Salí por última vez de Lisboa horas antes del incendio del Chiado. El corazón de Lisboa empezó a arder a solo dos calles de donde estuve viviendo aquel agosto de 1988. Tomé el avión de vuelta a casa la tarde del día 24 y lo primero que vi en la televisión al día siguiente fue todo el barrio en llamas. Vi cómo el fuego se detenía milagrosamente a un paso exacto de la pequeña pensión, llena de madera vieja, que acababa de dejar en la Rua do Ouro y tuve que contener las lágrimas ante aquel desastre. Luego pasaron veinte años y unos meses, y todavía no he vuelto a pisar la ciudad. Quizá el tiempo haya acabado después con aquella pensión. O, al contrario, puede que la remozaran aprovechando el impulso turístico de la Expo del 98, no lo sé. Entre mediados de 1983 y aquel agosto de 1988 había pasado muchas temporadas en Lisboa y llegué a conocerla a fondo. Fue un lugar de libertad y felicidad, callejeo, insomnio, jornadas infinitas en la Biblioteca Nacional y muy poco, poquísimo, dinero. Lisboa ocupa un rincón de mi memoria, con sus olores y sabores muy precisos, el color único del amanecer en una calle sin asfaltar de Almada, las conversaciones con aquella familia de angoleños que buscaban trabajo y con quienes compartía partidas de cartas algunas tardes; todo eso está dentro de mi memoria, Lisboa entera, con su acento intacto y también con mis oídos y mis ojos de entonces, bien abiertos. Me resisto a borrarla sobrescribiéndole la realidad de la ciudad actual. Seguro que la Lisboa de hoy es atractiva, y está modernizada, y desinfectada. Es otra. Yo también soy otro.
Así que no volví a Portugal durante veinte años. Pero en cosa de un mes he ido dos veces. No a Lisboa, sino a Oporto y Coimbra. Del 23 al 25 de octubre las universidades de estas dos ciudades, con la colaboración del Centro Interuniversitário de História da Espiritualidade, organizaron un homenaje a Francisco Manuel de Melo que nació hace justo cuatrocientos años, en noviembre de 1608 (ved el programa). Me sentí de verdad muy agradecido cuando me invitaron a dar una de las ponencias plenarias del congreso. Pensaba que el libro que publiqué en 1991 –Francisco Manuel de Melo (1608-1666). Textos y contextos del Barroco peninsular–, a pesar de una reimpresión en el 2002 no merecía ya el interés que allí, rodeado de especialistas e investigadores que han trabajado sobre este autor (sobre todo José Adriano de Carvalho, Ana Martínez Pereira, Evelina Verdelho, Pedro Serra y Zulmira Santos: gracias especiales a cada uno de ellos), pude comprobar que le otorgaban. Recordé, motivado por sus análisis, hasta qué punto Melo era un escritor de enorme atractivo, situado en el torbellino de todos los conflictos ibéricos –y algunos europeos– durante los cincuenta y ocho años de su vida. El título del congreso no podía ajustarse más al del libro: «D. Francisco Manuel de Melo e o Barroco Peninsular».
Coimbra, donde Fernando R. de la Flor abrió las sesiones del congreso, también estaba en mi recuerdo desde entonces. Había llegado a Oporto en un vuelo directo desde Palma y, después de una noche allá, tomé el tren hacia la vega del Mondego. Llegué a la hora de comer y poco antes de entrar en la plaza de la Catedral, me metí en un restaurante en el que no vi turistas. Desde mi mesa, mirando hacia la puerta flanqueada por unos azulejos con «mulheres vindo do mercado» cargadas con cestos de frutas, veía subir jadeando por la empinada Rua de Quebra-Costas a estudiantes cargados con sus cuadernos y libros. El arroz con pato del menú del día estaba bueno por más que lo habían recalentado demasiadas veces. Era la tarde previa al inicio del congreso y pude hacer estas fotos dando una vuelta.
La ciudad está muy renovada respecto al aire algo decrépito que le recordaba. La vida universitaria y el ambiente estudiantil también han cambiado. Antes no se oía esa cantidad de idiomas diferentes en la calle. Europa, montada en el tren del programa Erasmus, ha alcanzado también a este finisterrae. Lo rancio característico, en mi recuerdo, de aquellas calles colegiales en los años ochenta ha sido obviamente sustituido por la misma industria turístico-universitaria que penetra toda la educación superior del Continente. Orden y progreso. Y globalización: al salir de la Catedral, la gitana, con una falda de terciopelo azul como de Blancanieves de Walt Disney y un niño desmayado en los brazos, era rumana, y muy malhumorada. No vi ni a uno solo de aquellos sobrios gitanos portugueses. Ubi sunt?
Así que no volví a Portugal durante veinte años. Pero en cosa de un mes he ido dos veces. No a Lisboa, sino a Oporto y Coimbra. Del 23 al 25 de octubre las universidades de estas dos ciudades, con la colaboración del Centro Interuniversitário de História da Espiritualidade, organizaron un homenaje a Francisco Manuel de Melo que nació hace justo cuatrocientos años, en noviembre de 1608 (ved el programa). Me sentí de verdad muy agradecido cuando me invitaron a dar una de las ponencias plenarias del congreso. Pensaba que el libro que publiqué en 1991 –Francisco Manuel de Melo (1608-1666). Textos y contextos del Barroco peninsular–, a pesar de una reimpresión en el 2002 no merecía ya el interés que allí, rodeado de especialistas e investigadores que han trabajado sobre este autor (sobre todo José Adriano de Carvalho, Ana Martínez Pereira, Evelina Verdelho, Pedro Serra y Zulmira Santos: gracias especiales a cada uno de ellos), pude comprobar que le otorgaban. Recordé, motivado por sus análisis, hasta qué punto Melo era un escritor de enorme atractivo, situado en el torbellino de todos los conflictos ibéricos –y algunos europeos– durante los cincuenta y ocho años de su vida. El título del congreso no podía ajustarse más al del libro: «D. Francisco Manuel de Melo e o Barroco Peninsular».
Coimbra, donde Fernando R. de la Flor abrió las sesiones del congreso, también estaba en mi recuerdo desde entonces. Había llegado a Oporto en un vuelo directo desde Palma y, después de una noche allá, tomé el tren hacia la vega del Mondego. Llegué a la hora de comer y poco antes de entrar en la plaza de la Catedral, me metí en un restaurante en el que no vi turistas. Desde mi mesa, mirando hacia la puerta flanqueada por unos azulejos con «mulheres vindo do mercado» cargadas con cestos de frutas, veía subir jadeando por la empinada Rua de Quebra-Costas a estudiantes cargados con sus cuadernos y libros. El arroz con pato del menú del día estaba bueno por más que lo habían recalentado demasiadas veces. Era la tarde previa al inicio del congreso y pude hacer estas fotos dando una vuelta.
La ciudad está muy renovada respecto al aire algo decrépito que le recordaba. La vida universitaria y el ambiente estudiantil también han cambiado. Antes no se oía esa cantidad de idiomas diferentes en la calle. Europa, montada en el tren del programa Erasmus, ha alcanzado también a este finisterrae. Lo rancio característico, en mi recuerdo, de aquellas calles colegiales en los años ochenta ha sido obviamente sustituido por la misma industria turístico-universitaria que penetra toda la educación superior del Continente. Orden y progreso. Y globalización: al salir de la Catedral, la gitana, con una falda de terciopelo azul como de Blancanieves de Walt Disney y un niño desmayado en los brazos, era rumana, y muy malhumorada. No vi ni a uno solo de aquellos sobrios gitanos portugueses. Ubi sunt?
1 comentario:
¿Se puede encontrar alguna obra de Melo actualmente, al margen de La historia de la separación y guerra de Cataluña (en castellano, me refiero)?
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