Estamos a bordo del barco que conduce a la isla Agilkia, donde, a causa de la construcción de la Presa Alta, trasladaron, entre 1972 y 1980, todo el complejo sagrado de la isla de Philae, con el gran templo de Isis. Desde el s. VII a. C. se documenta aquí el culto a esta diosa, esposa de Osiris y madre de Horus. Los cristianos lo transformaron también en un lugar de culto especialmente venerado. Uno de los puntos de mayor densidad religiosa e histórica de Egipto.
Quizá por haber nacido y vivido siempre en una isla del Mediterráneo, se nos hace extraño navegar en medio de Africa hacia una isla, en un río que está rodeado, a su vez, de un desierto oceánico, por más que el río sea el Nilo y hayamos estudiado tanto el lugar al que vamos. Para un insular, su isla es tierra firme, la verdadera y única tierra firme. Nos preguntamos si alguien que haya nacido y vivido siempre aqui, uno de Agilkia o Philae, si los hubiera, experimentaría ese mismo fenómeno aun con mas fuerza. Predrag Matvejević (El Mediterráneo y Europa) escribió que había que distinguir entre insulares e insulados. Estos últimos pertenecen en cuerpo y alma a su isla, disfrutan de ella o sufren por su causa más que los otros. Nosotros nos confesamos unos insulados de tomo y lomo. No es algo de lo que sentirse muy feliz —no solo por cómo nos duele asistir día a día a la destrucción cruda, ostensible, de todo aquello, tan frágil, que define a nuestra isla, también porque provoca un carácter un tanto, digamos, especial del que no nos enorgullecemos. Lawrence Durrell cuenta haberse topado en un tratado antiguo con una descripción de la enfermedad de la islomanía o insulomanía: «La islomanía esta descrita como una dolencia espiritual rara y desconocida. Hay personas para quienes las islas resultan en cierto modo irresistibles; los conocimientos que reúnen sobre una de ellas, sobre ese pequeño mundo cerrado y rodeado de agua, los llena de una embriaguez inexpresable. Esos nacidos insulómanos serían los descendientes directos de la Atlántida y su subconsciente aspiraría ardientemente a la vida insular» (Reflexiones sobre una Venus marina). Sin duda, si nos hubiéramos criado en una imponente isla sagrada como esta, conectada en lo mas hondo con las raíces de nuestra civilización, a pesar de estar en medio de la corriente del río —que no aísla sino conduce— seríamos unos insulados todavía más insoportables.
Un pasajero del barco a Philae, en una fotografía de Reginald St. Alban Heathcote
tomada entre 1922-1933.
tomada entre 1922-1933.
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