Las fotos de Ryszard Kapuściński son mucho menos famosas que sus textos. Apenas ninguna de las que hemos visto manifiesta un especial impulso artístico ni grandes preocupaciones formales. Se limitan a captar el instante con un propósito claro: «Ved. Esto es lo que ahora hay ante mis ojos». Se revela en ellas el azar del camino, pero, a la vez, están dotadas de una obvia densidad histórica. El tiempo se mueve dentro de ellas, incluyen un antes y un después e intentan borrar el ojo en favor del objeto. Los retratos, por su parte, buscan la epifanía del personaje, enmarcarlo en su contexto básico. Obviamente, la densidad de cualquier fotografía está, a partes iguales, en la mirada y en el objeto. En los retratos africanos de Kapuściński hay una constante que nos llama la atención. Los rostros de la gente que retrata dibujan normalmente una sonrisa. A veces es una risa franca, pero siempre aparece, al menos, un gesto de abierta connivencia con el fotógrafo. En esa sonrisa, más que en su pericia técnica o sus manipulaciones formales, vemos reflejado al fotógrafo. Alguien que dialoga.
La pregunta es: ¿sonreirían igual si fueran, como él, hombres blancos, y el paisaje al fondo fuera, digamos, Varsovia, Berlín, París?
Los tipos con gorra de plato, guerrera y tahalí cruzado siempre sonríen de otro modo.
Dibujo del escritor polaco Sławomir Mrożek
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