Casi no había salido el sol en Palma cuando partimos hacia Budapest. Los húngaros cuando viajan en avión tienen dos costumbres que conviene conocer. Se ponen en la cola de la puerta de embarque en cuanto llegan, aunque falten dos horas para el vuelo o aunque la azafata, como ha sido hoy el caso, les repita varias veces que todavía falta mucho para empezar a embarcar. La otra peculiaridad es prorrumpir en ruidosos aplausos y vítores en cuanto el avión toca tierra, como si el piloto hubiera realizado una peligrosa hazaña acrobática en lugar de un sencillo aterrizaje.
Antes de llegar a la casa de la familia húngara he visto una imagen emocionante bajo el velo de esta llovizna impropia de finales de junio que cubría Budapest. Ha sido como volver a la infancia, pero en este caso una infancia vivida en otro sitio. En nuestra Palma natal también ponían en la puerta, hace mucho tiempo, las botellas de sifón vacías para que las cambiaran por otras llenas. Pero eso era hace mucho, mucho tiempo, cuando aún había serenos rondando las calles por la noche y yo iba a la escuela con pantalones cortos todo el año.
En nuestro interior más profundo la felicidad se llama Budapest.
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