21 noviembre, 2018

Funerales trogloditas


Hemos leído con regocijo el libro del antropólogo inglés Nigel Barley, Bailando sobre la tumba (Barcelona: Anagrama, 2000). Es un extenso repertorio de las relaciones del hombre con la muerte en culturas muy variadas. El tratamiento es vibrante al conectar tradiciones, usos, rituales y todo tipo de comportamientos de los hombres ante la muerte a lo largo y ancho del planeta. Un rasgo peculiar del libro, que está escrito buscando un público amplio, no estrictamente de antropólogos o eruditos, es el tono chispeante que es capaz de sostener a lo largo de las páginas, llenas de anécdotas, comentarios, citas de autores muy diversos y conversaciones con las gentes que ha ido encontrando durante sus investigaciones.

Mapa de Mallorca en L'isole piu famose del mondo descritte da Thomaso Porcacchi da Castiglione arretino e intagliate da Girolamo Porro padovano. In Venetia, M.D.LXXXX. Appresso gli eredi di Simon Galignani

Es extraño, por eso, que no mencione, aunque fuera de pasada, uno de los tratados renacentistas escrito en forma de diálogo muy ameno, publicado en 1574 por el toscano —pero muerto en Venecia en 1585— Tommaso Porcacchi: Funerali antichi di diversi popoli et nationi; forma, ordine et pompa di sepolture, di essequie, di consecrationi antiche et d’altro. Porcacchi es también conocido como autor de una descripción de las «islas más famosas del mundo» que incluye, claro está, a las Baleares. —Y es forzoso decir que en Palma los funerales tradicionales eran, y son en parte todavía, una ceremonia social altamente formalizada que José Carlos Llop relató en su libro En la ciudad sumergida (Madrid: RBA, 2010)—.

En el libro de Tommaso Porcacchi, dos amigos repasan las costumbres de los pueblos de la antigüedad y acompañan la conversación con comentarios ecfrásticos a 23 extraordinarios grabados de Girolamo Porro, un grabador de quien el autor elogia al principio su ingenio como inventor y destaca que, a pesar de ser casi ciego para las cosas que están lejos, por padecer un serio defecto en la vista, su minucioso trabajo en el taller lograba sin problemas —como se ve abajo— una intensidad excelente de perspectivas y detalles.

Creemos que si Nigel Barley, con el sentido del humor un poco grotesco —pero muy británico— de que hace gala, hubiera leído el libro de Porcacchi y contemplado los grabados de Porro, no habría podido resistirse a mencionarlo.

Basta ver este grabado sobre el modo que tienen los trogloditas de tratar a sus muertos. Vale la pena ampliar la imagen:

«[I trogloditi] erano popoli d'Ethiopia, & con un modo ridicolo conservavano, o sepelivano i lor corpi morti: percioche la prima cosa con alcune legate di paliuro legavano al morto le gambe al collo: & poi lo posavano sopra un luogo eminente: dove a gara tutti ridendo gli tiravano de'sassi, fin che l'havevan coperto: e in fine sopra quel mucchio di sassi piantavano un corno di capra, & poi si partivano senza mostrare alcun segno di mestizia, ne di passione. Di che vedete il disegno.»
Pero también vale la pena señalar que al final del libro, cuando ya ninguna otra forma de despedir a los difuntos parece venir a la memoria de los interlocutores, aún de pronto recuerdan una más. Justamente la que se practicaba en Mallorca y Menorca. Dice, escuetamente:
«Nell isole Balearici, che sono Maiorca, & Minorica, come uno haveva pagato i suoi debiti alla natura; con alcuni legni gli tagliavano il corpo in pezzetti minuti: & postolo in un vaso; lo coprivano sotto un gran mucchio di sassi» (p. 91) 
En las Islas Baleares, que son Mallorca y Menorca, cuando uno había rendido sus cuentas a la naturaleza, con algunas maderas le cortaban el cuerpo en pedacitos pequeños, y colocándolo en una vasija lo cubrían bajo un gran montón de piedras.

20 noviembre, 2018

Desde dentro


Una de las piezas centrales de la impresionante exposición dedicada a Pieter Bruegel en el Kunsthistorisches Museum de Viena es La Torre de Babel (1563). En la pintura, un gigantesco pero todavía inacabado zikkurat se eleva hacia el cielo. Cientos de pequeños obreros bullen alrededor, y en primer plano el pomposo rey llega para supervisar la construcción. El rey, a quien Flavio Josefo (1.4) identificara con el pagano Nemrod, nieto de Noé, presta, al parecer, mucha más atención a unos humillados trabajadores que le adulan que a la propia obra, a la que da la espalda y, por ello, no advierte la gran tormenta que empieza a formarse en el cielo y que pronto lo arruinará todo. A primera vista, la imagen es un buen ejemplo del género moralizador que Bruegel practicó tantas veces y con suma originalidad, el de los proverbios ilustrados y la verdad moral: quien más alto vuela caerá más bajo, quien humilla a los demás será humillado...

El rey visita las obras. Abajo: la firma de Bruegel cincelada en la piedra de la derecha, y exactamente por encima de ella, hacia la base de la torre, una pequeña figura, como de caganer
en un pesebre catalán, nos indica: «yo me cago en todo».


La crítica da también una interpretación política de la imagen. Según ella, en el contexto de los enfrentamientos católico-protestantes y de la expansión de los Habsburgo en los Países Bajos, la torre —para cuya estructura se inspiró Bruegel en el grabado del Coliseo romano de Hieronymus Cock, 1551, y en sus propios dibujos del Coliseo que hizo durante su viaje a Italia— representa a Roma y a la iglesia romana, mientras que el rey que humilla a los trabajadores es Felipe II ejerciendo la represión en los Países Bajos. La condena oculta de Roma y España tampoco es infrecuente en otras pinturas de Bruegel. En La matanza de los inocentes (1565), por ejemplo, mercenarios españoles son los verdugos de un pueblo flamenco. Y tras la muerte del pintor (1569), uno de sus principales clientes, Ortelius, el gran cartógrafo de Amberes, aconsejó expresamente a su viuda «quemar su pintura antiespañola».

Hieronymus Cock, El Coliseo, 1551

Pieter Bruegel, La Matanza de los Inocentes, 1565-67

Sin embargo, la línea más elaborada de la imagen es la que peor se advierte en las reproducciones y merece por sí sola que nos situemos atentamente ante el cuadro original. Se trata del pulular de las pequeñas escenas de construcción que pugnan por que la torre remonte a los cielos. Barcas depositando en la orilla los materiales, complejas –y a veces absurdas– máquinas elevadoras que contribuyen a este aire distópico, de película de ciencia ficción actual, gente hormigueando, cargando piedras en carretillas, subiendo con sacos por escalas, armando andamios que a la vez sirven para tender la ropa, cocinando el almuerzo a la entrada de una bóveda... Toda la torre es, al parecer, una maquinaria bien coordinada antes de la confusión de las lenguas, y provoca en el espectador un irresistible deseo de ver más, de descender al nivel del polvo, de averiguar qué hay en las invisibles galerías interiores.

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Todo ello se ajusta a dos métodos de composición característicos de Bruegel. Uno es que el sujeto real de la imagen se presente en algún lugar secundario, perdido en un lateral, en el fondo, casi oculto, como las piernecillas de Ícaro que se ahoga en el agua al caer sobre el mar al que da nombre. El otro es el enciclopedismo, que recoge con pasión todos los ejemplos de un tema, como vemos en la serie de juegos infantiles o en los Proverbios Flamencos. Aquí, en la Torre de Babel, en el fondo y por las paredes de la torre, donde sólo el observador detenido lo advierte, se configura un verdadero catálogo de la industria de la construcción. A partir de esta única imagen se podrían revivir los métodos y la logística de construcción alemana del siglo XVI.

En 1563 Amberes era la ciudad de más rápido crecimiento en Europa, enriqueciéndose y expandiéndose a una velocidad increíble. Bruegel encontraría a diario estos procedimientos que reproduce en su Torre de Babel, y seguramente los recogía en bocetos, según su método habitual de trabajo, a fin de reunirlos luego en una gran composición. Por lo tanto, esta dimensión semioculta de la pintura al mismo tiempo documenta el enriquecimiento de Amberes —la ciudad que vemos a la sombra de la torre— y, en el contexto del mensaje moral de la imagen, advierte de los peligros del enriquecimiento rápido:

«Los mercaderes de estas cosas que se enriquecían con ella, se detienen a lo lejos por el temor de su tormento, llorando y lamentándose y diciendo: ¡Ay, ay de la ciudad grande que se vestía de lino, púrpura y grana y se adornaba de oro, piedras preciosas y perlas, porque en una hora quedó devastada tanta riqueza!» (Ap. 18: 15-17)

En Amberes, esta catástrofe se produjo el 4 de noviembre de 1576, en el primer acto de la Guerra de los Ochenta Años hispano-holandesa. Afortunadamente, Bruegel ya no tuvo necesidad de escapar de allí.

Es una exposición cautivadora. Al salir uno ve a Bruegel hasta en el escaparate de la agencia de viajes de enfrente.

18 noviembre, 2018

Disolución: iconoclasia doméstica

Philip Galle, a partir de Maarten van Heemskerck, «Destrucción de la estatua de Bel».
 Primera impresión, por Hyeronimus Cock, Amberes, 1565 (204x248 mm.
Davison Art Center, Wesleyan University)

Hombre orinando sobre la cabeza de la estatua derribada de Saddam Hussein. Iraq, 2003
Cf. David Freedberg, Iconoclasia. Historia y psicología de la violencia contra las imágenes, Vitoria-Gasteiz: Sans Soleil, 2017, 51-58.

Viendo las anteriores imágenes parecería que estamos condenados, sin darnos cuenta, a repetir una y otra vez los mismos patrones. Pero que los tiempos mejoran y la humanidad progresa lo prueba el que ahora, por unos módicos 1.449 euros, puede usted disfrutar de esta estatuilla de Donald Trump y usted mismo o su perro harán cómodo uso de ella en el jardín de casa sin necesidad de violencia alguna ni iconoclasmos previos.


Phil Gable, Trumpee Stump, Brooklyn, NY, 2018

08 noviembre, 2018

Mensaje en una botella


La provincia de Yunnán es tierra de ignorados milagros. Entre sus montañas del noroeste, cerca de la frontera con Birmania, se halla Nuodeng, la milenaria ciudad de las minas de sal donde, como estamos a punto de ver, el tiempo se detuvo en el siglo XV. Y a solo ocho kilómetros de Nuodeng se encuentra una maravilla natural, allí donde el río Bijiang vuelve sobre sí mismo para dibujar en una hondonada un insólto taijitu, el símbolo del yin y el yang. Sería de esperar que masas de taoístas chinos peregrinaran hasta aquí, como hacen, por un similar accidente morfológico, en Český Krumlov, pero no es así. Si las guías europeas escritas para el público chino destacan la maravillosa forma de yin-yang de Český Krumlov, esta excentricidad del río Bijiang es prácticamente desconocida. En la oficina de Yunnán donde alquilamos la furgoneta para el viaje, al ver nuestro itinerario vacilaron: «Bueno, pero tendrá que explicarle la ruta al conductor». Le muestro al chófer el pin que insertamos en Maps.me durante nuestras exploraciones de Yunnán. Duda. A pesar de ser de esta zona, nunca estuvo por allí. Nos ponemos en marcha, pero antes de subir quiere comprobar la información con el dueño de un restaurante cercano. Y hace muy bien, porque de este modo disfrutamos un extraordinario almuerzo antes de alcanzar nuestro objetivo.


Mientras estamos sentados, un hombre solitario se para frente a la puerta de vidrio del restaurante. Viste una camisa azul y una cazadora militar, nos mira con un rostro atemporal, enjuto, entre cuarenta y tantos y setenta. Por un momento también él está viendo algo prodigioso, una improbable epifanía: ocho personas blancas aquí, en la frontera de China, a la salida de un pequeño pueblo, en una casa de comidas junto a la carretera.


Trata de comunicarse con nosotros, agita la mano, sonríe, hace una mueca. Abro la puerta, le hablo en chino, pero él no responde. Esto ya va, probablemente, más allá de su umbral de credibilidad. Levanto la cámara. Inmediatamente se coloca en posición militar, saluda, muestra su pistola inexistente.



Durante un rato, trato yo de hablar con él, pero a partir de ahora ya solo alternará estos dos gestos. Me siento a comer. Desaparece. Acabamos un plato y vuelve. Me llama desde la puerta. Me entrega una hoja de papel arrancada de un folleto, con una hermosa escritura caligráfica. Me siento de nuevo y empiezo a descifrarlo.

«Soy de Chengdu, fui soldado, luché en la guerra de Vietnam. Mi número del ejército: ...248. Atentamente, Yang Zhi Cheng, residente local. A 17 de noviembre de 2017»

¿Soldados chinos en la guerra de Vietnam? Recuerdo a aquel ucraniano Zenon, de Bolekhiv, un ex oficial militar soviético que me contó en detalle todas sus sus misiones en Etiopía y Oriente Medio, lugares donde oficialmente nunca hubo ni un solo soldado soviético. Busco en internet. El estado chino filtró a medias oficialmente lo que antes había negado rotundamente, es decir, que trescientos veinte mil soldados chinos lucharon en la guerra de Vietnam contra los estadounidenses. ¿Puede ser realmente que este ex soldado que ahora ve hombres blancos por segunda vez en su vida, quiera confesarles el secreto, quién es él y qué lo une a ellos?

¿O quizá haga alusión a la guerra chino-vietnamita...?

Cuando estoy leyendo, el cocinero se inclina sobre mí. Echa un vistazo a la carta y rápidamente vocifera algo al hombre haciendo a la vez un gesto con la mano para que se marche de allí. Termino de leer la carta y levanto la cabeza, ya no está en ninguna parte.