22 marzo, 2014

La lengua de barro



Athanasius Kircher, Turris Babel, sive Archontologia... Amstelodami, ex Officina Janssonio-Waesbergiana, Anno MDCLXXIX, «Frontispicio».

   Dios baja a ver la ciudad que crece en la llanura de Senaar y la enorme torre que allí están levantando. Sus habitantes han aprendido a cocer el barro en ladrillos duros y saben fabricar una buena argamasa utilizando el betún espeso de la zona. La ciudad es compacta en sus leyes y ritos, es organizada y confía en sus fuerzas y en su técnica. Todos se entienden en una lengua eficaz que carece de ambigüedades o dobleces. Carece también de subjetividad. Es como la lengua de las hormigas. Esa lengua que permite a algunas termitas coordinarse para erigir sus hogares de tierra miles de veces más altos que la pobre distancia que separa su cuerpo del suelo. Los ciudadanos de la llanura de Senaar desean que aquellas calles, aquellos edificios, los jardines, los patios y, sobre todo, esta torre que, juntos, van siendo capaces de levantar sea su patria, la referencia fija, el norte para los hijos que irán llenando el mundo. Y así la torre se hace más alta y hermosa cada día. Pero Dios, que no ha creado una ciudad, sino a los hombres, baja a ver en qué se ocupan allí todos reunidos y se sorprende. Hay algo que le molesta. Y no es que la torre se acerque a los cielos. Ojalá así fuera, piensa. Sabe que esa torre, que ninguna torre es una construcción para el cielo, sino para la tierra. Ellos mismos declaran que la construyen para sus hijos y para la memoria. Le incomoda, más bien, una cosa previa y de la cual la torre, concretamente, no es sino una consecuencia casual, como podría haber sido la perforación de una mina profundísima –así hacen la mayoría de hormigas, ciertamente– o el tejido de un sistema de acueductos. Admite entonces su error y recuerda que lleva ya tiempo sin entender casi nada de todos esos esfuerzos de los hombres. Ve que el problema está en esta lengua común tan perfecta que les dio para organizarse en la tierra. Con ella ha condenado a la ciudad a amasar más y más barro y cocerlo, y a acarrear más ladrillos y a levantar andamios, grúas, poleas, arcadas, bóvedas y a construir torres eternamente, cada vez más altas, conmovedoramente altas. Y decide volver al principio y aliviarles de inmediato de una carga tan ciega. No habrá por más tiempo una ciudad en la llanura de Senaar, decide, pero quedarán los hombres y esos hombres se esparcirán por la tierra como estaba previsto. Pero para que la dispersión sea posible, y hasta obligatoria, cada uno tendrá para sí una lengua propia, que es la única manera que tiene Dios de entenderse con ellos. Uno por uno. Cuando se juntan es cuando la algarabía es ininteligible.
   Sin embargo, el error debe estar todavía más adentro. En cada ribera, en cada ensenada acogedora, entre los muros que protegen del invierno y del sol, y en los callejones detrás de las murallas y en las trincheras batidas por las bombas las palabras se amasan de nuevo con el barro. Las cosas han vuelto a complicarse y Dios seguirá sin entenderlos del todo.

Athanasius Kircher, Turris Babel, sive Archontologia... Amstelodami, ex Officina Janssonio-Waesbergiana, Anno MDCLXXIX, p. 22. Corografía de la bajada de Noé y sus descendientes desde las montañas de Ararat, donde quedó depositada el Arca, hasta las llanuras de Senaar, junto a la desembocadura de los ríos Tigris y Éufrates (clic para ver los detalles)

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