Ha llovido desde que vimos en la ciudad de Azul, en medio de la Pampa argentina, un parque de figuras del Quijote formadas con chatarra, cables y hierros retorcidos. La presencia benefactora en aquel lugar de Bartolomé José Ronco (1881-1952), un coleccionista y bibliófilo que ha conseguido con el tiempo que la ciudad sea un punto de referencia mundial para los cervantistas, justificaba aquellas imponentes apariciones de don Quijote y Sancho en sus cabalgaduras y una Dulcinea férrea (subespecie austral de la donna petrosa petrarquista) de talante amenazador. Pero lo más sorprendente para nosotros es que se diera tanta preponderancia en aquel conjunto a la figura del «galgo corredor» que aparece en el primer párrafo de la novela, entre las pertenencias del hidalgo, para nunca más volverse a ver.
Y hoy, en la otra punta del mundo hemos topado por azar, y sin saber quién la plantó ahí, con la figura de otro don Quijote similar, todo hierros y hojalata desafiante, grande como un pino. Nos lo hemos cruzado en lo más profundo del corazón de Georgia, a medio camino entre Kutaisi y Tbilisi. Y también aquí la curiosa compañía de un perro (si no es galgo, será podenco) que nos mira con cierta desconfianza, impasible al lado de su amo, como si guardara un secreto.
Por un momento estamos tentados de pensar si no será uno de aquellos perros que, según Sancho, son metamorfosis de unos malandrines encantadores: los que transformaron primero a Dulcinea en labradora y que ahora, al final de la obra, ponen a la dama a los pies de don Quijote convertida en liebre —y a don Quijote, que ve todo esto como señales funestas, la broma no le hace ninguna gracia (II, 73)—. Qué lejos queda, en estas escenas últimas de la novela, el aposento de don Alonso Quijano lleno de libros obsesivos que prometían aventuras sin fin y donde, como imaginó Saturnino Calleja, el «galgo corredor» se permitía entrar a recordarle a su amo los placeres de la caza, ya para siempre postergados.
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