Si uno va rodeando la Catedral de Palma desde el Palacio Episcopal hacia la Puerta del Mar, tendrá que doblar esta esquina. Son los muros exteriores de la Capilla de San Pedro, en la curva que forma el ábside de la iglesia, del lado de la Epístola.
Este lienzo, carcomido por estrechos ventanucos y con la piedra atacada por el salitre, guarda cicatrices de tantos remiendos como el edificio ha ido soportando un siglo tras otro.
Bajo uno de estos pequeños tragaluces cuesta distinguir las jambas y el dintel de una puerta de poca altura, hoy cegada con unos sillares robustos de marés.
Ningún paseante que llegue aquí mirará hacia esta pared. No puede. Los ojos van al espacio abierto del mar o a la fachada del Palacio de la Almudaina que de pronto tendrá ante sí —es por algo que a esta zona se la conoce como «el Mirador»—. Por supuesto, casi nadie recordará la historia de esta puerta tapiada. Un funcionario municipal plantó delante una farola, como si quisiera disimular más su existencia.
Daba acceso exterior a un pequeño aposento adosado al templo, y está así desde 1576 cuando Isabel Zaforteza Gual-Desmur, la joven noble que enseñó a leer y bordar en su casa —en la actual plazuela de Can Tagamanent— a una criada que luego resultaría ser la Beata Catalina Tomás, de quien sería también amiga y confidente durante años, decidió sepultarse en vida.
Isabel era hija de Mateu Zaforteza-Tagamanent, el único hijo de Pere Zaforteza-Tagamanent que sobrevivió a la revuelta de los Agermanats. Nos da los detalles el Cardenal Despuig en su biografía de la Beata Catalina Tomás, y nos cuenta cómo al enviudar de Jordi de Santjoan, caballero noble y procurador real, Isabel eligió aquella estancia de la Catedral para cumplir con su aplazado fervor ascético. Solicitó al cabildo que le dejaran ocuparla y consiguió la autorización tras muchas dudas y deliberaciones —«ut possit se retraere, et caudere intus Ecclessiam Sedis», dicen las Actas Capitulares de 21 de marzo y 7 de abril de 1576—. Isabel debía contar entonces unos cuarenta y cinco años.
Isabel era hija de Mateu Zaforteza-Tagamanent, el único hijo de Pere Zaforteza-Tagamanent que sobrevivió a la revuelta de los Agermanats. Nos da los detalles el Cardenal Despuig en su biografía de la Beata Catalina Tomás, y nos cuenta cómo al enviudar de Jordi de Santjoan, caballero noble y procurador real, Isabel eligió aquella estancia de la Catedral para cumplir con su aplazado fervor ascético. Solicitó al cabildo que le dejaran ocuparla y consiguió la autorización tras muchas dudas y deliberaciones —«ut possit se retraere, et caudere intus Ecclessiam Sedis», dicen las Actas Capitulares de 21 de marzo y 7 de abril de 1576—. Isabel debía contar entonces unos cuarenta y cinco años.
Inmediatamente mandó tapiar todos los vanos a excepción de la pequeña ventana y dos mínimas aspilleras que aún se aprecian casi a ras de suelo por donde le entregaban la comida. Otra pequeña abertura interior daba a la capilla de San Pedro para facilitar la oración y oír misa.
Imaginamos la luz vibrante y el aire azul del mar rompiendo la penumbra y dibujando desde las aspilleras, sobre el suelo y los muros, el paso de las horas. Así durante trece años, al cabo de los cuales fue enterrada en el Convento de Santo Domingo, hoy desaparecido.
«La historia se descompone en imágenes, no en historias»
Walter Benjamin, Libro de los pasajes.
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