En mi forma temporal, la de cien huesos y nueve orificios, hay también algo que, a falta de una denominación más adecuada, podría llamarse duende volátil, ya que recuerda una tela fina que se frunce y echa a volar elevada por el soplo más suave de viento. Fue precisamente ese algo lo que hace muchos años se puso a escribir poemas, primero solo por diversión, aunque aquella tarea no tardó mucho en llenar toda mi existencia. Tengo que reconocer que ese algo se hundía a menudo en una melancolía tan grande que se sentía decidido a abandonar, mientras otras veces se hinchaba de soberbia lo bastante para complacerse en ilusorios triunfos sobre los demás. Desde que se dedica a la poesía no ha tenido ni un momento de calma, atormentado por toda clase de dudas. Un día en el afán de vivir una vida segura, decidió ponerse al servicio de la corte; otro día, deseando medir el abismo de su ignorancia, intentó convertirse en hombre de ciencia, pero su amor insaciable a la poesía lo salvó de lo uno y de lo otro. Porque de hecho no conoce otro arte que el de componer versos, por lo cual se limita a él con resignación.
Bashō
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