Después de unos cuántos cálculos y cavilaciones, el científico y escritor alemán Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799) sentenció que había exactamente «sesenta y dos maneras de sostenerse el rostro con la mano y el antebrazo». Hoy en día, el aluvión de estudios iconográficos derivado especialmente de las páginas de Panofsky y sus colaboradores (R. Klibansky, E. Panofsky y F. Saxl, Saturno y la melancolía, obra empezada en 1923 y finalizada en su forma actual en 1964) obliga a que cuando vemos a alguien con la mano en la mejilla, en vivo o en retrato —y desde los sarcófagos egipcios hasta Edvard Munch, o desde Heráclito de Éfeso o la Historia etiópica hasta James Joyce—, determinemos que más allá de cualquier matiz de sus preocupaciones, a tal individuo le aqueja algún grado de melancolía.
Hay muchas otras señales, por supuesto, para detectar humores melancólicos —seguramente leer entera la oceánica Anatomía de la melancolía de Robert Burton (1576-1639) bastaría para que lo diagnostiquen a uno de melancólico incurable— pero el gesto antropológico de la mano en la mejilla ha cuajado como cliché definitorio que no necesita añadidos.
Robert Burton, Anatomía de la melancolía, 1628. Primera ed., 1621.
En la literatura española, los libros de caballerías parecen abundar, curiosamente, en personajes que detienen un momento su peripecia para dejarse ver con la mano en el rostro. Casi siempre serán de condición elevada, claro está, pues la melancolía es afección de espíritus superiores. Por poner algún ejemplo de factura refinada y sentimental, valga la écfrasis de Don Belianís de Grecia:
… en el escudo pintado vn espesso monte y vn cavallero tendido debaxo de vn roble, la mano puesta en la mexilla y recodado sobre el escudo y estava mirando como descuydado al dios de Amor, que encima se mostraua con su arco y flechas, todo estaua tan natural que a quienquiera mouiera a pensar que estuuiesse biuo.
O, en un ámbito algo diferente, esta demostración de que el gesto es universal y manifiesta siempre una imaginación descompuestamente introvertida, que leemos en la Florida del Inca, de Garcilaso Inca de la Vega:
El cavallero indio que con ellos iva por embaxador, aviendo ido hasta entonçes muy alegre y regozijado entreteniendo a los españoles por todo el camino con darles cuenta de lo que se le pedían de las cosas de su tierra y de las comarcanas, empeçó a entristecerse y ponerse imaginativo con la mano en la mexilla. Dava unos sospiros lagos y profundos que los nuestros notaron bien, aunque no le preguntaron la causa de su tristeza por no congojarle más de lo que de suyo lo estaba.
Hay tantos ejemplos. Llega el gesto –cómo no recordarlo– hasta el «Prólogo» del Quijote, con aquellas dudas de Cervantes «en suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla» esperando a ver si alguien le ayuda a explicar a los futuros lectores qué diantres es esa historia que acaba de escribir.
Pero casi por las mismas fechas en que Cervantes estaba ocupado con don Quijote y Sancho, fray Diego de Hojeda daba a la imprenta la Cristiada (publicada en Sevilla en 1611, aunque escrita unos años antes, en Perú). Es un largo —y por momentos inspirado— poema en octavas sobre la pasión de Cristo. En el Canto XI, en la circunstancia más amarga del encarcelamiento previo a la crucifixión vemos este retrato de Cristo sentado:
Estaba con la mano en la mejilla
y con los ojos en la tierra puestos,
y con el diestro codo en la rodilla,
y los pies ordenados y compuestos.
De solo verle así, daba mancilla;
mas los fieros con fieros mil denuestos
de nuevo le afligían desde fuera,
la muerte amenazándole severa.
Al leerlo uno ve inevitablemente el Cristo de la Pequeña Pasión de Durero. Un Cristo atenazado por la melancolía, por un acceso de bilis negra al que debe sobreponerse pero que sus carceleros —en la octava siguiente de Hojeda— buscarán agravar dándole a beber hiel, es decir bilis, en vez de vino o agua —que sería el primer remedio recomendado para aliviar esta afección.
Alberto Durero, La Pequeña Pasión (1509-1511). Madrid. Biblioteca Nacional. Durero eligió esta imagen para encabezar la serie de 36 grabados que componen la obra.
Con todo, si nos fijamos bien, aquí pasa algo raro. Entendemos el gesto melancólico y los ojos clavados en la tierra. Pero desde que leímos esta octava llevo dándole vueltas a qué querrá decir el cuarto verso, referido a los pies de Cristo. ¿Qué significa ese tener los pies «ordenados y compuestos»?
Y miremos ahora los pies del Cristo de Durero. En efecto, la imagen de Durero no es exactamente la misma del Ecce homo descrito por Hojeda, sino la del «Varón de dolores» u «Hombre de aflicción»: una iconografía que no proviene de los Evangelios, sino de Isaías 53, pero que acabó mezclándose con la figura del Ecce Homo. El resultado de esta superposición es poco coherente con el mensaje soteriológico de la resurrección, pues el ataque de melancolía que parece aquejar a este Cristo resucitado no lo integra bien la ortodoxia cristiana. Esta permanencia del dolor, ahora visiblemente manso, casi apacible, un dolor póstumo, ya sin voluntad ni esperanza alguna de que vaya a remitir, hunde al hombre en un nihilismo peor que la muerte. Estos pies atropellados y algo deformes por el tormento recibido centran, de hecho, el núcleo de la composición de Durero. El Cristo resucitado, cuyo estado glorioso se subraya por el nimbo resplandeciente, vuelve a ser por momentos pesadamente terrestre, sentado sobre un sillar macizo y observando sus pies heridos y deformes sobre la tierra, sobre el polvo donde quedará el hombre cuando él suba definitivamente a los Cielos.
Si el beato Juan de Ávila (1500-1569) había alabado a Cristo en la cruz con «…los pies enclavados para esperarnos y para nunca te apartar de nosotros» (Tratado del amor de Dios, en Obras, Madrid, 1759, vol. V, p. 23), ahora desenclavado ha de sentir todo el desamparo que provocará en la tierra su partida. Y quizá hasta la futilidad de su sacrificio.
En el prólogo al último libro de poemas que publicó en vida (Los conjurados, 1985), Borges confesaba que a sus ochenta y tantos años «suelo sentir que soy tierra, cansada tierra». Y en ese mismo libro hay un poema dedicado a la crucifixión cuyo seco primer verso es el más inquietante: «Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra». Resuenan en él los ecos de esta tradición. El crucificado morirá como cualquier hombre –«Cristo en la cruz. Desordenadamente/ piensa en el reino que tal vez lo espera»– y «no le está dado ver la Teología,/ la indescifrable Trinidad, los gnósticos,/ las catedrales, la navaja de Occam,/ la púrpura, la mitra, la liturgia...» El curso posterior de la humanidad, en suma, abandonada a su suerte. Sabemos desde Aristóteles que todo esfuerzo inútil provoca melancolía.
En el prólogo al último libro de poemas que publicó en vida (Los conjurados, 1985), Borges confesaba que a sus ochenta y tantos años «suelo sentir que soy tierra, cansada tierra». Y en ese mismo libro hay un poema dedicado a la crucifixión cuyo seco primer verso es el más inquietante: «Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra». Resuenan en él los ecos de esta tradición. El crucificado morirá como cualquier hombre –«Cristo en la cruz. Desordenadamente/ piensa en el reino que tal vez lo espera»– y «no le está dado ver la Teología,/ la indescifrable Trinidad, los gnósticos,/ las catedrales, la navaja de Occam,/ la púrpura, la mitra, la liturgia...» El curso posterior de la humanidad, en suma, abandonada a su suerte. Sabemos desde Aristóteles que todo esfuerzo inútil provoca melancolía.
Matthias Grünewald, Retablo de Isenheim (1512-1516), detalle del panel central
Por otra parte, volviendo a nuestro Robert Burton, hemos buscado a lo largo y ancho de las páginas de la Anatomía de la melancolía y los pies del melancólico son solo objeto ocasional de tratamiento, bajo el signo básico de la sobriedad y frugalidad horacianas, Epistolas, I, 12:5.
Si ventri bene, si lateri, pedibusque tuis, nil
Divitiae poterunt regales addere majus.
If belly, sides and feet be well at ease,
A prince's treasure can thee no more please.
[No es pobre aquel que tiene lo suficiente. Si tu vientre, costado y pies están bien, ninguna riqueza de los reyes te dará más].
Un ungüento de grasa de lirón (!) aplicado en las plantas de los pies, y otras lociones recogidas por Burton y que aquí consignamos, harán dormir tranquilo al hombre más melancólico y ahuyentarán de él toda pesadilla:
Plantum pedis inungere pinguedine gliris dicunt efficacissimum, et quod vix credi potest, dentes inunctos ex sorditie aurium canis somnum profundum conciliare, &c. Cardan de rerum varietat.
Rulandus cent. 1. cur. 17. cent. 3. cur. 94. prescribes epithems and lotions of the head, with the decoction of flowers of nymphea, violet-leaves, mandrake roots, henbane, white poppy. Herc. de Saxonia, stillicidia, or droppings, &c. Lotions of the feet do much avail of the said herbs: by these means, saith Laurentius, I think you may procure sleep to the most melancholy man in the world. Some use horseleeches behind the ears, and apply opium to the place.
Al hilo de estos remedios narcóticos y de la importancia terapéutica de los pies, cuela Burton, para acabar, esta historia menos sacra.
In the kingdom of Malabar, and about Goa in the East Indies, the women are so subtile that, with a certain drink they give them to drive away cares as they say, [6111] “they will make them sleep for twenty-four hours, or so intoxicate them that they can remember nought of that they saw, done, or heard, and, by washing of their feet, restore them again, and so make their husbands cuckolds to their faces.”
[En el reino de Malabar, y cerca de Goa, en la Indias Orientales, las mujeres son tan astutas que con cierto bebedizo que les dan [a sus maridos] diciendo que ahuyenta las preocupaciones, les hacen dormir por veinticuatro horas o de tal modo los intoxican que nada pueden recordar de lo que ven, hacen u oyen, y, lavando luego sus pies, se recuperan de nuevo, y así les ponen los cuernos en su propia cara.]
Paul Régnard (?), Contracture o «pied-bot hystérique», c. 1880.
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