Desde Omalo, el pueblo central de Tusheti, hay dos horas a caballo hasta Shenako. El camino serpentea primero bajando en picado hacia el valle del río Pirikita Alazani para luego, cruzando el puente –momento en que hay que desmontar y llevar el caballo de la brida para evitar que los tablones podridos de la plataforma le asusten–, subir abruptamente de nuevo hacia el castillo de Diklo, en la frontera con Daguestán.
Al acercarnos a Shenako, un antiguo cementerio nos contempla desde la ladera derecha de la colina. Sus lápidas son meros bloques de piedra sin inscripción, montículos rectangulares de lascas de pizarra, o una sola losa irregular clavada verticalmente en el suelo. Solo una placa de hojalata en el túmulo de Sara Chvchitidze luce una fecha: 1900-1983. Hace mucho que no se entierra a nadie aquí. Desde que todos los habitantes del pueblo salvo dos familias se trasladaron poco a poco al pie del Gran Cáucaso, a la llanura de Alazani a setenta kilómetros de distancia, desde la década de 1970 no hay constancia de más entierros. En las lindes del cementerio hay algunos khatis, mojones cuadrados, bajos, de pizarra coronados con cuernos de carneros sacrificados expresamente para este fin. Tienen una abertura lateral donde solían encender velas. No para la memoria de los muertos o por su salvación, como en la iglesia, sino en ofrenda a los espíritus que protegen el cementerio.
Mirando hacia abajo a la izquierda, bordean el valle las ruinas o los cimientos desnudos de casas destruidas. El pueblo de Shenako una vez estuvo ahí, en el valle fértil, junto al arroyo, pero durante la guerra centenaria entre Tusheti y Daguestán las tropas invasoras Lezg lo arrasaron. Eran los principios del siglo XIX. Durante las décadas inmóviles del socialismo, en dirección a Omalo, de donde venimos, se erigieron nuevas casas baratas o de fin de semana sobre esos antiguos cimientos. Pero en la parte hacia la frontera con Daguestán solo vemos los basamentos desnudos. Si continuamos otros dos kilómetros hacia el sureste, en lo alto del río –que al pasar la confluencia de los dos brazos del Alazani ya lleva el nombre daguestaní de Andis Koisu, y que, al salir hacia la llanura de Daguestán abre una puerta ideal para los invasores musulmanes– se encuentran las ruinas de las torres de vigilancia del destruido pueblo de Ageurta, desde donde se oteaba el camino paralelo al curso fluvial.
El nuevo pueblo fue construido en una colina mejor defendida. Después de una curva se alza repentinamente ante nosotros, con casas de techo de pizarra retrepando la ladera y una iglesia georgiana de torre con cúpula en su punto más alto, como un pueblecito italiano de montaña. Las paredes de las casas también son de pizarra, con gruesas vigas de madera capaces de sostener el pesado techo. Una balconada de madera recorre toda la longitud del edificio por su lado más largo, con barandillas y frisos cuidadosamente tallados.
La iglesia en lo alto de la colina, en un prado rodeado de casas, es el único edificio cristiano activo en Tusheti. Solo hay otra iglesia en toda la región, en el pueblo medieval de Dartlo fundado en el siglo XII. Está en ruinas y acoge ahora ceremonias de culto precristiano. En los valles aislados del norte de Georgia siguen vivas muchas costumbres de la religión precristiana del país. La fragilidad del gobierno central georgiano y las ocupaciones persa y turca no hicieron posible la llegada de sacerdotes durante unos seiscientos años, salvando así la pervivencia secular de la religión propia. Esos cultos se fueron fusionando con las tradiciones cristianas, sus dioses adoptaron los nombres de los santos y todavía se practican hoy en paralelo con el cristianismo, de manera sincrética y tolerada por la Iglesia Ortodoxa. En Svaneti, como ya hemos contado, es común ver en los días festivos a un sacerdote celebrando la liturgia cristiana en la iglesia, mientras el chamán local llama a la intercesión de los espíritus en el vestíbulo sur o en la misma puerta del templo. Aquí en Shenako, en lo alto de una pequeña colina detrás de la iglesia, hay un pradillo para los ritos no cristianos. En primer plano se encuentra un khati de un metro de altura hecho de pizarra. Seguramente la iglesia misma fue levantada aquí en 1834 para contrarrestar ese antiguo terreno sagrado, cuando la iglesia estatal rusa buscaba extender su control sobre los territorios paganos. Con la ocupación bolchevique en 1920 la iglesia se fue deteriorando pero el prado sagrado siguió activo sin interrupción. Solo a principios de la década de 2000 la restauraron y decoraron con frescos ortodoxos tradicionales, obra de un pintor local, el hijo de Garsevan Kurgelaidze, un gran explorador georgiano de la Antártida, que vivía aquí.
Calcetines de lana de colores, gruesos chalecos de lana y joyas tradicionales cuelgan de las cuerdas tendidas a lo largo de la fachada de la vieja casa que está frente a la iglesia. El cartel del porche anuncia cerveza fría y té caliente. Entramos. La anfitriona habla un hermoso ruso. «Sepan que ustedes son los primeros huéspedes húngaros que llegan a mi casa. Dios los ha encaminado». Sirve la cerveza y se sienta con nosotros. Al principio curiosea sobre cómo ha cambiado nuestro país desde el comunismo, pero cuando ve que no vamos mejor que ellos cambia a un tema más agradable y empieza a hablar de los espíritus.
Cuenta que en Tusheti hay espíritus que se sientan de noche sobre el pecho o el cuello de la gente para chuparles la fuerza vital e incluso asfixiarlas. Pero si consigues fingir que estás dormido, para no espantarlo, y logras cortarle una uña, entonces harás que ese espíritu te obedezca de por vida. La uña debe conservarse en la funda del cuchillo que se lleva al cinto, esto ata al espíritu a su dueño por siempre jamás.
Una vez un espíritu se sentó sobre el pecho de su hija. La niña gritó desesperadamente desde la otra habitación diciendo que el espíritu se le había puesto encima y suplicando qué debía hacer. En aquella ocasión la solución no fue cortarle la uña sino cantar. Al hacerlo el espíritu ve que su víctima no duerme y se marcha.
Los espíritus tienen una cabellera larga y blanca que reluce en la oscuridad. Hace cosa de un siglo una niña de Shenako fue capaz de poner en fuga ella sola a toda una banda de invasores daguestaníes. Trabajaba en el campo cerca de una de las torres de vigilancia cuando advirtió que unos jinetes cabalgaban hacia ella desde el valle. Corrió hasta la terraza de la torre e hizo ondear al viento su hermosa melena rubia. Los ladrones Lezg se aterrorizaron tanto que dieron la vuelta por donde habían venido. «Esta mujer era la bisabuela de mi marido», añade para certificarlo.
Los espíritus solo suelen manifestarse a través de su influjo. Por ejemplo, el prado sagrado que hay detrás de la iglesia irradia sin cesar su magnetismo a los hombres que se acercan. Pero solo a los hombres. Las mujeres no pueden ni entrar en el recinto a riesgo de destruir la fuente del poder.
“Prohibido el paso a las mujeres” Advertencia en la valla de un campo sagrado de otro pueblo de Tush, Dartlo. El campo ahora engloba las ruinas de una iglesia cristiana del s. XII
Cuando amenaza tormenta –continúa– los hombres acuden al campo sagrado, donde piden a los espíritus que les protejan de cualquier calamidad. Pero también van a pedir que llueva en tiempo de sequía. Ambas plegarias suelen funcionar perfectamente. Nos cuenta todo esto con una fe tan fervorosa y clara como nuestras gentes del pueblo enumeran los milagros de este o aquel santo, o los devotos de las teorías conspirativas exponen sus presuntas evidencias. «Creo que entre ustedes todas estas cosas ya no existen. En Europa este conocimiento se ha perdido. Pero aquí con nosotros, especialmente en los valles del norte, Tusheti, Khevsureti, Svaneti, todavía se sabe y se aplica». Me pregunto por cuánto tiempo más. Cuando Georges Charachidzé escribió su opus magnum Le système religieux de la Géorgie païenne, en 1968, aún pudo atesorar ejemplos de la vida cotidiana en Tusheti y Khevsureti. Sin embargo, los habitantes de estos dos valles ya se han trasladado en gran medida al pie de las montañas y la memoria de la sacralidad y los cultos asociados con el paisaje naturalmente se esfuma. En Svaneti aún hay gente que los practica in situ. Por eso trato de registrarlos y darlos a conocer, mientras todavía estén allí, mientras todavía alienten y pueda verlos y oírlos en la voz de los mayores.
Podríamos preguntarnos si estas personas son cristianas o paganas. Pero no se lo preguntéis a los lugareños. Se consideran cristianos, por supuesto, ya que creen en el Dios cristiano, respetan los iconos y al patriarca, realizan los rituales prescritos, por ejemplo, santiguarse frente a las iglesias, acuden a la liturgia los días festivos... Pero así como cuando un animal está enfermo no solo rezan por su curación, sino que también recurren a un veterinario o una curandera, consideran el mundo de los espíritus como un «campo de especialización» similar cuyo experto autorizado maneja los problemas relacionados del mismo modo profesional. Además, los espíritus suelen llevar nombres cristianos de santos o ángeles, lo que legitima convocarlos para pedir su ayuda. Y la Iglesia Ortodoxa lo acepta tácitamente en aras de la aculturación.
«¿Has visto Mimino?», cambia de tema. Es la comedia soviética georgiana más popular (Georgi Danieliya, 1977), de la que escribí ya algo. Comienza en Tusheti y su protagonista es el piloto del helicóptero que vuela aquí regularmente desde Kakheti. Al principio vemos el helicóptero sobre el paso de Abano hacia Tusheti, vuela cerca del castillo de Omalo, de donde partimos esta mañana a caballo, va hacia Shenako, llega a la iglesia y gira sobre el campo sagrado de modo que incluso se pueden ver los pequeños khatis, y finalmente aterriza en el prado de abajo del pueblo.
«Por supuesto que la hemos visto», le respondo para su sorpresa, ya que somos extranjeros. «Las escenas tushetianas de la película –continúa– se filmaron en varios lugares, pero hay dos, donde el niño está aprendiendo ruso y donde el padre del piloto anima a su hijo, que se rodaron aquí mismo, en Shenako. Si quieren les mostraré dónde». Acepto contento. Sé bien de qué se trata, y he hablado tanto a mis compañeros de esta película que no podrán dejar de verla después del viaje. No tenemos que andar mucho. Llegamos en un minuto recorriendo los estrechos pasajes entre las casas. Es un viejo edificio con porche, deshabitado hoy pero todavía en buen estado. Ojalá los propietarios regresen en verano, o que encuentre un nuevo dueño que la cuide.
Seguimos el sendero de vuelta. Las cunetas van cargadas de flores como todos los campos de Tusheti. La mujer nos advierte de que avancemos sin salirnos del camino, que vayamos con cuidado de no pisar las flores porque también en ellas habitan los espíritus.
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