30 noviembre, 2017

En dolorida soledad


¿Alguna vez le han dolido de verdad, de verdad, las muelas? Entonces sabrá que esta ilustración procedente de un manuscrito otomano, donde todo el cuadro lo ocupa una muela en cuyo interior se agita un infierno de serpientes y diablos en llamas que atormentan más allá de lo imaginable, y abandonada, además, en un insondable universo frío y hostil, no es una ingenua metáfora, sino la representación de la realidad más cruda.


Tantas muelas tenemos como tribulaciones horribles nos acechan. Si uno se arma de valor y repasa los manuscritos médicos y las hojas sueltas ilustradas que se ofrecen en las pequeñas tiendas del bazar de libros de Estambul, cruzará más círculos infernales que Dante.

De este modelo de muela tallada en marfil hay varias fotos en la web sin una fuente de referencia clara. Un sitio aparentemente fiable lo considera una obra del sur de Francia, fechable hacia 1780. La fecha podría ser cierta pero el origen es más probablemente otomano, pues sus modelos manuscritos se ven en el bazar de libros de Estambul.

Pero allí donde la necesidad aprieta, el socorro está más cerca. De hecho, las ilustraciones anteriores obran en manuscritos que, después de hacernos bien patente la gravedad del problema, dan de inmediato remedios y procedimientos preventivos.


La odontología islámica remonta sus orígenes hasta el propio Mahoma, quien enseñó a los creyentes en un hadiz especial a lavarse los dientes al menos dos o tres veces al día. Lo mismo recomienda el gran médico árabe del siglo X Ibn Sina o Avicena, cuyo famoso Al kanun fi al-tibb (El canon de la medicina) instruye sobre el cuidado de los dientes y el tratamiento de las caries, ofrece recetas para aliviar del dolor y expone técnicas para la fijación de prótesis con alambre de oro.


El texto de Avicena era el kanun, la obra de referencia básica para los médicos otomanos. Una de las instituciones indispensables en la ciudad otomana era el hospital, darüşşifa, donde también se realizaban cirugías dentales. Las intervenciones exigían profesionales, y aquellos profesionales dejaban sus conocimientos anotados en manuales para los nuevos dentistas. Los primeros manuscritos médicos otomanos, el Tuhfe-i Mubrizi de Bereket, el Tarvih al-ervah de Ahmadi y el Müntehab al-şifa de Hacı Pasa, datan todos del siglo XIV y se ocupan también de la anatomía y del tratamiento general de los dientes.

En el siglo XV, dos factores importantes contribuyeron al auge de la odontología otomana. Por un lado, el sultán Mehmet II estableció una imponente corte en Constantinopla, que había ocupado en 1453, y atrajo a los médicos más cualificados de alrededor del Imperio. Allí se compuso la primera enciclopedia quirúrgica otomana y, al mismo tiempo, la primera obra médica otomana ilustrada, la Cerrâhiyyetü'l-Hâniyye (Cirugía del Imperio), elaborada en 1465 por el médico jefe Şerefeddin Şabuncuoğlu. Entre sus imágenes se encuentran muchas de cirugía dental.



Por otro lado, la praxis otomana pudo enriquecerse todavía más gracias a los conocimientos que trasladaron a Constantinopla los médicos judíos expulsados ​​de España en 1492. La primera monografía dental otomana fue escrita precisamente por un sefardita, Moses Hamon (Ibn Hamun), en la corte del sultán Solimán. Sus ilustraciones desarrollan con mayor detalle las de Şabuncuoğlu.



Los conocimientos e ilustraciones de Ibn Hamun fueron acumulándose, ampliados y variados luego en diversos manuscritos complementarios, desde el compendio médico de Şemseddîn-i İtâkki, de 1632, que ya incluye copias de las planchas anatómicas renacentistas del De humani corporis fabrica (1543) de Andreas Vesalius, hasta la gran enciclopedia del Marifetname, compilada en 1765 por el doctor sufí Ibrahim Hakkı, culminación y última gran creación de la ciencia médica otomana.


Todo este corpus de literatura manuscrita floreció con numerosas variantes hasta el final del siglo XIX, cuando la medicina europea y la impresión de libros lo fue reemplazando. ¿A cuál de aquellas obras pertenecía la muela solitaria que sufre su pequeño infierno interior en la espantosa soledad del cosmos? No lo sabemos. Estas conmovedoras metáforas del sufrimiento desconsolado ahora se venden sueltas en el bazar de libros de Estambul, arrancadas de siglos de sabiduría médica acumulada. Que quizá aún podría ayudarnos.

16 julio, 2017

Un testigo


«Estamos en 1920. Salamon Tannenbaum toma asiento en la Posada del Emperador de Austria, cuyo nombre cambió hace dos años pero a la que ningún cliente, tampoco Salamon Tannenbaum, llama Posada de los Tres Ciervos, según mandan las ordenanzas municipales. Es más, cuando Salamon lanza su gorra desde un extremo a otro de la habitación y siempre acierta a colgarla en el perchero, exclama: ¡Moni ha llegado a El Emperador de Austria! Y el coro de borrachines allí presentes responde así: ¡Que el buen Dios le otorgue larga vida!»

Miljenko Jergović: Ruta Tannenbaum

En Sarajevo, que —salvo unos años terribles— ha sido respetado por la historia y donde los estratos del tiempo se han acumulado como la hojarasca quieta de un bosque, desde los pequeños cementerios turcos y las cornisas Art Nouveau hasta los edificios cubistas, se encuentra junto al bazar Baščaršija, en la calle Brodac, donde el fundador de la ciudad, Beg Isa Ishaković en 1460 erigió su primer monasterio de derviches, una pequeña planta baja con tres puertas. No se sabe cuánto lleva cerrada. Tal vez sea una de las que Ozren Kebo describe en su Sarajevo za početnike (Sarajevo para principiantes), que trata del asedio de 1992-1996:

«El primer abril en guerra estuvo marcado por un gran éxodo. Los más avisados escaparon atemorizados. Los menos prudentes no supieron reconocer el miedo. La ciudad estaba paralizándose. En Baščaršija dos tiendas aún vendían el burek, comida tradicional, una čevapčiči, y tan solo quedaban dos pastelerías. Cada mañana aparecía una más con un candado en la puerta. Solo habían pasado dos semanas desde que se oyeron los primeros disparos y nadie imaginaba qué clase de hambruna se nos venía encima.»


Esta tienda, sin embargo, no tiene candado. Su persiana solo está medio bajada, quizá no hubo tiempo para más al salir corriendo. Por ello la inscripción oxidada de la cerradura es visible aún con claridad.


“Patent Polivka & Paschka, Budapest”

Ya escribimos sobre la la imperial y real fábrica de persianas Paschka, de la isla de Csepel, al sur de Budapest, cuyos productos todavía se encuentran delimitando la frontera de la antigua Monarquía. Después de cien años de destrucción, se ven en Lemberg y Košice, Bačka y Böhmerwald. Y, como podemos comprobar, también en Bosnia, puesta bajo protección austro-húngara en el Congreso de Berlín de 1878. Pasaron guerras y asedios, ustashas y chetniks vinieron y marcharon pero la marca del cerrajero del emperador de Austria, junto a los habitantes de la ciudad, permanece.


05 julio, 2017

Disolución: Icaro cadde (anche) qui


Pieter Brueghel, el Viejo. La caída de Ícaro (1560, probablemente copia de un original perdido del autor, de 1558). Bruselas, Museo Real de Bellas Artes.

William Carlos Williams: «Landscape with the Fall of Icarus», from Pictures of Brueghel and Other Poems, 1962.

According to Brueghel,
when Icarus fell
It was spring

A farmer was ploughing
his field
the whole pageantry

of the year was
awake tingling
near

the edge of the sea
concerned
with itself

sweating in the sun
that melted
the wings' wax

unsignificantly
off the coast
there was

a splash quite unnoticed
this was
Icarus drowning





Según Brueghel
cuando Ícaro cayó
era primavera

un granjero araba
su campo
todo el ceremonial

del año estaba en
marcha hormigueando
cerca

de la orilla del mar
ocupado
solo de sí

sudando al sol
que fundió
la cera de las alas

no lejos
de la costa
hubo

un chapoteo del todo inadvertido
ese era
Ícaro ahogándose.

03 marzo, 2017

Carnaval en Mamoiada


Los relatos de costumbres populares que leemos en enciclopedias etnográficas o en la descripción que hace el Museo de Máscaras Mediterráneas de Mamoiada sobre su Carnaval trasladan los hechos a una esfera intemporal, ajustándolos al ritmo del eterno retorno. Lo que ayer fue también será mañana, y el desfile de los mamuthones y issohadores de Mamoiada emerge ante nosotros desde la oscuridad de cinco mil años, como si de repente esta fuera nuestra propia edad y volviésemos a verlo por enésima vez sumidos en una corriente impasible que nos atraviesa.

Para ello ocurra es necesaria una disciplina férrea. La descripción normativa regula estrictamente las acciones que deben repetirse año tras año, al menos las que se consideran esenciales para preservar la identidad del rito y de la comunidad que lo celebra. Y por esta razón no da cuenta de las acciones casuales e improvisadas que irrumpen en la actualización anual de la ceremonia. Como, por ejemplo:

• Que los mamuthones y issohadores, mientras bailan por el pueblo, se detienen en cada bar, donde bailan y reciben bebidas gratis a cambio;

• Los aldeanos participan en la fiesta con una gran variedad de disfraces de carnaval, que, desde un punto de vista histórico y simbólico, son absolutamente incompatibles con la tradición milenaria de los mamuthones, pero esto no inquieta a nadie en absoluto;

• Los participantes del desfile abandonan una y otra vez su rol ritual para interactuar con sus familiares y amigos, fortaleciendo así los lazos sociales, toman fotos con sus teléfonos móviles de la otra mascarada milenaria, los kurents invitados de Eslovenia para divertir al pueblo, así como estos también les sacan fotos a ellos, y todos los espectadores a todos los demás y entre sí;

• Y que esta serie de eventos de recorridos múltiples y algo imprevisibles, que se desarrolla, se detiene y luego reinicia durante horas por variados lugares, es única e irrepetible, y solo puede ser experimentada aquí y en persona. Este es el verdadero carnaval de Mamoiada.

En el vuelo a Milán una joven pareja italiana observa cómo arreglo las fotos. «¿De dónde son?» preguntan. «Mamoiada, Cerdeña». «Ahí es donde tenemos que ir el año próximo», deciden.

Mamuthones en el bar. Vídeo de Tibor Nagy



Maria Pittau: Su Beranu (Primavera). Del álbum Raighinas (2004)

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Sangre nueva. Vídeo de Ildikó Fabricius


27 febrero, 2017

Anillos de crecimiento

Gavoi (Cerdeña), s. XV. Iglesia parroquial, Pascua, 2016

Gavoi, Carnaval 2017

24 febrero, 2017

Carnaval en Cerdeña


“Si quieres ver un carnaval, como no hay otro en toda la tierra, ve a Mamoiada, donde comienza en el día de San Antonio, y verás la manada de máscaras de madera, la manada muda y apaciguada, los ancianos derrotados y los jóvenes vencedores, el carnaval triste, el carnaval de las cenizas, nuestra historia cotidiana, una alegría sazonada con bilis y vinagre, la miel amarga.”

Salvatore Cambosu:
Miele amaro (Miel amarga)
En pocos días llegará la Cuaresma. Pero ahora, del Domingo de Carnaval al Martes de Carnaval, estamos en el apogeo de las ancestrales carnestolendas. Y para vivirlas desde las raíces lo mejor es acercarse a algunos pueblos de Cerdeña, muy especialmente en la región montañosa de Barbagia, que culturalmente es una especie de isla dentro de la isla. Allí se encuentra el pueblo de Mamoiada.

Mamoiada es uno de los asentamientos más antiguos de Cerdeña. Aquí al lado, en la doble cueva de Sa Oche e Su Ventu, se ha estudiado uno de los habitáculos humanos más antiguos de la isla, de veinte mil años de antigüedad, y las enormes tumbas excavadas en la roca por debajo el pueblo han estado en uso desde el sexto milenio a.C. En la Edad Media, esta remota y casi inaccesible región montañosa no fue apenas tocada por la Iglesia Católica: a diferencia del resto de Cerdeña, ninguna comunidad monástica se estableció por aquí, y su única iglesia era la pequeña capilla de pastores de san Cosme y san Damián, bastante alejada del pueblo. Así se explica la supervivencia plena de los antiguos ritos de fertilidad del carnaval y el especial saludo a la primavera, hace miles de años comunes a todo el Mediterráneo y hoy solo visibles parcialmente en los pueblos de montaña de los Balcanes.


El Carnaval de Mamoiada comienza al caer la noche del 16 de enero, la víspera de san Antonio, cuando se encienden hogueras y se organizan desfiles de máscaras en todo el Mediterráneo. Los dos tipos de desfiles de Mamoiada son los mamuthones y los issohadores. Los primeros, que encarnan un tipo de animal legendario o fuerza natural, visten una pelliza de oveja negra, cubren el rostro con una máscara de madera y tela también negras y cargan a la espalda veinte a treinta kilos de campanas de cobre –«sa carriga»– con badajos de hueso. Así, un sonido fantasmal acompaña su lenta y rítmica procesión. A estos siguen los segundos con una vestimenta renacentista roja y blanca –o como dicen aquí, «turca»– casi todos con máscaras blancas, un lazo en la mano con el que intentan atraer a los espectadores a la marcha (podría haberlo añadido Mircea Eliade a su estudio sobre la simbología de la ligadura...). La procesión desemboca en la hoguera que arde en la plaza principal, donde a todos los participantes y espectadores se les ofrece un plato tradicional sardo de frijoles con tocino. Y todo el pueblo se une en una danza en ronda –ballu tundu– alrededor del fuego.

Hoy viajamos al Carnaval. De momento solo podemos ilustrar esta breve nota con las imágenes del librito del Museo de Máscaras de Mamoiada. En la noche del Martes de Carnaval, publicaremos nuestras fotos de la fiesta.




Tenores di Bitti: Ballate a ballu tundu (Danza en rondo). Del álbum Ammentos (1996)

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19 febrero, 2017

Domingo por la mañana


Aún no hay nadie en el atrio pero la puerta de la iglesia está abierta. El sacristán reza arrodillado ante el altar de San José. Al poco, algunos aldeanos empiezan a llegar, la mayoría con sus trajes tradicionales, las mujeres se sientan a la derecha, los hombres a la izquierda, según mandan los cánones. Mientras el sacerdote absuelve pecados en el confesionario, cerca de la entrada, los fieles cantan los oficios en su lengua materna. Luego, el sacerdote enciende las velas del altar, suena la campana. Empieza la misa

Esto podría ocurrir en cualquier iglesia de pueblo cualquier domingo por la mañana. Sin embargo, es la escena que llega hasta esta Mesa revuelta recién enviada por nuestros corresponsales en China. Están ahora en el Tíbet histórico, entre montañas de seis mil metros de altura, sobre el curso del río Mekong, en la ciudad de Cizhong (茨中), en el Cedro tibetano (ཊསེ་ཌྲོ). Leed a continuación lo que nos cuentan —y bien vale la pena ampliar las fotos— de su mañana de domingo:

El traje tradicional es azul y rojo, con un turbante rojo para las mujeres y un abrigo de piel de yac y sombrero de ala ancha para los hombres, que no se quitan ni en la iglesia. Hablan en el dialecto tibetano lisu. El texto de los oficios divinos se entona con la melodía de los sutras budistas tibetanos. El sacerdote es chino.


Campanas y cantos tibetanos en Cizhong. Grabación de Lloyd Dunn, febrero de 2017

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La primera parroquia católica del valle la consagraron, en 1867, los padres de la Société des Missions Étrangères de París. Su fundador, el padre Charles Renou, pasó dos años en el monasterio lama de Dongzhulin, disfrazado de comerciante chino, para aprender el idioma antes de comenzar su misión tibetana. La comunidad creció rápidamente, pronto abrazó todo el valle y una segunda iglesia se erigió al sur, en la ciudad de Cigu. En 1904, durante la ocupación británica del Tíbet, los rebeldes tibetanos mataron a todos los europeos, incluidos los monjes franceses, pero la orden pronto enviaría nuevos misioneros. El siguiente golpe lo recibió la comunidad en 1952, cuando el gobierno comunista chino prohibió la religión cristiana, desterró a sus líderes extranjeros y encarceló o mató a los chinos. Los católicos de Cizhong, al igual que otros miles de diversas comunidades cristianas chinas, pasaron a la clandestinidad para celebrar sus reuniones en secreto, en casas particulares, durante treinta años. La prohibición comenzó a relajarse en los años ochenta. En 1982, los fieles recuperaron la iglesia que durante todos esos años se utilizó como escuela primaria. En 1990 la restauraron.

El techo de estilo románico, reconstruido después de la devastación de 1905, se parece más ahora a los templos chinos. Las paredes están decoradas con flores de loto chinas y los plafones de la cubierta con motivos tibetanos. Sólo los frescos de los pasillos, con escenas de la vida de Cristo, fueron destrozados durante la Revolución Cultural. En el altar mayor, un Cristo, y en los dos laterales San José y María, cada uno flanqueado por dos cintas rojas, con filacterias chinas en letras de oro. Dos bandas rojas similares lucen también a la puerta del atrio de la iglesia, al parecer colocadas hace poco, para la fiesta de enero de los Reyes Magos: 一 星 从 空 显示, 三 王 不 约 偕 来 yī xīng cóng kōng xiǎnshì, sān wáng bù yuē xié lái, «una estrella surgió de la nada, tres reyes se juntaron para admirarla». Como si nos estuviera hablando a nosotros, que, habiendo tenido conocimiento de esta extraña estrella, hemos venido a verla desde el lejano Occidente


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Hace tres días que salimos de Lijiang, la ciudad central del norte de Yunnan, siguiendo el curso alto del Yangtsé a través de las majestuosas cadenas de montañas de Hengduan y los pasos fronterizos tibetanos, siguiendo la Ruta del Caballo y del Té por la Meseta de Gyalthang. Aquí estaban los antiguos pastos de los reyes tibetanos, donde las caravanas de té podían sentir que habían superado la peor parte del viaje. También nosotros descansamos aquí por primera vez, en la ciudad de Zhongdian, recientemente rebautizada por el gobierno chino como la mítica Shangri-La para promover el turismo interior. A continuación, otro viaje en autobús de cuatro horas serpenteando por las escarpaduras hasta la ciudad de Deqin, en cuyo dominio las diez cimas blancas de nieve de la cordillera de Meili brillan tornasoladas al atardecer y al amanecer. Desde aquí no hay transporte público, hay que alquilar un taxi siguiendo ritualmente una negociación bien coreografiada, en chino, durante la cual hay que salir del coche airadamente, agarrando el equipaje y sacudiendo la cabeza con indignación, hasta que el conductor mismo te siga por la calle principal proponiendo un precio al fin razonable. El precio razonable es de cuatrocientos yuanes para dos –unos 50 euros–, ida el sábado por la tarde y vuelta el domingo por la tarde al valle de Cizhong, que se encuentra a setenta kilómetros al sur a lo largo del Mekong.


A medida que nos acercamos a la iglesia, los campos de arroz en la vega del río se sustituyen por un espectáculo muy inusual aquí, bajo los Himalayas: viñedo. Las uvas fueron plantadas por los padres franceses y echaron raíces en el valle, protegidas del norte, y se extendieron al sur. Su producto es entregado hoy a la bodega de un comerciante de Hong Kong. Lo encontramos ya en Shaxi como «el vino de los monjes», y se vende en muchos lugares del pueblo.

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Al norte, donde se abre el valle del Mekong, todavía podemos ver las cumbres de las montañas de Meili. Caminamos hacia la iglesia entre casas de madera tibetanas, cobertizos, puertas talladas. En algunas aparece una cruz entre los dragones. Calabash se revuelve entre naranjos muy productivos. Las ancianas de turbante rojo nos devuelven el saludo, nos invitan a comer. Los niños se esconden detrás de las puertas ante la visión de estos demonios de nariz larga. El convento, en su momento fundado para albergar monjas tibetanas enfermeras y maestras, fue más tarde una escuela y ahora está abandonado. Pero la iglesia ha sido muy bien restaurada. El sacerdote chino, que vino de Mongolia Interior, un hombre menudo y sin edad definible, pasea por el cementerio rezando el rosario. –¿A qué hora es la misa de mañana? –A las diez.

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Los fieles llegan a las nueve y media, se reúnen en los escalones de la iglesia. Todos entregan algún billete al sacristán o conserje que está sentado a la puerta. Para el mantenimiento de la iglesia, cinco yuanes, diez yuanes. En euros, de uno a uno y medio. La joven sentada a su lado registra cuidadosamente el nombre de cada donante y la cantidad en un cuadernillo. Un hombre de rostro serio llega con una bolsa grande de cartero, despega los anuncios rojos de la semana anterior que lucen en el interior de la puerta y coloca encima los nuevos. Hay muchos niños, la mayoría cargados a la espalda, otros dos o tres van de la mano: la ley china de un hijo no se aplica a los pueblos minoritarios. Los niños reciben la mayor atención en la iglesia. Se los pasan de mano en mano y son libres de correr y jugar en la parte posterior del templo.

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Solo han pasado unos años desde que el pueblo tiene de nuevo sacerdote. Respeta la ceremonia laica que arraigó en el último medio siglo. Así, la misa dominical prácticamente se duplica. De diez a once, los fieles rezan tal y como hicieron durante los sesenta años pasados sin sacerdote. Cantan el oficio en su lengua materna. Es el momento en que cada uno diga lo que considere importante para la comunidad. El cartero de rostro serio explica en tibetano los anuncios en chino que acaba de colocar en la puerta. La joven de la colecta también se levanta y lee de su cuadernillo cuántos han dado algo por la iglesia. A la entrada de los «huéspedes extranjeros» todo el mundo nos mira y asiente con aprobación. El sacerdote sale del confesionario a las once, enciende las velas del altar y da inicio a la misa «de verdad», esta vez en chino. La iglesia está llena, más de doscientas personas de las seiscientas que pueblan la aldea, de las cuales el 80% son cristianas. Unas chicas jóvenes leen las lecturas, el sacerdote pronuncia un sermón corto y concentrado que se escucha con atención. Antes de la comunión, a la frase de «Que haya paz entre nosotros», se dan la mano según la costumbre china, inclinándose uno frente a otro. Muchos se nos acercan también desde los bancos de los hombres, acogiéndonos con obvio placer en la comunidad. Entonces se forma una larga cola, todos van a comulgar.

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Nos sentamos en la primera fila vacía de la bancada de los hombres para tomar mejores fotos. Los niños se sientan detrás, miran a la cámara. Se la dejamos, cambiamos a la vista en la pantallita y les mostramos cómo hacer zoom. Se la pasan cuidadosamente, la prueban con emoción, enfocando puntos de la iglesia, al sacerdote, a los fieles. La devuelven pidiéndome que les saquemos una foto. Nos dan un apretón de manos manos serio, de adulto.


Acabada la misa vamos hasta el borde de la ciudad para fotografiar los campos de arroz. Un solitario acantilado bordea el camino, con una stupa tibetana que se ha erigido allí recientemente. Subimos hasta ella por los cien empinados escalones. Sólo desde lo alto vemos que tiene un cementerio detrás, un cementerio cristiano. Hasta la Revolución Cultural probablemente hubo una cruz también en el acantilado, luego los budistas tomaron posesión simbólicamente de este importante punto. Pero el cementerio se salvó. Las tumbas tienen cruces, un fénix y un dragón para significar la resurrección y el cielo, inscripciones chinas, solo una tumba decrépita lleva una antigua escritura tibetana. Hace una semana, para celebrar el nuevo año lunar, el pueblo acudió hasta aquí a visitar a sus antepasados, como lo atestigua visiblemente el banquete ofrecido a los muertos según la costumbre china: naranjas, manzanas, plátanos, dulces, semillas de girasol.

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De vuelta del cementerio, vemos al sacerdote sentado ante un portal, hablando con los aldeanos. Cuando nos ve, su rostro se ilumina, viene a saludarnos extendiendo las manos e inclinándose ante nosotros. «Venid más a menudo», dice.


12 febrero, 2017

Un puente sobre el río Heisui


El viejo puente de Shaxi cruza el río Heisui saliendo por la Puerta Oriental. La ciudad aún no existía y el puente ya estaba en pie. Sobre él corría la ruta del té y los caballos desde lago Erhai, en el sur, atravesando los valles de la cordillera de Hengduan, hacia los pasos de montaña del Tíbet. Un antepasado suyo estuvo antes ahí, en el siglo VIII, cuando la dinastía Tang empezó los envíos regulares de té de Yunnan al Tíbet a cambio de caballos. En su forma actual como puente de piedra fue construido bajo la dinastía mongola de Yuan en el siglo XIII, junto a otros miles que buscaban mantener el imperio mongol cohesionado. Marco Polo también pisó estas losas. Más tarde, cuando la dinastía Ming en la década de 1390, después de largas batallas, conquistó Yunnan, último bastión de los mongoles, se intentó reforzar la unidad del imperio mediante la fundación de monasterios budistas. Cerca de la cabeza derecha del puente pero lo suficientemente lejos como para que el río no lo inundase en primavera, construyeron en 1415 el templo de Xingjiao, con un monasterio. Pronto, el mercado semanal de la zona, que tenía lugar en el cerro de Aofeng, en medio del valle de Shaxi, se desplazó hasta allí para acogerse a la defensa espiritual y militar que otorgaba el monasterio. Frente al templo, pues, se organizó el mercado y alrededor del mercado, el casco antiguo de Shaxi, la estación mejor conservada de la ruta del té y los caballos.

Aquel puente que vio como crecía una ciudad a su lado guarda aún cierta distancia aristocrática con los advenedizos. Sigue a doscientos pasos de la Puerta Oriental de la ciudad. En la cabeza más próxima tenía su propia capilla taoísta donde los viajeros, antes de cruzarlo, rezaban por un feliz regreso y hasta quemaban incienso frente a los desgastados leones de piedra del remate de los pretiles. Todavía hoy lo hacen, aunque el tiempo de las caravanas terminó para siempre. La última que enfiló esta vía lo hizo en la década de los 40, antes de que el viejo mundo también desapareciera de Yunnan. Un pequeño murete se levanta justo a la entrada del puente para vedar el paso a caballos y carros. Solo se permite cruzarlo a pie. A veces, en la noche cerrada, cuando el puente duerme se pueden oír relinchos, los golpes de los cascos y el tintineo de las campanillas de cobre.


Caravana de caballos en Shaxi. Grabación de Lloyd Dunn, febrero de 2017