ver.
La leyenda apócrifa de san Jorge matadragones nació en Georgia en el siglo XI. De allí llegó a Europa con los cruzados donde, hacia 1260, Jacopo de la Vorágine la incorporó en la Leyenda Dorada, la recopilación best-seller de leyendas de santos para la Europa medieval. Según allí se lee, la ciudad libia de Silene era asediada por un dragón que vivía en un lago cercano y exigía doncellas vírgenes como alimento. Cuando le llegó el turno a la hija del rey, ya escoltada hasta el lago y con el dragón apunto de devorarla, surgió san Jorge sobre un caballo blanco y mató al dragón con su lanza. Luego ordenó a la joven que atara al dragón con su cinto y lo arrastrara hasta la ciudad. El rey, agradecido, le dio al caballero una gran suma de dinero, que éste enseguida repartió entre los pobres antes de desaparecer. Las gentes de la ciudad, admiradas y agradecidas, se convirtieron al cristianismo.
La composición de san Jorge matadragones se iría enriqueciendo luego con más detalles. Por ejemplo, en el siguiente icono ruso, acerquémonos un poco a la mano que sostiene la lanza:
Los dos dedos levantados indican claramente al iniciado que se trata de un icono de los Viejos Creyentes (staroobryadtsi, raskolniki). Eran los ortodoxos que no aceptaron las reformas rituales introducidas en 1652 por el patriarca de Moscú Nikon (que buscaban esencialmente armonizar los ritos ruso y griego). Desde aquel momento fueron objeto de severas persecuciones. Muchos de ellos emigraron a las regiones fronterizas del imperio, donde se les dejaba vivir más o menos en paz. Hemos escrito sobre el cementerio de una de estas comunidades. Uno de sus signos distintivos era estos dos dedos levantados, ya que los seguidores de la reforma hacían la señal de la cruz con tres dedos, mientras que los seguidores de los antiguos ritos lo hacían con dos. También se mantenían más fieles a los iconos tradicionales, mientras que los reformadores adoptaban novedades del arte occidental.
Otro motivo es el del niño pequeño sentado en la silla de montar detrás del caballero. Se trata de un niño griego que había sido secuestrado por los turcos en Mitilene precisamente el día de san Jorge y vendido a un pachá. Él y su madre rezaban constantemente por su liberación y al año siguiente, el día de san Jorge, a la misma hora exacta en que fue raptado, el santo irrumpió en el patio del pachá sobre un caballo blanco, agarró al niño —que en ese momento estaba sirviéndole café o vino— y voló con él de regreso al lugar donde había sido secuestrado. Por eso el niño sostiene la cafetera o la copa de vino que ni siquiera tuvo tiempo de dejar sobre la mesa.
La imagen de los otros santos guerreros también se adapta a la fórmula del «jinete sagrado», y por lo general adoptan la postura ya consagrada de san Jorge. San Demetrio, por ejemplo, desarrolla asimismo su propia leyenda de la lanza: en 1207, durante otro sitio de Tesalónica, cabalgó hasta el campamento búlgaro y en medio de él mató personalmente al zar búlgaro Kaloyan.
En muchos iconos los santos guerreros realizan juntos sus milagros, reforzando mutuamente su poder y repitiendo el motivo común de los antiguos Dióscuros y de los jinetes gemelos indoeuropeos.
Unas versiones particularmente bellas, coloridas y emocionantes de san Jorge son los iconos y frescos etíopes, como estos siguientes, procedentes de los monasterios del lago Tana y de la catedral de Gondar. Escribiremos más adelante sobre su peculiar iconografía.