Es larga la anotación e inacabables los comentarios suscitados por «el último punto y estremo adonde llegó y pudo llegar el inaudito ánimo de don Quijote con la felicemente acabada aventura de los leones» pero, con todo, no encontramos una referencia que quizá fuera de interés añadir, aunque sea en esbozo.
En la conocida anécdota que ocupa el capítulo 17 de la segunda parte (1615), tras la cual don Quijote merecerá el título de Caballero de los Leones, su insensatez es completa al plantarse a pie firme –a portagayola, en lenguaje taurino– ante la jaula abierta de un carro real que transporta dos leones famélicos. Un don Qujiote que acababa de dejar en la mente de don Diego de Miranda la impresión de «discreción y buen discurso» por sus elevadas disquisiciones sobre la poesía, vuelve de pronto a las andadas azuzando contra sí mismo a unas fieras espantosas: leones, las fieras por excelencia. Pero el león macho de la primera jaula, por más que don Quijote le apremia, da media vuelta y se echa de nuevo sin querer salir.
Hay en todo el episodio, desde el primer contacto con el Caballero del Verde Gabán –que le acompañará como testigo involuntario en la aventura– una preocupación fundamental por la historia y la transmisión de los hechos. Cuando don Quijote le dice a don Diego que su historia ya corre publicada, éste reflexiona sobre la veracidad de los textos:
«–Hay mucho que decir –respondió don Quijote–, en razón de si son fingidas o no las historias de los andantes caballeros.
–Pues ¿hay quién dude –respondió el Verde– que no son falsas las tales historias?
–Yo lo dudo –respondió don Quijote–, y quédese esto aquí, que si nuestra jornada dura, espero en Dios de dar a entender a vuesa merced que ha hecho mal en irse con la corriente de los que tienen por cierto que no son verdaderas.»
En cambio, la credulidad de Sancho al oír la relación hiperequilibrada y honestísima del mediocre pasar cotidiano de don Diego, da en reverenciarlo hasta el punto de saltar del rucio y besarle impetuosamente los pies «una y mil veces» tomándolo por «el primer santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida», cosa que provoca la carcajada de don Quijote.
El episodio de los leones, que ocurre a continuación, se pone como paradigma de la elaborada reflexión cervantina acerca de la coexistencia inevitable de versiones narrativas distintas (hay al menos tres), y se destaca la ironía con que trata Cervantes los intentos de controlar la transmisión de la historia, el proceso de transformación de un acontecimiento en leyenda por parte de protagonistas y testigos.
Seguro que Cervantes tuvo en las manos la Leyenda dorada de Jacobo de la Vorágine y allí pudo leer las muy variadas formas de la heroica insensatez suicida de los mártires cristianos, con su obligada construcción legendaria. La de San Ignacio de Antioquía está sorprendentemente próxima a lo que venimos contando.
Ignacio viajaba encerrado por orden de Trajano desde Siria a Roma (es decir, también en un «carro real», situación inversa simétricamente a la de las fieras quijotescas) para ser entregado a la arena del coliseo como pasto de los leones. En una de las siete cartas escritas mientras iba de camino, movido por su deseo de alcanzar la vida eterna, dice:
«Deseo estar cuanto antes a la vista de las fieras y que las suelten contra mí para que me despedacen y disfruten comiendo mis carnes. Cuando me arrojen a la arena, yo mismo las invitaré a que se acerquen y me desgarren; y si ocurriese lo que en otras ocasiones ha sucedido, es decir, si se mostraran tímidas y no acudieran a ensañarse conmigo, las llamaré, las azuzaré y, si fuere menester, pondré mi cabeza en su boca y mi cuerpo en sus garras» (XXXVI).
Y, en efecto, tuvo que ir él hacia los leones que, finalmente, según algunas versiones, casi como un acto de piedad lo ahogaron pero rehusaron devorarlo.
Aparte de otras consideraciones, la lectura del episodio del Quijote al contraluz de este lejano paralelo amplía la definición de un Cervantes incorregiblemente escéptico, sobre todo acerca de la transmisión de la historia.
Y si alguien ya había puesto en relación ambos textos, pedimos perdón por repetirlo aquí y esperamos que se nos señale el lugar que nos pasó por alto.
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