Compartimos con muchos la opinión de que uno de los mejores poemas del Siglo de Oro español es la Epístola moral a Fabio de Andrés Fernández de Andrada. Un texto donde cada palabra, cada verso, todo «cayó en su sitio justo», según decía Dámaso Alonso que tan atentamente lo leyó y admiró. Entre estos versos, hay uno con profundas raíces en la tradición. Es el que define al cortesano cuando busca el favor del poderoso adivinando en sus gestos por dónde abordarle mejor. Así, el personaje queda retratado como «augur de los semblantes del privado» (v. 54). Otros han recorrido las formulaciones de esta imagen desde antiguo: pasan por la Aulularia de Plauto (IV, 1: 599), atraviesan el tópico del curialum miseriis medieval, recuerdan el De vita solitaria de Petrarca (I, 3) y alcanzan el menosprecio de corte renacentista...
Nosotros queremos seguir la línea con dos imágenes similares posteriores a la de la Epístola. Una pertenece a Baltasar Gracián, quien repetidamente alude a esta actividad del personaje con el verbo brujulear. Desde el primer capítulo de su primerizo El héroe (1637), donde vemos a los cortesanos convertidos en «tahúres del palacio, sutiles a brujulear el nuevo rey, desvelados a sondarle el fondo, atentos a medirle el valor», pasando por los de El criticón, que confiesan «somos tan tahúres del discurrir que brujuleamos por el semblante lo más delicado del pensar, con solo un ademán tenemos harto», hasta aquellos otros del Oráculo manual (1647) que «siempre están contemplando el rostro de su príncipe y brujuleándole los afectos» (aforismo 210). Ya Covarrubias (1611) había definido el verbo en el ámbito del juego: «los jugadores de naipes, que muy despacio van descubriendo las cartas y por sola la raya antes que pinte el naipe discurren la que puede ser, dicen que miran por brújula y que brujulean».
Y la otra aparición es casi de hoy mismo y demuestra la fuerza de esta imagen del subalterno escrutando para su provecho el rostro del poderoso. Está en el capítulo «Historia de un caballo» de Caballería roja (1926) de Isaak E. Babel y añade un toque grotesco en correspondencia con el mundo roto y hambriento en que se mueve el relato.
Nosotros queremos seguir la línea con dos imágenes similares posteriores a la de la Epístola. Una pertenece a Baltasar Gracián, quien repetidamente alude a esta actividad del personaje con el verbo brujulear. Desde el primer capítulo de su primerizo El héroe (1637), donde vemos a los cortesanos convertidos en «tahúres del palacio, sutiles a brujulear el nuevo rey, desvelados a sondarle el fondo, atentos a medirle el valor», pasando por los de El criticón, que confiesan «somos tan tahúres del discurrir que brujuleamos por el semblante lo más delicado del pensar, con solo un ademán tenemos harto», hasta aquellos otros del Oráculo manual (1647) que «siempre están contemplando el rostro de su príncipe y brujuleándole los afectos» (aforismo 210). Ya Covarrubias (1611) había definido el verbo en el ámbito del juego: «los jugadores de naipes, que muy despacio van descubriendo las cartas y por sola la raya antes que pinte el naipe discurren la que puede ser, dicen que miran por brújula y que brujulean».
Y la otra aparición es casi de hoy mismo y demuestra la fuerza de esta imagen del subalterno escrutando para su provecho el rostro del poderoso. Está en el capítulo «Historia de un caballo» de Caballería roja (1926) de Isaak E. Babel y añade un toque grotesco en correspondencia con el mundo roto y hambriento en que se mueve el relato.
El destituido jefe de división vivía solo, los aduladores de los estados mayores no le conocían ya. Dichos aduladores pescaban gallinas asadas en las sonrisas del jefe del ejército, y con espíritu lacayuno habían vuelto la espalda al célebre jefe de división.
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