07 abril, 2016

La carne es hierba

Las pocas casas de Öræfi miran hacia esta llanura abierta al mar

La vemos tal como es ahora. Pero también podemos imaginar la iglesia de turba de Hof (Hofskirkja) en la pequeña comunidad de Öræfi —al sur de Islandia—, antaño una simple granja, como lugar de refugio y necesario recogimiento frente a los desolados prados abiertos al mar. Allí enterraban también a sus muertos, bajo una tierra poco amable y después de una vida de trabajo duro. Esta zona estaba casi siempre aislada pues la llanura alrededor, fácilmente inundable, hacía imposible el mantenimiento de ninguna carretera. Las escarpadas rocas a su espalda cerraban y siguen cerrando cualquier paso alternativo. Ahora la circunvalación de Islandia es completa y segura, y de Öræfi se llega en un suspiro a Reykjavik.


El trabajo en la granja de Hof apenas ha cambiado desde que entre 1883 y 1885 se construyó la iglesia actual. Seguramente se levantó sobre otra cuyo registro escrito más antiguo data de 1343. El edificio tal como hoy lo vemos, cubierto por bloques de strengur (secciones de turba de aproximadamente un metro de largo y entre 5 y 10 centímetros de grueso) pertenece al momento en que a lo largo de Islandia se construyeron muchos otros similares. Los pocos que aún permanecen buscan el modo de mantenerse en pie, aunque solo sea como testimonio de un largo pasado. Y, por supuesto, desean integrarse en la industria turística que alimenta a la isla.


Pero parece que el intento de protección como Patrimonio de la UNESCO de estas edificaciones es lo que, paradójicamente, va a acabar con ellas. Sus materiales de construcción son muy lábiles –están vivos– y exigen una atención y renovación rápidas. La política cultural conservacionista de los edificios como si fueran pinturas medievales donde hay que preservar a toda costa la pincelada exacta del autor tal cual fue hecha, ha resultado en que los pocos maestros tradicionales que aún construyen con aquellas técnicas dimitieran de toda colaboración activa, quejándose de que hasta les hacían numerar las piedras para volverlas a colocar exactamente en el mismo lugar después de cada intervención. Para ellos la construcción nunca fue algo que se instalaba de una vez para siempre, sino que nacía como un organismo que debía sobrevivir regenerándose, renovándose por completo si fuera necesario, como la naturaleza revive, explota en esta isla volcánica cada año después del hielo del invierno.


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Hay enteras generaciones de tumbas anónimas, suaves montículos de tierra alrededor de la iglesia. Otras tienen renovadas las cruces, como si las acabaran de colocar, y bien legibles las placas con los nombres y las fechas. Pero también las hay que son realmente recientes. Bajo el frío que congela su superficie durante tantos meses, la tierra de Islandia revive cada año. En todas partes se ve latir la raíz volcánica que sostiene la isla. Qué fácil es recitar en este cementerio la tremenda desmesura sentimental de la uruguaya Juana de Ibarbourou:

Amante: no me lleves, si muero, al camposanto.

A flor de tierra abre mi fosa, junto al riente
alboroto divino de alguna pajarera
o junto a la encantada charla de alguna fuente.

A flor de tierrra, amante. Casi sobre la tierra,
donde el sol me caliente los huesos, y mis ojos,
alargados en tallos, suban a ver de nuevo
la lámpara salvaje de los ocasos rojos.

A flor de tierra, amante. Que el tránsito así sea
más breve. Yo presiento
la lucha de mi carne por volver hacia arriba,
por sentir en sus átomos la frescura del viento.

Yo sé que acaso nunca allá abajo mis manos
podrán estarse quietas.
Que siempre como topos arañarán la tierra
en medio de las sombras estrujadas y prietas.

Arrójame semillas. Yo quiero que se enraícen
en la greda amarilla de mis huesos menguados.
¡Por la parda escalera de las raíces vivas
Yo subiré a mirarte en los lirios morados!




El sol de los cielos se hundió en el nido del océano –  (Iceland’s Folksong Heritage. From the Classic Collection by Bjarni Dorsteinsson)

04 abril, 2016

Domingo de Pascua en Cerdeña


En Oliena, el pistoletazo del domingo de Pascua lo dan, literalmente, los hombres jóvenes del pueblo –y solo recientemente también la mujeres–, nietos y bisnietos de antiguos bandoleros, que desde primeras horas se dedican a disparar sin pausa en lo alto de los tejados. Por allá donde pasamos, plomo, proyectiles y cartuchos caen continuamente sobre nuestras cabezas.


Oliena, El Salvaje Oeste. Grabación de Lloyd Dunn, 27 de marzo de 2016


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Una procesión parte de la iglesia de San Francisco con la estatua de la Virgen y recorrerá las calles de la ciudad vieja en busca de su hijo. Mientras, en la iglesia de la Santa Cruz, entre los tradicionales cantos polifónicos sardos, han decorado la estatua de Cristo Resucitado para también partir luego en procesión desde el portal mayor hasta la plaza principal.


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Volvemos a la iglesia de la Santa Cruz para tomar una foto de la plazoleta vacía. Una joven en delantal dobla la esquina mirando nerviosa atrás y adelante. «¿Ya ha salido el Cristo?» «Hace cinco minutos». «Oh, Madonna. Cada año llego tarde.»


En la plaza del pueblo, sobre un lecho de ramas de romero van acercándose las dos procesiones. Tiene lugar el encuentro, s’incontru, que da el nombre a la fiesta. El Cristo se inclina ante su madre, los hombres sardos ante las mujeres que la llevan. Luego, todos los participantes y el público, todos vestidos con trajes tradicionales, se retiran en doble fila a la iglesia de San Ignacio para el solemne oficio de Pascua. A lo largo de la calle mayor, los bares ya han dispuesto las sillas y las mesas. La gente –y nosotros con ellos– vamos de local en local probando el pastel de almendra que regalan por cortesía. Los amigos se juntan, se forman y se dispersan los grupos girando como bandadas de pájaros de colores en la pajarera laberíntica de las calles del pueblo.


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