12 julio, 2010

La Calatrava

Hoy es el aniversario del fallecimiento de Erasmo de Rotterdam. Después de la muerte de Tomás Moro, que tanto le afectó, Erasmo volvió desde Friburgo a la ciudad de Basilea, con la que mantenía un tensa relación de amor y odio: la Basilea del impresor Froben que le había entregado en 1521 una mansión para que pudiera escribir a sus anchas, y a la vez la Basilea de los alborotos y algaradas protestantes en las calles, que le obligaron a marchar en 1529. Volvió en 1535 para morir allí al poco tiempo, un doce de julio, como hoy, de 1536.

En su combate contra la superstición, Erasmo denunció las supuestas virtudes preventivas o apotropaicas de las imágenes. Por ello menciona  especialmente a San Cristóbal en el Elogio de la locura. Según era tradición muy extendida por toda Europa, la sola vista de una imagen del santo tenía poder para preservar durante todo un día de la muerte súbita o «mala muerte». Erasmo se burlaba de eso:
«...Y este ingenio fabulador no solo sirve para matar el aburrimiento de las horas, sino que lo aprovechan en su propio beneficio, sobre todo los curas y predicadores. Primos de éstos son los que tienen la estúpida, pero agradable, persuasión de que si logran ver una estatua o un cuadro de San Cristóbal, gigante como Polifemo, ese día no morirán...» (Elogio de la locura, 40)
Entre la abundante iconografía de San Cristóbal, la más curiosa —procedente del cristianismo oriental— es esta que vemos arriba y que lo representa como cinocéfalo. Nos informa Louis Réau, en la Iconografía del arte cristiano, de que la imagen deriva de los Hechos gnósticos de San Bartolomé (compuestos en el siglo VI). Podría tener también cierta contaminación del dios Anubis egipcio.

 Las fiestas de mi barrio han sido este fin de semana. Y es justamente San Cristóbal quien les da amparo. El barrio de La Calatrava de Palma intenta revivir tiempos mejores, como lo fueron a fines de los años 70 y principios de los 80, cuando un aire de libertad radical, de mezcla cultural e ideológica y de alegría verdaderamente callejera impregnaba estas esquinas como en pocos sitios de España.

Hace unos meses Jaume Franquesa publicó un libro que es una radiografía profunda del cambio provocado por la especulación y por la necesidad de orden que conllevan las operaciones inmobiliarias en el corazón antiguo de Palma: Sa Calatrava mon amour. Etnografia d'un barri atrapat en la geografia del capital (Documenta Balear). Un libro inteligente porque ha sabido meterse dentro de las casas, hablar con las familias, buscar los testimonios de los vecinos, revelar sus sentimientos y desentrañar sus contradicciones, huyendo de cualquier tentación simplificadora.

La gente que aparece en estas páginas ha vivido una transformación completa del barrio. Han peleado por sus ideas, han discutido entre ellos y con las autoridades políticas y los poderes económicos pero, por encima de todo, consiguieron hacer durante años una auténtica filosofía de la fiesta y de la vida en la calle. Hoy el barrio es silencioso y algo apático.

Uno de los actos tradicionales de las fiestas de San Cristóbal consiste en sacar ante la puerta de la iglesia de Santa Fe, a la entrada del barrio, una reliquia suya que curó una epidemia de peste.



Casi todos los coches —pocos— que entran se paran a recibir la bendición. Con ella se entrega una estampa de San Cristóbal y se deja una limosna a cambio.
Dentro de la iglesia, San Cristobalón. Tan grande es que utiliza una palmera para apoyarse. Jesús, para probarle que era a él a quien había ayudado a cruzar el río, le dijo que clavara en tierra su cayado. Al punto se transformó en una palmera cargada de dátiles.

Seguramente Erasmo también tendría una relación de amor y odio con La Calatrava.

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