20 julio, 2024

El latido de la Edad de Piedra en Cerdeña

Sòrgono es un pueblo grande en las montañas de Barbagia, Cerdeña. Es, de hecho, la entrada a Barbagia. El ferrocarril de vía estrecha que lo une a Cagliari, antaño una línea minera, aún se esfuerza en subir hasta aquí. Durante siglos los alrededores han sido lugar de encuentro de los pastores de la zona. Desde aquí, el 25 de abril, día de san Marcos, parten con sus rebaños hacia los pastos de montaña para solo regresar el 29 de septiembre, día de san Miguel. Rodean el pueblo, aquí y allá, solitarias en una hondonada o en una colina e impasibles desde la Edad Media, las pequeñas capillas de los pastores. En ellas, antes de la partida de primavera y después de la llegada en otoño, se reúnen rebaños, pastores, familias y propietarios de los animales para celebrar dos solemnes misas: una pidiendo fuerza para el medio año de vida solitaria que les espera en la montaña, la otra para agradecer la ayuda recibida. Las iglesias también se abren en algunas otras ocasiones señaladas, el Lunes de Pascua, por ejemplo, cuando los pastores más jóvenes tienen su fiesta particular y asan un cordero al socaire de los muros. Buen ejemplo es esta iglesia gótica de San Mauro, a la que nos dirigimos.

Pero antes de llegar a la iglesia, a seis kilómetros del pueblo, tenemos una tarea urgentísima. Hay que llenar el tanque de la furgoneta, que solo funciona con AdBlue, o nos quedaremos sembrados. El Domingo de Pascua estuve buscando en vano una gasolinera abierta en Cerdeña. Hoy, lunes de Pascua, la aguja tiembla por debajo de la línea crítica. Nos quedan menos de cincuenta kilómetros. La gasolinera en Sòrgono está también cerrada. Podría comprar otro combustible con la tarjeta, pero el AdBlue que necesitamos lo venden solo en la tienda. Pregunto a dos sardos que llenan sus coches dónde podríamos ir. Discuten, mencionan tiendas «en el centro», pero luego advierten que hoy también están cerradas. Hablan un italiano difícil y lleno de titubeos, obviamente el sardo es su lengua casi única. El de más edad hace un par de llamadas. Hay suerte. «Mi tío tiene AdBlue. Vamos a Artzana. Son cuatro kilómetros. Sígueme». Frenamos la furgoneta ante un verdadero patio del rastro, como aquellos de las afueras del Budapest de mi infancia. Motores desmontados, mosaicos de baldosas por ensamblar, piezas de propósito incierto dispuestas en un enigmático círculo... El tío comienza a verter AdBlue de una damajuana de treinta litros en una jarra de vino de cinco litros y me dispongo a llenar con ella la furgoneta. «Pero si esto es vino blanco», dice Miki, y lo repite desconcertado al tío: «vino blanco». «¡Ah, también tengo!», responde alegremente. Abre un portón de hierro junto al taller y pasamos a una bodega hipermoderna con tanques de fermentación de acero. Cuando voy a pagarle la gasolina me dice que va por nuestra amistad, y que ahora lo mejor es que probemos juntos el vino. Tenemos algo de prisa, pero desde luego que sería un insulto rechazarle la invitación. Nos sirve a todos un vaso de vino blanco, luego uno de tinto, y luego aún otro de espumoso. Nos cuenta que cuida de quince mil vides en tan solo tres hectáreas, y que almacena mil cuatrocientos litros en esta bodega que vemos. «¿Y qué variedades?» «Bueno», ríe, «tengo diez de tinto, las mezclo. Y ocho de blanco». El sobrino se asoma para anunciarnos que hay una fiesta religiosa en la iglesia de los pastores de Lusurgiu, a ocho kilómetros de aquí, van a cocinar para quinientas personas, habrá baile, cordero asado y todos somos bienvenidos. Se nos hace la boca agua pero debemos huir de la tentación, uno de nosotros ha de estar en el aeropuerto de Cagliari en tres horas.

Comprobaríamos luego que no había ni una sola gasolinera, cafetería o tienda abierta de aquí al aeropuerto. Sin esta ayuda inesperada, ese día no llegábamos a Cagliari.

La iglesia de los pastores, San Mauro, se alza en una pequeña loma junto a la carretera Sòrgono-Ortueri. Una estructura maciza con sólidos contrafuertes a ambos lados, su fachada cuadrada tiene una gran ventana color rosa, similar a muchas otras iglesias góticas sardas, como la parroquial de Gavoi. La estrecha cornisa semicircular que protege el rosetón la sostienen dos ángeles más bien toscos. Sobre cada uno de los pilares que flanquean la escalera de entrada descansa un león recostado sosteniendo un escudo, probablemente de Aragón pero ya indescifrable.

El abad san Mauro, patrón de esta iglesia, fue el primer discípulo de San Benito, el fundador de la orden benedictina alrededor del año 510. Según la tradición, llevó el monacato benedictino a la Galia. La biografía que consolidó su culto, atestada de milagros, fue escrita allí, en la abadía de Glanfeuil en el Loira, en el siglo IX. Pero gozó de una especial devoción en Cerdeña, con muchas iglesias dedicadas. Como era un monje benedictino, se creyó durante tiempo que esta iglesia próxima a Sòrgono era el resto de algún antiguo monasterio de la orden. Sin embargo, no hay fuentes escritas o arqueológicas que indiquen la existencia de tal monasterio. Parece más bien que desde su construcción en 1574 –o, más probablemente, desde la presencia de una iglesia anterior– siempre haya sido una de las mencionadas iglesias de pastores.

Era, pues, un lugar de encuentro ritual de los trashumantes –del 25 de abril al 29 de septiembre, como dijimos–. Se bendecían aquí también los panes antropomórficos que los pastores traían consigo, como se lee en la entrada sobre los panes sardos. Pero además la iglesia de San Mauro tiene sus propias fiestas especiales. El 15 de enero, día de San Mauro, es Santu Maru de is dolos, san Mauro de los dolores, cuando principalmente se le pide al santo alivio para los dolores reumáticos. El Lunes de Pascua –es decir, justo cuando estábamos nosotros– es Santu Maru de is flores, la fiesta de primavera de San Mauro de las flores. Pero la mayor festividad es el último domingo de mayo, Sagra ’e Santu Maru, o Santu Maru erriccu, el día del rico san Mauro, quien trae abundante cosecha y rebaños gordos. Esta festividad se completa con una peregrinación y una feria de animales que dura seis días y a la que acuden gentes de toda la isla.

Interior de la iglesia. Lamentablemente no pude sacar fotos propias

La memoria acumulada durante siglos de celebraciones ha dejado sus huellas en los numerosos grafitis raspados –o cuidadosamente tallados– en los muros de la iglesia. La mayoría son del tipo «hic fuit», mostrando el nombre y el año del visitante, pero algunos añaden un esbozo o silueta. Hay otras imágenes que representan de manera esquemática la fachada de la iglesia, como si el peregrino entregara esa pequeña imagen a modo de ofrenda a la gran iglesia, tal como en otros lugares de mayor empaque los fundadores sostienen la maqueta de la iglesia en sus manos; o como en los nuraghi neolíticos sardos, esas torres hechas de grandes piedras, se colocaba un pequeño modelo de bronce o piedra del nuraghe con una función apotropaica, para propiciar la protección mágica.

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Hemos dicho «durante siglos», pero ¿y si se tratara más bien de milenios? El pastoreo trashumante es mucho más antiguo que el cristianismo, y los pastores tienen que haber celebrado reuniones aquí durante sus ascensos y descensos de las montañas, sin duda, desde mucho antes. Pero, ¿dónde?

Sería lo obvio suponer que en el mismo lugar donde hoy está plantada la iglesia. Pero conociendo la topografía de la zona se nos ofrece una explicación aún más obvia y también más sorprendente.

A unos pocos cientos de metros de la iglesia, a la sombra de unos alcornoques, se halla el complejo megalítico Biru ’e Concas, erigido en el tercer milenio a.C. Es una de las zonas monumentales más importantes de la Cerdeña neolítica. El complejo conjunto consta de tres filas de menhires separadas entre sí por un pequeño sendero. La mayoría de estos menhires –en sardo, perdas fittas, piedras clavadas en el suelo– son piedras planas sin ningún símbolo, pero dos de ellos muestran patrones antropomórficos. Un ojo y una nariz tallados en la parte superior de uno, y un cuchillo sardo de hoja ancha al cinto del otro, tal como vemos en aquellos menhires antropomórficos tan ricamente tallados que exhibe el Museo del Menhir de Laconi.

Alrededor de estas tres filas, una serie de menhires adicionales –unos 150 en total– están de pie o tumbados en el suelo, bien aislados o formando círculos.

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Estos menhires, diseminados en abundancia por toda Cerdeña, iban ligados generalmente a grandes tumbas megalíticas, que el pueblo sardo llama tombas de gigantes, tumbas de gigantes. Como los megalitos de Coddu ’Ecchiu y Li Lolghi –en las imágenes que siguen– marcaban el enterramiento de líderes destacados, jefes tribales o de aldeas, lejanos ancestros, «reyes». Las tumbas de estos ancestros estaban rodeadas de menhires que representaban a los dolientes súbditos, familiares o descendientes. Sus características antropomórficas a menudo subrayan los ojos y la nariz, dagas en la cintura para los hombres y pechos prominentes en las mujeres.

Tamuli cerca de Macomer: tres menhires masculinos y tres femeninos en fila junto a una tomba de gigantes

Es una experiencia fascinante el silencio junto a estas enormes hileras de piedras. Atestiguan una cultura de muchos milenios, sin palabra o signo alguno pero con una tenaz fuerza expresiva. Una cultura que dominó gran parte de Europa antes de los celtas y que debemos considerar como la raíz de nuestra civilización europea incluso antes de la cultura griega. Menorca, Mallorca y Cerdeña son islas privilegiadas para observarla.

Las tumbas de gigantes deben su nombre a que las cámaras funerarias, excavadas profundamente en el suelo, superan con creces la longitud del cuerpo humano. El gran tamaño se debe a que, además de lugar de descanso para los difuntos, las tumbas eran también santuarios, como demuestra la pequeña puerta inferior del menhir central. Ya los autores antiguos contaban que antes de una gran decisión o de la iniciación en la edad adulta, los sardos entraban en la tumba de un ancestro venerado y pasaban una o dos noches aislados en la cámara sin comer ni beber, solo masticando la planta alucinógena llamada sardonium y aceptando las visiones experimentadas allí como guía. Los autores latinos denominaron esta costumbre ritual incubatio, término que luego sería adoptado por la psicología moderna.

A diferencia del continente, el cristianismo echó raíces en Cerdeña sin destruir tales lugares de culto, tumbas y menhires. Probablemente ya no se consideraban santuarios paganos, sino solo tumbas respetables y piedras conmemorativas de los ancestros que no había que eliminar, lo cual explica por qué pudieron sobrevivir por miles en la isla. El continuo culto a las filas de menhires de Biru ’e Concas se evidencia en el hecho de que los pastores trashumantes todavía celebran festividades a su alrededor, hasta el día de hoy. Con casi total seguridad, este era el lugar original de culto del ascenso y descenso de la trashumancia, que solo se movió unos pocos cientos de metros con la construcción de la primitiva iglesia de San Mauro. Una prehistoria similar se encuentra en muchas otras iglesias pastoriles de Cerdeña, construidas en las inmediaciones de lugares sagrados neolíticos para consagrar el lugar según la nueva religión, mientras se preservaba el antiguo espacio como representante de los ancestros ignotos y de la tradición.

Que la iglesia de los pastores realmente tomó el rol sagrado del antiguo conjunto monumental de las tumbas de gigantes y los menhires aún se prueba por una evidencia más. Se trata de los modestos alojamientos para peregrinos adyacentes al santuario de la iglesia y que rodean el patio. Estas habitaciones austeras hasta la severidad se llaman en sardo cumbissía (generalmente en plural, cumbissías). Como señala Massimo Pittau, un excelente investigador de la cultura neolítica sarda, no solo el nombre, sino también su función está relacionada con la incubatio. Las pequeñas habitaciones miran todas hacia la iglesia. Los peregrinos se alojan en ellas durante una o más noches para recibir, cerca del lugar sagrado, el sueño que los guiará en el camino de la vida.

De ser esto es así, y todo parece indicarlo, la iglesia de los pastores de San Mauro y sus celebraciones aún vivas hoy en día representan de manera extraordinaria un vestigio de la Edad de Piedra sarda tan relevante como la procesión de los mamuthones enmascarados que entierran el invierno en Mamoiada (aquí también con nuestras fotos).

14 julio, 2024

En «Es carnatge»

Es una ensenada de la maltrecha bahía de Palma, donde hoy ocurre este pequeño milagro.

Una azucena –o lirio– de mar (Pancratium marinum) a punto de abrir muchas más flores. Debe llevar resistiendo aquí varios veranos porque sus bulbos crecen despacio y ya luce un tamaño considerable. Prolifera poco y siempre con dificultad al tener de polinizadora una polilla que solo cumple su trabajo en condiciones exigentes de viento y temperatura. En Mallorca apenas quedan huecos de tierra o arena donde pueda crecer, pero las veíamos con frecuencia hace muchos años en los arenales de la isla.

Por encima, a pocos metros sobre nuestra cabeza y a máxima potencia, pasan rugiendo los reactores de los aviones que despegan del aeropuerto de Son Sant Joan, justo detrás de estas rocas. Y en julio esto significa un avión por minuto. Quienes recorren por primera vez el camino que bordea la costa se detienen asombrados, un poco sobrecogidos, y toman fotos de la panza pesada de las aeronaves en el momento de esconder sus ruedas y elevarse sobre el mar.


Todo el terreno frente al área de despegue, Es carnatge (mapa), era durante mi infancia un lugar de aventura. A mediados de los años 70, desde el vecino Coll den Rabassa tenía cierto misterio  adentrarse en esa franja vallada que separa la autopista de Levante del mar. Era entonces una zona militar casi abandonada, con algunos pabellones en ruinas, búnkers, refugios destartalados, túneles y restos de chatarra del ejército entre los pinos y los matorrales. Hoy, lo que queda, resulta ser el único espacio relativamente protegido de la bahía. Poco antes de su control final por el ejército era el lugar donde eliminaban los animales muertos. Aquí los despellejaban, si el cuero valía la pena, los descuartizaban, se hervían las carcasas para sacar el sebo y se quemaban o tiraban los restos al mar, que todo lo engulle. Se dejaban despojos de carnicero pero también los caballos y los mulos desahuciados, los perros viejos. De ahí viene su nombre (carnatge: muladar, desolladero). Contaré alguna historia más adelante, la de mi amigo que criaba halcones en un molino en ruinas, los recorridos por los túneles excavados en la piedra, huyendo de los vigilantes y las charlas con un tipo solitario que vivía en una especie de chabola. Aventuras que nada tienen que ver, por cierto, con las actividades y crímenes que en los últimos tiempos se han denunciado. Hoy solo quería dejar constancia del prodigio de esta azucena marina.


Durante un buen rato la he estado observando. Nadie parece haber reparado en ella, ni para preservarla aunque fuera con un humilde cerco de piedras alrededor, ni para arrancarle inconscientemente una vara. Y como está en un punto bien visible desde el camino, es de esperar que la segunda posibilidad se le ocurra pronto a uno de los turistas embadurnados de crema solar, de esos que están aquí como podrían estar en Bangkok o en Marbella. Ahí la he dejado a su suerte, mecida por la brisa, rodeada de las viejas canteras de marés abandonadas –algunas de tiempos de Jaime I– y de las ya inútiles trincheras y zanjas de artillería, oteando temblorosa, por un lado, la calita del viejo desolladero y por el otro, algo más lejos, el islote de La Galera, con su viejo templo púnico y el pozo funerario del 250 a.C. Al marcharme, casi la oía susurrar el poema de Yorgos Seferis...




ΑΝΑΜΕΣΑ ΣΤΑ ΚΟΚΑΛΑ ΕΔΩ


Ανάμεσα στα κόκαλα
μια μουσική:
περνάει την άμμο,
περνάει τη θάλασσα.
Ανάμεσα στα κόκαλα,
ήχος φλογέρας
ήχος τυμπάνου απόμακρος
κι ένα ψιλό κουδούνισμα,
περνάει τους κάμπους τους στεγνούς
περνάει τη θάλασσα με τα δελφίνια.
Ψηλά βουνά, δε μας ακούτε!
Βοήθεια! Βοήθεια!
Ψηλά βουνά θα λιώσουμε, νεκροί με
τους νεκρούς!


AQUÍ ENTRE LOS HUESOS


Entre los huesos,
una música:
cruza la arena,
cruza el mar.
Entre los huesos
el sonido de una flauta,
el sonido lejano de un tambor,
un leve tintineo
cruza los campos secos
cruza el mar de los delfines.
¡Altas montañas! ¿Nos oís?
¡Auxilio! ¡Auxilio!
¡Altas montañas, nos disolveremos,
muertos entre los muertos!

Yorgos Seferis, de Bitácora II (1944).
Trad. de Selma Ancira y Francisco Segovia
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13 julio, 2024

Los espíritus de Tusheti

Desde Omalo, el pueblo central de Tusheti, hay dos horas a caballo hasta Shenako. El camino serpentea primero bajando en picado hacia el valle del río Pirikita Alazani para luego, cruzando el puente –momento en que hay que desmontar y llevar el caballo de la brida para evitar que los tablones podridos de la plataforma le asusten–, subir abruptamente de nuevo hacia el castillo de Diklo, en la frontera con Daguestán.

Al acercarnos a Shenako, un antiguo cementerio nos contempla desde la ladera derecha de la colina. Sus lápidas son meros bloques de piedra sin inscripción, montículos rectangulares de lascas de pizarra, o una sola losa irregular clavada verticalmente en el suelo. Solo una placa de hojalata en el túmulo de Sara Chvchitidze luce una fecha: 1900-1983. Hace mucho que no se entierra a nadie aquí. Desde que todos los habitantes del pueblo salvo dos familias se trasladaron poco a poco al pie del Gran Cáucaso, a la llanura de Alazani a setenta kilómetros de distancia, desde la década de 1970 no hay constancia de más entierros. En las lindes del cementerio hay algunos khatis, mojones cuadrados, bajos, de pizarra coronados con cuernos de carneros sacrificados expresamente para este fin. Tienen una abertura lateral donde solían encender velas. No para la memoria de los muertos o por su salvación, como en la iglesia, sino en ofrenda a los espíritus que protegen el cementerio.

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Mirando hacia abajo a la izquierda, bordean el valle las ruinas o los cimientos desnudos de casas destruidas. El pueblo de Shenako una vez estuvo ahí, en el valle fértil, junto al arroyo, pero durante la guerra centenaria entre Tusheti y Daguestán las tropas invasoras Lezg lo arrasaron. Eran los principios del siglo XIX. Durante las décadas inmóviles del socialismo, en dirección a Omalo, de donde venimos, se erigieron nuevas casas baratas o de fin de semana sobre esos antiguos cimientos. Pero en la parte hacia la frontera con Daguestán solo vemos los basamentos desnudos. Si continuamos otros dos kilómetros hacia el sureste, en lo alto del río –que al pasar la confluencia de los dos brazos del Alazani ya lleva el nombre daguestaní de Andis Koisu, y que, al salir hacia la llanura de Daguestán abre una puerta ideal para los invasores musulmanes– se encuentran las ruinas de las torres de vigilancia del destruido pueblo de Ageurta, desde donde se oteaba el camino paralelo al curso fluvial.

El nuevo pueblo fue construido en una colina mejor defendida. Después de una curva se alza repentinamente ante nosotros, con casas de techo de pizarra retrepando la ladera y una iglesia georgiana de torre con cúpula en su punto más alto, como un pueblecito italiano de montaña. Las paredes de las casas también son de pizarra, con gruesas vigas de madera capaces de sostener el pesado techo. Una balconada de madera recorre toda la longitud del edificio por su lado más largo, con barandillas y frisos cuidadosamente tallados.

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La iglesia en lo alto de la colina, en un prado rodeado de casas, es el único edificio cristiano activo en Tusheti. Solo hay otra iglesia en toda la región, en el pueblo medieval de Dartlo fundado en el siglo XII. Está en ruinas y acoge ahora ceremonias de culto precristiano. En los valles aislados del norte de Georgia siguen vivas muchas costumbres de la religión precristiana del país. La fragilidad del gobierno central georgiano y las ocupaciones persa y turca no hicieron posible la llegada de sacerdotes durante unos seiscientos años, salvando así la pervivencia secular de la religión propia. Esos cultos se fueron fusionando con las tradiciones cristianas, sus dioses adoptaron los nombres de los santos y todavía se practican hoy en paralelo con el cristianismo, de manera sincrética y tolerada por la Iglesia Ortodoxa. En Svaneti, como ya hemos contado, es común ver en los días festivos a un sacerdote celebrando la liturgia cristiana en la iglesia, mientras el chamán local llama a la intercesión de los espíritus en el vestíbulo sur o en la misma puerta del templo. Aquí en Shenako, en lo alto de una pequeña colina detrás de la iglesia, hay un pradillo para los ritos no cristianos. En primer plano se encuentra un khati de un metro de altura hecho de pizarra. Seguramente la iglesia misma fue levantada aquí en 1834 para contrarrestar ese antiguo terreno sagrado, cuando la iglesia estatal rusa buscaba extender su control sobre los territorios paganos. Con la ocupación bolchevique en 1920 la iglesia se fue deteriorando pero el prado sagrado siguió activo sin interrupción. Solo a principios de la década de 2000 la restauraron y decoraron con frescos ortodoxos tradicionales, obra de un pintor local, el hijo de Garsevan Kurgelaidze, un gran explorador georgiano de la Antártida, que vivía aquí.

Calcetines de lana de colores, gruesos chalecos de lana y joyas tradicionales cuelgan de las cuerdas tendidas a lo largo de la fachada de la vieja casa que está frente a la iglesia. El cartel del porche anuncia cerveza fría y té caliente. Entramos. La anfitriona habla un hermoso ruso. «Sepan que ustedes son los primeros huéspedes húngaros que llegan a mi casa. Dios los ha encaminado». Sirve la cerveza y se sienta con nosotros. Al principio curiosea sobre cómo ha cambiado nuestro país desde el comunismo, pero cuando ve que no vamos mejor que ellos cambia a un tema más agradable y empieza a hablar de los espíritus.

Cuenta que en Tusheti hay espíritus que se sientan de noche sobre el pecho o el cuello de la gente para chuparles la fuerza vital e incluso asfixiarlas. Pero si consigues fingir que estás dormido, para no espantarlo, y logras cortarle una uña, entonces harás que ese espíritu te obedezca de por vida. La uña debe conservarse en la funda del cuchillo que se lleva al cinto, esto ata al espíritu a su dueño por siempre jamás.

Una vez un espíritu se sentó sobre el pecho de su hija. La niña gritó desesperadamente desde la otra habitación diciendo que el espíritu se le había puesto encima y suplicando qué debía hacer. En aquella ocasión la solución no fue cortarle la uña sino cantar. Al hacerlo el espíritu ve que su víctima no duerme y se marcha.

Los espíritus tienen una cabellera larga y blanca que reluce en la oscuridad. Hace cosa de un siglo una niña de Shenako fue capaz de poner en fuga ella sola a toda una banda de invasores daguestaníes. Trabajaba en el campo cerca de una de las torres de vigilancia cuando advirtió que unos jinetes cabalgaban hacia ella desde el valle. Corrió hasta la terraza de la torre e hizo ondear al viento su hermosa melena rubia. Los ladrones Lezg se aterrorizaron tanto que dieron la vuelta por donde habían venido. «Esta mujer era la bisabuela de mi marido», añade para certificarlo.

Los espíritus solo suelen manifestarse a través de su influjo. Por ejemplo, el prado sagrado que hay detrás de la iglesia irradia sin cesar su magnetismo a los hombres que se acercan. Pero solo a los hombres. Las mujeres no pueden ni entrar en el recinto a riesgo de destruir la fuente del poder.

“Prohibido el paso a las mujeres” Advertencia en la valla de un campo sagrado de otro pueblo de Tush, Dartlo. El campo ahora engloba las ruinas de una iglesia cristiana del s. XII

Cuando amenaza tormenta –continúa– los hombres acuden al campo sagrado, donde piden a los espíritus que les protejan de cualquier calamidad. Pero también van a pedir que llueva en tiempo de sequía. Ambas plegarias suelen funcionar perfectamente. Nos cuenta todo esto con una fe tan fervorosa y clara como nuestras gentes del pueblo enumeran los milagros de este o aquel santo, o los devotos de las teorías conspirativas exponen sus presuntas evidencias. «Creo que entre ustedes todas estas cosas ya no existen. En Europa este conocimiento se ha perdido. Pero aquí con nosotros, especialmente en los valles del norte, Tusheti, Khevsureti, Svaneti, todavía se sabe y se aplica». Me pregunto por cuánto tiempo más. Cuando Georges Charachidzé escribió su opus magnum Le système religieux de la Géorgie païenne, en 1968, aún pudo atesorar ejemplos de la vida cotidiana en Tusheti y Khevsureti. Sin embargo, los habitantes de estos dos valles ya se han trasladado en gran medida al pie de las montañas y la memoria de la sacralidad y los cultos asociados con el paisaje naturalmente se esfuma. En Svaneti aún hay gente que los practica in situ. Por eso trato de registrarlos y darlos a conocer, mientras todavía estén allí, mientras todavía alienten y pueda verlos y oírlos en la voz de los mayores.

Podríamos preguntarnos si estas personas son cristianas o paganas. Pero no se lo preguntéis a los lugareños. Se consideran cristianos, por supuesto, ya que creen en el Dios cristiano, respetan los iconos y al patriarca, realizan los rituales prescritos, por ejemplo, santiguarse frente a las iglesias, acuden a la liturgia los días festivos... Pero así como cuando un animal está enfermo no solo rezan por su curación, sino que también recurren a un veterinario o una curandera, consideran el mundo de los espíritus como un «campo de especialización» similar cuyo experto autorizado maneja los problemas relacionados del mismo modo profesional. Además, los espíritus suelen llevar nombres cristianos de santos o ángeles, lo que legitima convocarlos para pedir su ayuda. Y la Iglesia Ortodoxa lo acepta tácitamente en aras de la aculturación.

«¿Has visto Mimino?», cambia de tema. Es la comedia soviética georgiana más popular (Georgi Danieliya, 1977), de la que escribí ya algo. Comienza en Tusheti y su protagonista es el piloto del helicóptero que vuela aquí regularmente desde Kakheti. Al principio vemos el helicóptero sobre el paso de Abano hacia Tusheti, vuela cerca del castillo de Omalo, de donde partimos esta mañana a caballo, va hacia Shenako, llega a la iglesia y gira sobre el campo sagrado de modo que incluso se pueden ver los pequeños khatis, y finalmente aterriza en el prado de abajo del pueblo.

«Por supuesto que la hemos visto», le respondo para su sorpresa, ya que somos extranjeros. «Las escenas tushetianas de la película –continúa– se filmaron en varios lugares, pero hay dos, donde el niño está aprendiendo ruso y donde el padre del piloto anima a su hijo, que se rodaron aquí mismo, en Shenako. Si quieren les mostraré dónde». Acepto contento. Sé bien de qué se trata, y he hablado tanto a mis compañeros de esta película que no podrán dejar de verla después del viaje. No tenemos que andar mucho. Llegamos en un minuto recorriendo los estrechos pasajes entre las casas. Es un viejo edificio con porche, deshabitado hoy pero todavía en buen estado. Ojalá los propietarios regresen en verano, o que encuentre un nuevo dueño que la cuide.

Seguimos el sendero de vuelta. Las cunetas van cargadas de flores como todos los campos de Tusheti. La mujer nos advierte de que avancemos sin salirnos del camino, que vayamos con cuidado de no pisar las flores porque también en ellas habitan los espíritus.