22 junio, 2011

En un mar de palabras



En el prefacio del primer Atlas europeo, el de Gerardo Mercator (1512-1594), cuyo autor nunca llegó a ver completamente impreso, se lee una advertencia tomada —sin mencionarlo— de San Isidoro: «El Mediterráneo tiene varios nombres según los países cuyas costas bordea» (Isidoro, Etimologiae, XIII, xv, 5: «Sicut autem terra dum una sit, pro diversis locis variis appellatur vocabulis, ita et pro regionibus hoc mare magnum diversis nominibus nuncupatur»). En efecto, sumerios y egipcios lo llamaban el Mar Superior pues lo veían hacia la parte donde el sol más se eleva en el verano. Por eso, cuando Herodoto visita Egipto se contagia y habla del Mediterráneo como Mar del Norte, boreia thalassa (IV, 42). Para la Biblia es el Mar Grande pero también el Mar Occidental y el Mar de Palestina. Homero lo nombra sin ningún especificativo en la Odisea, solo es «el mar», pero en cambio en la Ilíada hay dos mares, el de Tracia y el de Icaria. Los fenicios, que lo surcaron de lado a lado, lo llamaban el Mar Mayor. Tucídides lo denomina Mar Helénico; para Platón es «el mar que tenemos cerca», «el mar que está junto a nosotros». San Isidoro de Sevilla le llama también por su tamaño, el Mare Magnum, pero fue él quien acabó de consolidar esa opción, filológicamente extraña, de mar mediterráneo, que Cicerón nunca habría aceptado pues para él, en puridad, el adjetivo mediterraneum solo podía aplicarse a lo que está en medio de la tierra, sí, pero tierra adentro; y así lo explica el mismo Nebrija en sus Introductiones Latinae (1495): «Lo que popularmente se llama Mediterráneo, los latinos denominan 'Mar Nuestro o de Hércules', si bien 'mediterráneos' son fundamentalmente lugares alejados del mar, como si dijeses "Toledo es una ciudad mediterránea"». El Mar Blanco, lo llama Ibn Khaldun, al-bahr-al-abyad, y el mismo nombre utilizaron los turcos… El mar blanco, porque este es el color que define el oeste, mientras que el color rojo, el del Mar Rojo, el del Mar Eritreo, pasó a quedar fijado como el color distintivo de Oriente. El mar, como recuerda Predrag Matvejević «cambia de género de un litoral a otro: neutro en latín o en las lenguas eslavas, es masculino en italiano, femenino en francés, a veces masculino y a veces femenino en español. Posee dos nombres masculinos en árabe y en copto. El griego, en sus múltiples denominaciones, compuestas o superpuestas, le presta todos los géneros…» (El Mediterráneo y Europa, Valencia: Pre-Textos, 2006, p. 29).


 Solo queremos dejar apuntado ahora un ejemplo concreto de estas vacilaciones humanas a la hora de nombrar las cosas. Al más grande escritor de las letras españolas todos le conocen como «El manco de Lepanto». Si uno va por Madrid y se atreve a preguntarle, pongamos, a un taxista quién fue el manco de Lepanto, por muy enloquecedor que sea el tráfico de Madrid, el taxista no dudará que el manco de Lepanto fue, por supuesto, Cervantes. Pero no interroguemos más al taxista porque podríamos tener problemas. A muchos estudiantes universitarios, cuando se les pregunta si son capaces de ubicar el mencionado Lepanto en el mapa —el lugar de la gran batalla naval de la Liga Santa contra la flota turca, que tantas veces han oído nombrar—, son por completo incapaces de hacerlo. Los españoles en general no saben, ni aproximadamente (siempre hay alguna excepción...), dónde queda el lugar en que perdió el uso de la mano izquierda el autor del Quijote. Así que no habría que irritar al taxista con preguntas impertinentes.

Réplica de la Galera Real de don Juan de Austria, ornada con un rico programa iconografico de origen emblemático. Museu Marítim de Barcelona.

Y es que los estudiantes tienen algún motivo para desconocer dónde está Lepanto. Porque, en cierto modo, Lepanto no existe. Hacemos una primera búsqueda en Google Maps (desde Mallorca) y sale una columna con estas opciones en primer lugar: un supermercado en el pueblo mallorquín de Sóller, un salón de té en Málaga y un restaurante en Bilbao. En Roma, un poco más abajo, vemos que así se llama una estación de metro. Directamente dentro de Google Maps, la primera opción nos lleva al pueblo de Sancti Spiritus, en el centro de la isla de Cuba. Si pedimos auxilio a la Wikipedia tampoco encontraremos ninguna entrada clasificada bajo el nombre «Lepanto», y redirigidos automáticamente a la «Batalla de Lepanto» lo primero que recibimos es una malhumorada reprimenda. Se nos dice: «La batalla de Lepanto fue un combate naval de capital importancia que tuvo lugar el 7 de octubre de 1571 en el golfo de Lepanto, frente a la ciudad de Naupacto (mal llamada Lepanto)». Curiosamente, cuando pulsamos, con toda nuestra esperanza de ver la luz, sobre el enlace que hay en el nombre «Golfo de Lepanto», somos limpiamente dirigidos a la entrada «Golfo de Corinto». Así que siempre lo hemos dicho mal y el manco de Lepanto debería ser, en realidad el manco de Naupacto. Por descontado, si Lepanto no existe en la Wikipedia, entonces para un estudiante español sencillamente no existe.


El asunto es más serio de lo que parece. Volvamos a nuestras manías filológicas a ver si con ellas conseguimos poner las cosas en su sitio. Lepanto deriva del nombre antiguo griego Epactos -- Népactos -- Nepanto -- Lepanto, que significa literalmente «sobre la playa». Otra cosa bastante distinta es Naupacto (o Naupactos, o Náfpactos en la pronunciación griega), es decir, el nombre real del pueblecito costero con su pequeñísimo pero relevante puerto contiguo a una hermosa playa. Naupacto, sin duda, deriva de Naupegio (astillero), compuesto de naus [nave] + pégnymi [construir] (cf. Bruno Migliorini, «Naύpaktoς = Lepanto» y «Naυpaktiakά», Studi Bizantini, vol. 2, 1927, 303-311 y vol. 5, 1990-91, 144-154, respectivamente). Por tanto, la Batalla de Lepanto no pudo ser la Batalla de Naupacto porque Naupacto no es Lepanto. Así, rascando en las raíces del idioma descubrimos que prácticamente solo Italia, llama Lepanto también al pueblo griego que el resto de Europa llama Naupacto. O sea, que todo se trataba de una manipulación de los pérfidos venecianos que, desde el primer momento, quisieron apropiarse todos los méritos de aquella, como la llamó Cervantes, «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros».

Res et verba. Al final, quien se adueña de las palabras es el ganador definitivo.

Otro día hablaremos de la importancia real de esta batalla en la historia europea, un asunto sobre el que tampoco hay mucha unanimidad. Y contaremos cómo fuimos en coche desde Barcelona hasta Naupacto (¿o Lepanto?) para colocar en la bocana del puerto una estatua de tamaño natural de Miguel de Cervantes.

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