02 enero, 2019

Los Tres Reyes




¿Quiénes son estos tres jinetes que escalan la puerta románica de bronce de la catedral de Pisa? Es obvio: los Tres Reyes Magos. Lo decimos sin titubear aunque, si los miramos bien, ningún atributo lo señala: no hay estrella ni pesebre alguno. En nuestra cultura, este perfil característico de tres jinetes cabalgando en fila se ha convertido en un topos visual indiscutible que evoca a los Tres Reyes incluso cuando se trate de algo completamente diferente.

Originalmente las tres figuras tampoco tenían coronas, ni pajes, ni nada regio. Llegaban a Belén en ropas sencillas y a pie cargando ellos mismos sus regalos de oro, incienso y mirra (aunque pronto, como veremos, aparecieron los camellos). Así es como los encontramos en su primer retrato, en la Sala Griega de las catacumbas de Priscila en Roma, y siguió siendo así durante siglos.



Mil años más tarde, la inscripción de la puerta pisana que contemplamos, MAGIS (correctamente, magi) se referirá a aquellos humildes comienzos. La palabra latina —escrita en una curiosa caligrafía local que se ve en muchos otros puntos de la puerta de bronce— viene del segundo capítulo del Evangelio de Mateo: «Y como fue nacido Iesús en Bethlehem de Iudea en días del rey Herodes, he aquí que Magos vinieron del Oriente a Ierusalem, diziendo, "¿dónde está el Rey de los Iudíos, que ha nacido? Porque su estrella avemos visto en el Oriente, y venimos a adorarlo"» (Mt 2:1-2 –Biblia del Oso, 1569–; respetamos la ortografía pero corregimos la acentuación).


La adoración de los magos, con la inscripción «Magi», en runas anglosajonas. Del Cofre de Auzon, s. VIII,
Londres, British Museum

Las biblias en español posteriores a la conocida como Biblia del Oso que aquí utilizamos (trad. de Casiodoro de Reina, Basilea, 1569) mencionan siempre a estos hombres sabios como «magos» —siguiendo el μάγοι del griego original, y el magi de la Vulgata. Una nota al margen puesta por Casiodoro nos da información valiosa acerca del término «magos». Dice que eran: «Personas illustres de una de las Provincias de Media cuya gente se llamavan Magos». Y, en efecto ya en tiempos de Mateo la palabra griega tenía dos significados. Uno era «mago», como Simón el mago (más bien, brujo) que aparece en los Hechos de los Apóstoles. Y el otro, el primitivo, era el que hemos visto algo burdamente anotado en la Biblia del Oso como procedente de Persia: en efecto, se llamaba así a los sacerdotes de Zoroastro y, más en general, a los astrónomos persas. Los persas zoroastrianos también tenían su propia tradición de un Salvador que estaba por venir, y el Evangelio sugiere —cosa que los apócrifos sirios y armenios luego amplían en detalle— que reconocieron como tal a Jesús. Esta es la razón por la que los Magos están representados aún en el siglo V con ropaje persa y sombreros distintivos de aquel reino. Es un curioso giro de la historia que, según la tradición, el ejército persa que devastó Tierra Santa durante la Guerra Bizantino-Persa respetara la iglesia de Belén porque en su puerta había tres característicos magos persas portando regalos al Salvador recién nacido.

Los tres magi persas en el mosaico del s. VI de San Apollinare Nuovo, en Ravena

Los tres filósofos paganos que adoraban a Jesús debieron suponer un atractivo modelo para los romanos recién convertidos al cristianismo, ya que podían identificarse prestigiosamente con ellos. Es por eso que tan a menudo están plasmados en los sarcófagos. Y probablemente por la misma razón van acompañados desde los primeros tiempos de otro motivo: el buey y la mula alrededor del pesebre. Estos dos animales, parte inseparable de toda imagen de la Natividad, sorprendentemente nunca se mencionan en los Evangelios. Popularmente se interpretó que estaban allí para dar calor al Niño, pero de hecho son representaciones visuales de la prefiguración lanzada por Isaías: «El buey conoció a su dueño, y el asno el pesebre de sus señores: Israel no conoció, mi pueblo no tuvo entendimiento». (Is 1:3) Por lo tanto, simbolizan lo mismo que los tres sabios persas; es decir, que los cristianos convertidos del paganismo, como el que yace en este sarcófago, son más devotos del verdadero Dios que los judíos.

El buey y la mula flanqueando al difunto (¿o al pesebre?), como confesión de fe en el sarcófago de Stilicho (ca. 385) en la basílica de San Ambrogio, Milán.

Sarcófago del s. IV, arriba el buey y la mula, abajo los tres magi. Arlés, Musée de l’Arles et de la Provence Antique

Icono etíope

La exégesis cristiana de los primeros siglos usó paralelos similares del Antiguo Testamento para ver con rasgos más definidos las figuras de aquellos Tres Magos evangélicos, inicialmente un poco borrosos. Así, por ejemplo, la estrella que habían seguido no se consideró una verdadera estrella, sino una referencia al vaticinio del profeta pagano Balaam: «Una estrella saldrá de Jacob, un cetro se levantará desde Israel» (Núm. 24:17) Así que aquellos hombres sabios, luego reyes en las imágenes, no fueron guiados inicialmente por una estrella, sino por un ángel que los condujo a la «Estrella de Jacob», es decir, a Jesús, y que luego les advierte de que han de regresar por otra vía y no hablar con Herodes. Cuánta tinta se ahorrarían los astrónomos aficionados si tuvieran en cuenta esto, en lugar de tratar de reconstruir las más peregrinas constelaciones y cometas que giraban por el firmamento en el supuesto cumpleaños de Jesús.

Altar de Duke Ratchis, Cividale, 737

Cantero Gislebertus: El sueño de los Tres Reyes. Capitel de la Catedral de Autun, 1125-1135

Sueño de los Tres Reyes, Misal de Salzburgo (ca. 1478-1489, Múnich, Bayerische Staatsbibliothek 15708 I, fol. 63r)

Del mismo modo, los sabios que llevaban oro, incienso y mirra se transformarán en reyes en virtud de otro verso de un Salmo: «Los reyes de Tharsis, y de las Islas traerán presentes: los reyes de Saba y de Seba offrecerán dones». (Sal 72:10). En el gran Atlas catalán del siglo XIV, elaborado por nuestro antiguo vecino, el cartógrafo judío mallorquín Jefudà Cresques, los tres reyes cabalgan junto al nombre de Tarsis, revelando a las claras la fuente de los Salmos.


La profecía sobre los regalos se lee también en otros lugares: «Multitud de camellos te cubrirá, pollinos de Madián, y de Epha: todos los de Saba vendrán: oro y encienso traerán, y publicarán alabanças de Iehová» (Is 60: 6). Por esta razón, y no por un prurito de exotismo, vemos a los camellos incluidos ya en las primeras representaciones de los tres magi, ya sea en los sarcófagos o en pinturas posteriores.

Adoración de los magi. Sarcófago de la basílica de Sant’Agnese en Roma. Vaticano, Museo Pio Cristiano, Inv. 31459

Giotto: Adoración de los Reyes. Padova, Cappella Scrovegni, ca. 1305

Bartolo di Fredi: Adoración de los Reyes, 1385. Siena, Pinacoteca Nazionale, quizás originalmente en el Duomo di Siena. Al fondo, en la ciudad de Jerusalén podemos atisbar a una vieja conocida, en la característica iglesia abovedada del Santo Sepulcro


En la puerta de bronce pisana, fundida en 1181, también encontramos la escena de la Natividad. Bonanno Pisano, el maestro de la puerta, ideó la solución original —repetida cinco años después en la puerta de la Catedral de Monreale— de dividir cada escena bíblica en dos cuadros adyacentes. Los cuadros se miran y se responden. Aquí, la escena de la Natividad y la adoración de los pastores a la izquierda se complementa con la de los tres reyes que vienen por la derecha, en cuya  parte inferior —como una nota a pie de página que añade en letra pequeña la interpretación de la Natividad— se concentran la escena del pecado original y la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. «...Adán, el qual es figura del que avía de venir» (Rom 5:14); y también: «Muerte de Eva, vida de María» (San Jerónimo, 22).



La bipartición de las escenas también se corresponde a la separación de las dos fiestas, Navidad y Epifanía, que los primeros cristianos celebraban el mismo día. La razón de esta escisión es que las iglesias latina y griega calcularon el nacimiento de Cristo en días diferentes: los latinos el 25 de diciembre, mientras los griegos el 6 de enero. No fue —como se empezó a sugerir desde el siglo XVIII— porque los cristianos romanos quisieran cristianizar la fiesta pagana del Sol Invictus, ya que ésta, al contrario, la introdujo el emperador Aureliano (270-275) precisamente para repaganizar la fiesta cristiana de la Navidad. Sino más bien porque los calendarios solares latino y griego trasladaron el día de la muerte de Cristo —14 de Nisan en el calendario lunar judío— a días diferentes, y según la tradición bíblica los profetas morían el mismo día en que fueron concebidos. Así, el calendario romano convirtió el 14 de Nisan en el 25 de marzo, que sigue siendo la celebración de la Anunciación, de modo que Jesús tuvo que nacer el 25 de diciembre, mientras que el calendario griego lo convirtió en el 6 de abril, por lo que tuvo que nacer el 6 de enero. En el siglo IV el mundo griego ya había adoptado el calendario romano, y la iglesia griega también celebra la Navidad el 25 de diciembre (que hoy cae en nuestro 7 de enero debido a la diferencia entre los calendarios gregoriano y juliano), pero la tradición preservó la importancia del 6 de enero. Los Tres Reyes siguen así llegando en este día, al igual que Jesús se bautizará este mismo día treinta años después. Y las dos fechas anteriores de Navidad constituyen el marco para la guirnalda festiva de los Doce Días de Navidad.



La escena dividida en dos por Bonanno Pisano simboliza asimismo la unidad de las dos iglesias. De hecho, la puerta de la catedral latina muestra la Natividad según la tradición ortodoxa. A finales del siglo XII, en el último fulgor de Constantinopla, los iconos bizantinos inspiraron el arte italiano, y el primer Renacimiento también los aprovechará en los pinceles de Giotto y Duccio. El modelo utilizado por Bonanno Pisano puede ilustrarse con el icono de la Natividad de la Iglesia de la Dormición de María, en Berat:


El icono del siglo XVI, escrito por Nicola, hijo de Onufri, el más grande pintor de iconos de Epiro, sigue las reglas de la iconografía ortodoxa, y cada parte contiene una referencia teológica. En medio del paisaje rocoso, vemos a Jesús recién nacido en una cueva, envuelto en pañales tal como lo veremos también en otra gruta, envuelto en el sudario, tras morir en la cruz. Es reconocido como su señor por el buey y la mula. Una estrella luce en el cielo sobre el pesebre, su rayo apunta a la Estrella de Jacob que aparece en tierra. Los Tres Reyes, que representan a los paganos, y los pastores llamados por los ángeles, que representan a los judíos, se acercan a Jesús. María, recostada en una luz gloriosa, mira hacia la esquina inferior izquierda, donde crece un pequeño árbol, refiriéndose al árbol de Isaí, la genealogía de Jesús: «Saldrá una vara del tronco de Isaý, y un renuevo retoñecerá de sus raýzes». (Is 11:1) En la parte inferior, dos escenas del evangelio apócrifo de Santiago; dos ejemplos de fe que se sobrepone a toda duda: Salomé, la partera que ayuda en el nacimiento, quien personalmente acredita la virginidad de María, y José tentado por Satán que se le acerca disfrazado de anciano preguntando: «Si la concepción de Jesús fue divina, ¿por qué vino al mundo de manera terrenal?»

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Cada escena de los dos iconos es especificativa. No narra primariamente acontecimientos pasados, sino que visualiza más bien los versos del Antiguo Testamento que formulan la verdad teológica de la Natividad. Las figuras son necesarias para hacer visible, como en un espejo, el significado real de los hechos. Un icono no es una representación en el sentido occidental, sino una ventana hacia la trascendencia.

Las únicas figuras reales, representadas exclusivamente por lo que ellas son en sí mismas, son los corderos y cabras que vagan libres de toda restricción iconográfica por el espacio trascendente del cuadro. Se les da un ardite del evento más grande de la historia universal que los rodea y siguen pastando, mordisqueando la hierba, a lo suyo, como los niños que patinan en los cuadros de Bruegel. Ofrecen una excusa para que el pintor los coloque como relleno decorativo o juegue con ellos como hacían los iluminadores medievales con las pequeñas drôleries de los manuscritos. Pero si pensamos en la octava de las Elegías duinesas –1922 de Rilke que citábamos en una entrada reciente (elegía que es motivo de un intenso comentario en el Parménides de Heidegger –Gesamtausgabe, XLIV), podemos dotarlos también de significado. Son las criaturas, el mundo animal, que no necesitan mediación visual, porque ya ven cara a cara; y al penetrar en el espacio trascendente de la imagen y vagar libremente por ella, también nos incitan a involucrarnos a nosotros, los espectadores, al igual que aquellos niños que miran hacia afuera del cuadro desde las esquinas inferiores de las pinturas renacentistas.

Mit allen Augen sieht die Kreatur
das Offene… Frei von Tod.
Ihn sehen wir allein; das freie Tier
hat seinen Untergang stets hinter sich
und vor sich Gott, und wenn es geht, so gehts
in Ewigkeit, so wie die Brunnen gehen.
Con todos sus ojos el mundo animal
contempla lo Abierto. ... liberado de la muerte.
Vemos solo la muerte; el animal libre tiene su ocaso siempre detrás de sí
y delante a Dios, y cuando avanza, avanza
en la eternidad, como el correr de las fuentes.


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