Habíamos dejado el coche bajo los árboles, justo pasada la señal que dirige a la iglesia. Unos árboles grandes. Una reja. Piedras.
A la izquierda, una casa desde donde avanza un hombre joven.
– You want to visit the church, maybe. I can open it for you.
Anda algo encorvado, el rostro enrojecido por el calor. Nos da la mano. Un joven en camiseta de un azul desvaído, calzón corto de flores y zapatillas de plástico azul.
– I’m the priest, even if I don’t look like one.
El pueblo de abajo está desierto, ni una cara en las ventanas, ni una sombra, ni una voz, ni un perro que ladre o venga a hacernos zalamerías. Un gato huye al acercarnos. Trenzas de ajos y cebollas oreándose en los porches, cántaras de leche vacías. Varias esquelas pegadas en un poste. Y, como por un repentino sortilegio, dos tractores se cruzan a toda velocidad ante nosotros antes de desaparecer, más allá.
Caminamos detrás del sacerdote. Tenemos que subir unas escaleras, franquear la cancela en el muro de piedra seca, dejar atrás los pinos y los tilos que doblan sus ramas para encubrir lo que debe permanecer oculto. Durante siglos la iglesia de Borač se ha ocultado así al mundo, camuflada por el risco que se alza tras ella, piedra entre otras rocas.
¿Lo cree? Sí, dice, está seguro; había un pueblo allí arriba, una ciudad enorme, y esta iglesia era su catedral. Era una ciudad próspera, una ciudad pujante, como atestiguan los frescos que contiene — arcángeles con armadura, santos de cara adusta, Constantino y Elena mostrando la veracruz, un viejo del Apocalipsis y el Arca de Noé frente a frente, un Cristo Pantocrátor y un Cristo Emanuel a ambos lados de la puerta que separa el pequeño atrio de la capillita, y al final, el iconostasio con unas pinturas naïves.
Pero ¿la ciudad dónde estaba?
— Up there, you see, all these rocks — the city was there.
¿Que si hay ruinas ahí arriba? Duda.
Claro, ruinas, no hay más que ruinas, no se ve nada más. Sí; una vez subió a verlo, cuando llegó aquí.
Nos muestra una pila de rocas, cómo los acantilados recortan en el cielo la silueta de una fortaleza encantada, el deslizamiento de tierras que ha borrado el camino hacia la ciudad muerta; y pienso en todas esas ciudades engullidas por las aguas — la de Ys bajo el mar frente a la costa de Bretaña, Kitezh bajo el lago de Svetloyar, ciudades donde sólo las almas puras pueden oír aún sonar las campanas. Borač, en la Serbia central, una ciudad disuelta en el aire, convertida en roca a fines del siglo XIV, en medio del tumultuoso avance del ejército otomano, mientras toda la zona aledaña era abandonada por la población en fuga.
¿Lo cree así nuestro joven sacerdote, perdido en su desierto?
— The city was up there, see.
Teníamos que partir.
Al sentarnos de nuevo en el coche, una última mirada a nuestro alrededor, y allí, a nuestras espaldas, surge otra ciudad oculta por la hierba crecida. Ni una sola piedra de este cementerio que no se remonte a siglos pasados, ni una tumba que espere a los habitantes del pueblo de abajo, ni una cruz que no esté convirtiéndose ya en acantilado.
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