Una existencia tan menguada, la de este grabado, que solo una copia original se conserva en la Albertina de Viena. Basta un golpe de vista para ver por igual las similitudes y las diferencias.
Mientras ambos (y también el de Penni,
recordemos) parecen derivar del mismo modelo —cosa explicable teniendo en cuenta que ambos encargos fueron hechos por
Konrad Peutinger, el humanista augsburgués amigo de Durero, que pudo mostrales el mismo esbozo y descripción original enviados desde Lisboa a «los mercaderes de Nuremberg»—, Burgkmair es claramente más naturalista que Durero. Están en postura idéntica y con idénticas proporciones, pero ningún aditamento fantástico parece guiar o alterar la visión de Burgkmair. Mantiene el cepo en las patas, que contribuyó a su muerte en el naufragio; el aspecto de su piel se acerca más al de los rinocerontes indios, con sus arrugas marcadas, que a la armadura colocada por Durero; las señales redondeadas que lo cubren podrían ser, según expertos modernos, síntoma de una inflamación de la piel que afecta realmente a estos animales; e incluso el cuerno sobre su nariz huye aquí de cualquier énfasis feroz. Esta inclinación naturalista acompaña a Burgkmair en todas las comparaciones con Durero, y se hizo evidente en los carros triunfales diseñados por uno y otro para
la monumental
Procesión triunfal de Maximiliano I (1518-1522), por ejemplo, donde Burgkmair se inclina hacia las escenas de aire levemente bufonesco, un poco a lo Brueghel, y es Durero, más apreciado por su estilo elevado que sabe combinar cierto goticismo con todo el refinamiento
quattrocentesco, quien se encarga de representar el carro alegórico del Emperador (vale la pena ampliar las imágenes para apreciar los detalles).
Así pues, era aquella adherencia fantástica, aquella especial y acertadísima estilización imaginaria que implementó Durero lo que quería ver el público, lo que cautivó su fantasía y, en definitiva, le concedió el éxito. La autenticidad de Burgkmair no interesaba. Y ya sabemos que los productos artísticos fruto de la fantasía desbocada describen a veces con mayor exactitud los valores y la esencia profunda de una época de lo que puedan hacerlo los textos costumbristas o las frías descripciones.
Una última bestia de esta estirpe —basada seguramente en el mismo boceto matriz— encontró su lugar al sol en el libro de oraciones del Emperador Maximiliano (1515), conservado en la Bibliothèque Municipal de Besançon. Su autor pudo ser
Albrecht Altdorfer, que también participó en la mencionada
Procesión triunfal. La anatomía de la bestia queda ahora indefinida entre Durero y Burgkmair, y el timidísimo cuernecillo que asoma en su espalda parece querer decirnos que su autor no se acaba de creer que el animal real lo tuviera pero que, ante las dudas, ahí conviene dejarlo.
Finalmente, otro ejemplo aislado de rinoceronte cuya filogénesis es difícil de rastrear habita en la sillería del coro de la iglesia de San Martín, en Minden, Westfalia. La talla es de hacia las mismas fechas, 1520, y más parece, realmente, un hijastro del animal de Burgkmair. Con todo, su figura tiene algo de raro endemismo. Un poco rudo, un poco porcino, desgraciadamente desmochado, exótico y fuera de su ambiente original, habita esta isla de madera entre vides cargadas de fruta:
5.Qué poco se sabía de este animal cuando irrumpió en Europa. Su comportamiento y costumbres se ignoraban por completo. Se conocía muchísimo más, por ejemplo, a animales tan prodigiosos e improbables como el
sucarate o el ave del paraíso, de los que siempre había algún autor dispuesto a divulgar detalles y sacar conclusiones morales (son dos ejemplos un poco posteriores a la época en que nos movemos ahora. Se traen a colación observando con qué autoridad y conocimientos de todo tipo habla de tales animales fabulosos el padre jesuita Juan Eusebio Nieremberg, en su
Historia naturae, maxime peregrinae, Amberes: ex officina plantiniana Balthasaris Moreti, 1635), por no hablar del familiar unicornio y su antigua presencia en los bestiarios medievales. Si queremos una prueba primeriza de esta ignorancia, el dominico Bartolomé de Braganza, Obispo de Vicenza, monta casi enteramente su segundo sermón sobre la Virgen, en 1266, alrededor de la imagen del rinoceronte, comparando las siete propiedades que le atribuye a las de Cristo. Pero lo interesante es que la cuarta de estas propiedades le sirve en realidad para introducir en el sermón comparaciones con cuatro animales más, pues afirma que el rinoceronte tiene el cuerpo como el del caballo, su cabeza parecida a la del ciervo, su cola a la del jabalí, y en el tamaño y las patas es como un elefante (
I Sermones de Beata Virgine, ed. de Laura Gaffuri, Padua: Antenore, 1993, 10-15). Aquí se mezclan las características atribuidas al unicornio y al rinoceronte.
Y todavía en 1613 Jerónimo Cortés se hará eco de esta confusión. Dice:
según escriuen dél Plinio, y Eliano, es animal tan indómito y brauo, que antes se dexa matar que caçar, cuyo cuerpo, segun Solino, es de Cauallo, la cabeça ceruina, los pies de Elefante, y la cola de Puerco. [...] Otros quieren, como Solino, y San Isidoro que el Vnicornio sea el Monoceronte, o Rinoceronte, como se lee en Griego, porque los que an escrito deste animal le atribuyen todas las qualidades, propiedades, y postura del Vnicornio, y assí quieren que todo sea vno: quien quisiere ver argumentos en contra y en pro desto que vamos tratando, lea el libro de la historia de animales terrestres, que doctamente escriuió Francisco Velez de Alcinyega Boticario en la Villa de Madrid, que allí deslinda galana, y subtilmente esta quistión» (Libro y tratado de los animales terrestres y volátiles, con la historia y propiedades dellos, Valencia: Juan Crisóstomo Garriz, 1615 –1ª ed. 1613–, 316-317).
No hemos consultado el aquí aludido
Libro de los qvadrupedes y serpientes terrestres (Madrid: P. Madrigal, 1597) del farmacéutico Vélez de Arciniega pero si vamos a su posterior y muy extensa
Historia de los animales más recebidos en el vso de Medicina: donde se trata para lo que cada vno entero, o parte dél aprouecha, y de la manera de su preparación (Madrid: Imprenta Real, 1613) encontraremos mil y una disquisiciones eruditas en las páginas 37-50 (con un capítulo titulado expresamente «El rinoceronte» en las págs. 47-50) que, realmente, no nos aclaran gran cosa. Tal confusión y excesos quiméricos conducían, como bien se comprende, al vacío iconográfico. El corpus teórico y experimental sobre el rinoceronte era, pues, y siguió siendo durante mucho tiempo, extraordinariamente reducido (y eso que, valga la digresión, los unicornios se encuentran incluso hoy y en lugares tan próximos como Prato, en la Toscana, como comprobará quien quiera ir a
verlo).
Es cierto que el Sultán de Cambay entregó su obsequio con un cuidador, pero éste nada pudo aportar porque, aparte de hablar solo su propio idioma, murió ahogado junto con la bestia. Había pues que remitirse siempre y exclusivamente a Plinio como fuente primera:
En los mesmos juegos de Pompeyo Magno se vio el Rinoceronte: el qual tiene vn cuerno en la nariz, como se ha visto muchas vezes. Este es otro enemigo del elefante, y quando a de pelear se apercibe, aguçando el cuerno en las piedras, y siempre en la pelea acomete a herir por el vientre: el qual sabe, que es de menos resistencia, que las demas partes del cuerpo, por ser aquel cuero mas tierno. Es ygual a el enla grandeza, pero tiene las piernas mucho menores, y es su color como el box. (Traducción de los libros de … la historia natural de los animales, Madrid: Luis Sánchez, págs. 164-165)
Y Plinio solo sabía algo muy marginal o insólito en la vida «real» del rinoceronte: sus forzadas peleas contra los elefantes en el circo. Su descripción nos recuerda verdaderamente aquella otra más famosa que da de los cristianos como unas gentes que iban cantando por todo el imperio mientras los leones los despedazaban. Pero, en cualquier caso, los hombres renacentistas solo podían agarrarse a su autoridad, y a partir de ella, ayudados por el desarrollo de la idea sobre la simpatía y antipatía esencial entre todos los objetos de la creación, que tanto se desarrollaría por entonces, fijaron el tópico de la enemistad natural entre ambos animales (aquí el tratado de referencia es el de Jerónimo Fracastoro,
Liber unus de sympathia et antipathia rerum, Lyon: G. Gazeio, 1530 —con múltiples reediciones—; pero ver también al mencionado J. E. Nieremberg en su
Curiosa y oculta filosofía, Alcalá: María Fernández, 1649, especialmente el capítulo «De la sympatía y antipatía y efectos extraordinarios de la naturaleza», págs. 185-277. Y un interesante emblema sobre este asunto en Ioannes Sambucus,
Emblemata, Amberes: Plantin, 1576, pp. 218-9: «Sympathia rerum»).
La imagen resultante cerca está del puro delirio en el libro de Ambroise Paré, con escenas en múltiples planos donde unos rinocerontes tremendamente armados no saben hacer nada más que perseguir y empitonar elefantes por doquier y durante todos los minutos de su vida. Esta será, en efecto, la única actividad que veremos del rinoceronte cuando no esté retratado en reposo.
Por descontado, lo primero que hizo el rey don Manuel de Portugal al recibir la bestia fue enfrentarla a uno de sus elefantes para comprobar la fuerza de su instinto. Y Fernandes escribe en su carta:
Et quanto dice… se concorda con questo che habbiamo visto et maxime circa alla inimicicia ha con lo helephante perché il di de Santa Trinità essendo lo helepante incluso in cierto circulo apreso al palazo dil Re. Et essendo menato in tal loco lo sopraditto Rhynoceron: Io vidi inmediate che il ditto helephante lebbe vista comincio con furore volgersi hor diqua hor dila fugiendo et aproximandose corente a una finestra ferrata di ferri grossi come il brazo la prese con sui denti et sua probosido cio e narre in guisa di tromba et quella rupe et fracaso.
Quod erat demonstrandum. El resumen de esta científica prueba no pudo dejar de anotarse en la cabecera del grabado de Durero, asentando también ahí, hacia el futuro, otro de los estereotipos, por más que éste se hubiera probado en unas extrañas condiciones de laboratorio.
El Papa León X también quiso poner en acto las palabras de Plinio. Tenía por entonces un elefante muy querido, Hanno, que el mismo rey Don Manuel le había enviado en 1513. Tras el naufragio, recuperaron el cadáver del rinoceronte y, mal disecado y relleno de paja, lo llevaron a la corte papal. León X lo colocó como señuelo en la arena, en frente del elefante. Ignoramos los resultados. Lawrence Norfolk novela el episodio en su
The pope’s rhinoceros (trad. española, Barcelona: Anagrama, 1998) pero en este momento del relato las ratas hacen que el anfiteatro se inunde de agua (ratas: justo el otro animal con el que el elefante mantiene una «antipatía» insuperable en la literatura simbólica de la época) y nos quedamos, también en la ficción, ignorantes del fin.
Ciertamente, una infantil o hasta malsana curiosidad debe subyacer al interés que la lucha entre estos dos pesos pesados ha despertado hasta hoy mismo, como comprobará quien pinche este
vídeo.
Pero la historia de esta imagen o grupo de imágenes no acaba aquí. Todavía nos queda algo por añadir en próximas entradas.