Compramos esta miniatura en el bazar de Isfahán, en la penumbra del taller de un viejo pintor que vende representaciones persas tradicionales sobre pan de oro elaboradas en hojas de papel provenientes de cuadernos centenarios de teología local que fueron desechados. «¿Conocéis a este de aquí?», Preguntó escudriñándonos la cara. «Claro, Nūh, Noé». «¡Sois musulmanes!», Exclamó con alegre sorpresa. «No, masihi am, católicos. Pero nosotros todos conocemos a Noé». «Por supuesto», contestó poniéndose más serio, «todos descendemos de él».
Mahsa Vahdat: از دل سلامت میکنم Az del salâmat mikonam (Te lo ofrezco de corazón). Poema de Jalal ad-din Rumi (1207-1273). Del álbum امید خفته Âmid khafte (Serena esperanza) (2017)
El Corán y el Hadiz, los dichos reunidos del profeta Mahoma, mencionan en varios lugares a Noé, su arca y el diluvio que cubrió la tierra, cosa que seguramente impresionó la imaginación de los habitantes del desierto. Noé —Nūh ibn Lamech ibn Methuselah—, al igual que en el Libro del Génesis, era un hombre justo, a quien Dios encargó primero profetizar contra la idolatría que se había extendido por la tierra. Después de intentar convertir a la humanidad durante novecientos cincuenta años con inagotable paciencia pero sin el más mínimo éxito, finalmente decidió activar el Plan B, y embarcó a su familia en un arca junto con una pareja de cada animal conocido para preservar el material genético del antiguo Paraíso.
El Corán está mejor informado que el Libro del Génesis, —o, como dirían los infieles, le gusta indagar en sus propias fuentes— ya que menciona a un cuarto hijo de Noé además de Sem, Cam y Jafet. Este cuarto hijo, Yam, era secretamente un incrédulo, por lo que en el último momento saltó del arca a esperar el paso de la inundación por su cuenta en una montaña. No funcionó. Además, la esposa de Noé —a quien el Corán no nombra pero los exégetas saben de fuentes ciertas que se llamaba Umzrah bint Barakil— también era incrédula en su fuero interno, por lo que igualmente despreció el arca. En la exégesis islámica, estos son los ejemplos habituales para advertir de que el día del juicio cada uno va al fuego de Jahannam por sus propios pecados, y que pertenecer a una familia distinguida o justa no basta para salvarse.
Hafiz-i Abru, Majma al-tawarikh (“Colección de Historias”). Herat (Irán), ca. 1425
La representación del arca de Noé se hizo popular después de 1500 en las miniaturas persas safávidas y otomanas. En estas imágenes, el arca es un ligero dhow de un mástil, cuya capacidad de carga la pondría a prueba hasta una mala jornada de pesca; cuánto más estibando en su bodega una pareja de cada animal vivo. La exégesis islámica, que solo acepta una interpretación literal, tiene un arduo trabajo para explicar lo inexplicable. Pero Alá es grande, y el Día del Juicio los justos caminarán sin problemas sobre el sirat de tela de araña y los culpables verán colapsar bajo sus pies un puente de hierro; y por lo mismo, con Su voluntad, la carga genética total del planeta ha de caber sin discusión en una cáscara de nuez de un solo mástil.
En la versión mongol de los manuscritos persas, el arca es una construcción mucho más imponente, una especie de palacio de recreo flotante, como aquellos que los gobernantes y sus cortesanos a menudo usaban para navegar por los grandes ríos de India.
Y las representaciones europeas medievales del arca a menudo son navíos de alto bordo. Al modo de la vieja tradición enciclopédica, los animales van aposentados detrás de una infinidad de escotillas, como luego lo harán en las ramas del árbol evolutivo. Hablaremos en otra entrada de los cálculos que hizo el jesuita Athanasius Kircher, en 1675, en su espectacular tratado sobre el Arca, dedicado a Carlos III de España.
La tradición manuscrita persa-otomana no busca representar tanta integridad. En el pequeño casco un puñado de animales ejemplifica la fauna entera del mundo, de la más común a la más exótica. Además del caballo y el camello, elefantes y jirafas —estas últimas símbolo de la grandeza de Alá— evocan la enormidad del mundo; su largo cuello y su bozal nos deslumbran al unísono con la cabeza y la cola de las naves zoomorfas. La gente común solo podía ver a tales animales, incluso en ciudades tan cosmopolitas como Isfahan y Estambul, como presentes de embajadas llegadas de tierras remotas. Así ocurrió, por ejemplo, con la jirafa elegida en 1414 por el sultán de Bengala de entre los regalos de la embajada de Malindi, hoy Kenia, para reenviarla al emperador Yongle, que luego fue retratada en una obra icónica de la antigua pintura china.
En la hoja que compramos en Isfahán –y vale la pena ampliar las fotos para ver los detalles– es particularmente interesante que el rostro de Noé esté cubierto con un velo, y también que esconda las manos –cubiertas de una pintura plana– en su túnica. Así es como se representa a Mahoma desde la Edad Media tardía. De hecho, según el Corán, la idolatría es una forma de degradación del honor otorgado a las personas sobresalientes, cuya imagen suele entonces ser adorada. Es exactamente por esta razón que no debe representarse a las personas excelentes. Esta enseñanza se opone obviamente al culto cristiano a la imagen en la época, y es revelador que mientras en los iconos cristianos orientales el rostro y las manos aparecen descubiertos, en los retratos de Mahoma se cubren cuidadosamente estas dos partes del cuerpo, como si se quisiera indicar que es solo su túnica lo que aparece en la imagen.
La prohibición de la representación, o cubrir la cara con un velo, a veces se aplica a otras personas grandes, y en los chiítas también a los imanes. En el salón de la Casa Boroujerdi en Kashan, Irán, incluso a finales del siglo XIX, Nasreddin Shah está representado de este modo. El propietario puede haber sugerido a los aún muy conservadores comerciantes de Kashan que a pesar de toda su devoción al Shah, él no caerá en el pecado de idolatría.
Quizás es por esto que también Noé aparece velado en muchas imágenes del Arca. Pero también cabe otra posibilidad: que el velo oculte al propio Mahoma. Porque entre los dichos que los chiítas le atribuyen leemos: «He aquí que mi casa es como el arca de Noé. Los que embarcaron se salvaron, pero quienes se apartaron de ella perecieron». En la interpretación chiíta, la casa de Mahoma —Ahlul Bayt— incluye a su hija Fátima y su yerno Alí, así como a sus hijos, Hasán y Huseín, los primeros imanes. Es decir, todos aquellos que fueron perseguidos, asesinados e incluso expulsados de sus sagradas tumbas por los sunitas, y cuyo trono está ocupado desde entonces por esos usurpadores. Esta es la razón de que encontremos imágenes persas del arca donde las velas llevan escritos los nombres de los miembros de la Casa, y sobre todas ellas, el de Alá.
La colección, enormemente popular, de leyendas Qisas al-Anbiya («Historias de los profetas») cuenta una historia chiíta en la que el ángel Jebrail (Gabriel) llevó ciento veintinueve mil clavos a Noé para la preparación del arca. Noé los usó todos diligentemente hasta que solo le quedaron cinco muy brillantes, cada uno con un nombre desconocido. Noé va preguntando por ellos, uno tras otro y Gabriel le explica que los clavos simbolizan las cinco grandes figuras del Ahlul Bayt, desde Mahoma hasta Huseín. El clavo del último está cubierto de sangre, pronosticando su martirio a manos de los sunnitas en la batalla de Kerbala.
No es casual, entonces, que Noé y su arca se hagan populares en las miniaturas persas justo después de 1501, cuando la nueva dinastía Safávida impone el chiísmo como religión de estado y apoya el culto a las imágenes por encima de su oposición sunita. Y así, como vimos en el símbolo de la mariposa y la vela, se construye la contrapartida oriental de un emblema europeo: el símbolo de la nave que avanza segura incluso en la tormenta más fuerte ya que un hombre justo gobierna el timón y, por ello, Dios lo protege.
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