Se han escrito miles de páginas sobre la peculiar tendencia hispánica hacia lo macabro, la contemplación de la muerte, el sentimiento de fugacidad, el pesimismo y la melancolía. Es cierto en nuestro Barroco, y más aún en buena parte del Barroco andaluz. En nuestros trabajos hemos cubierto varias veces estos asuntos: desde la publicación de un Ars moriendi medieval (Zaragoza: Pablo Hurus, c. 1479-1484, pueden descargarse aquí sus grabados) y el excelente estudio sobre la melancolía barroca de Fernando R. de la Flor, Era melancólica. Figuras del imaginario barroco —ambos en la colección «Medio Maravedí»—, hasta la inclusión del espectacular Espejo de la Muerte de Carlos Bundeto (Amberes: Jorgio Gallet, 1700) en nuestro CD de Emblemas españoles: he aquí el primero y el último de sus 41 grabados.
Viene al caso este recuerdo porque en una rápida visita a Córdoba y Sevilla el pasado fin de semana nos topamos con una última muestra sorprendente de este espíritu. No hablamos de cosas como este epitafio tan seco y explícito que se encuentra en el suelo de la Mezquita de Córdoba. Por la disposición de las lápidas puede deducirse que la tumba del Canónigo don Andrés Henríquez es posterior a la de su hermana, así que esas duras palabras, sin ni un signo de piedad o esperanza cristianas, debió autorizarlas él. Pero es otra la inscriptio que nos llamó la atención. En Sevilla, alguien se molestó en meterse en un resto del foso del Alcázar para estampar allí, en una puerta tapiada de la muralla de difícil acceso aunque bien visible a todos, este emblema tan limpiamente elaborado y lanzar su rotundo mensaje admonitorio a los infinitos transeúntes que pasan desapercibidos y olvidados de su condición mortal. Gracias por el aviso, amigo. Hemos tomado nota y difundimos tu mensaje.
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