31 julio, 2011

«...pero no estoy contenta»

Mapa de Liébana, c. 1900. 1:200.000. Clic sobre la imagen amplía el detalle; aquí la hoja completa.


Desde el balcón del Casar de Aliezo donde pasábamos las noches, vemos alargarse las luces del pueblo de Ojedo hacia Potes, que queda oculto tras el recodo del valle.


Ojedo (Cillorigo de Liébana), atravesado por el río Bullón, visto aquí desde el otro lado en una foto de los años 50. Aliezo, desde donde tomamos la foto anterior, es el grupo de casas arriba a la derecha. Más al fondo, Tama.

A Liébana se llega como a una isla, y así suelen referirse a ella los habitantes más viejos. Fue desde siempre refugio protegido por la hostilidad abrupta y caprichosa de las montañas y los desfiladeros; al vencerlos se entra en una vega amable, con buena tierra y buen clima para la huerta y los animales. Este tipo de amparos físicos, tan hermosos y vivos como exigentes, se convierten también, con el tiempo, en un resguardo sentimental, pues la experiencia cotidiana de la belleza acaba siendo más fuerte y penetrante que cualquier otra. Frágil y dura a la vez —así son también las islas—Liébana enseguida revela sus intimidades a quien la recorre, y se deshace en un intrincado archipiélago. Cada uno de los valles que descienden hacia Potes, trazados por los ríos Deva, Quiviesa y Bullón, reclama una mirada atenta. Cada valle alberga un hormigueo de diminutos pueblos que afirman su identidad con sus pequeños campanarios, sus escudos de piedra y sus casonas, sus heniles, establos, corrales, y una historia que en los últimos tiempos es casi por entero de envejecimiento y pérdida.

Aliezo


De un pueblo a otro hablamos con hombres y mujeres del campo. Todos nos dejan claro que están orgullosos de vivir allí, a la vez que reconocen las dificultades del trabajo diario. Señalan a su alrededor con admiración resignada, como quien mira a una amante caprichosa. «Esto es para quien le guste», dicen, para aclarar de inmediato «yo no podría vivir en otro sitio». Les duele mucho que apenas quede gente joven. «Aquí es una maravilla. Pero no estoy contenta. De mis seis hijos solo ha quedado uno en el pueblo; y aún he de dar las gracias», se lamenta —aunque sonríe abiertamente— una señora ya mayor, bien vestida, que se ha sentado esta tarde de verano lluvioso en el porche de su casa. «Y trabajo hay», añade. Tiene ganas de hablar y nos invita a tomar un café. Habla un castellano limpio y claro. Algunos se aventuran con el (así llamado) «turismo rural». El campo se abandona poco a poco.

Lon

El centro espiritual de Liébana es Santo Toribio (al menos oficialmente) con las ermitas aledañas de San Miguel y Santa Catalina y, más arriba, la pequeña Cueva Santa. Santo Toribio presume de poseer el trozo más grande conservado del Lignum crucis. Desde los primeros momentos de la repoblación hay referencias al monasterio. Es posible que su fundación se debiera a Alfonso I cuando en el siglo VIII vio que estos valles daban buen refugio a los cristianos acosados por los musulmanes. En su primera advocación, el monasterio se dedicó a San Martín y llevaba el locativo de Turieno, pueblecito que está justo abajo, sobre el río Deva. Hacia 1959 el monasterio sufrió una pésima reconstrucción que borró casi toda traza de la antigua edificación.



Es cierto que antes de su reconstrucción el monasterio llegó a presentar un aspecto ruinoso,
como se ve en estos muros del convento.

A la izquierda, las dos puertas de la iglesia, la principal y la del Perdón
que solo se abre durante la celebración de los años jubilares.

Lebaniegos que vuelven a sus pueblos desde Santo Toribio tras cumplir con la costumbre de «la vez»: del 16 de abril al 5 de octubre dos vecinos de cada parroquia del valle acuden al monasterio;
y en las festividades importantes, una persona de cada casa.


La gran fiesta de la comarca es la Exaltación de la Santa cruz, el 14 de septiembre, en Santo Toribio.
Engalanaban carros y vestían sus mejores trajes en una fiesta casi de fin del verano.

PAISAJE

Vi
montes sin una flor, lápidas rojas,
pueblos
vacíos
y la sombra que baja. Pero hierve
la luz en los espinos. No comprendo. Sólo
veo belleza.
Desconfío
(Antonio Gamoneda, de Blues castellano —1961-66—)

En la próxima entrada sobre Liébana seguiremos este mismo camino que nos ha llevado a Santo Toribio y sus ermitas subiendo el cauce del río Deva.

24 julio, 2011

Fervor



En mi forma temporal, la de cien huesos y nueve orificios, hay también algo que, a falta de una denominación más adecuada, podría llamarse duende volátil, ya que recuerda una tela fina que se frunce y echa a volar elevada por el soplo más suave de viento. Fue precisamente ese algo lo que hace muchos años se puso a escribir poemas, primero solo por diversión, aunque aquella tarea no tardó mucho en llenar toda mi existencia. Tengo que reconocer que ese algo se hundía a menudo en una melancolía tan grande que se sentía decidido a abandonar, mientras otras veces se hinchaba de soberbia lo bastante para complacerse en ilusorios triunfos sobre los demás. Desde que se dedica a la poesía no ha tenido ni un momento de calma, atormentado por toda clase de dudas. Un día en el afán de vivir una vida segura, decidió ponerse al servicio de la corte; otro día, deseando medir el abismo de su ignorancia, intentó convertirse en hombre de ciencia, pero su amor insaciable a la poesía lo salvó de lo uno y de lo otro. Porque de hecho no conoce otro arte que el de componer versos, por lo cual se limita a él con resignación.
Bashō


22 julio, 2011

En el Valle de Liébana


De los cántabros no se cogieron muchos prisioneros; pues cuando desesperaron de su libertad
no quisieron soportar más la vida sino que incendiaron antes sus murallas, unos se degollaron,
otros quisieron perecer en las mismas llamas, otros ingirieron un veneno
de común acuerdo, de modo que la mayor y más belicosa parte de ellos pereció
(Dión Casio, Historia romana, LIV, 5, 1)


No es Berlín después de los bombardeos aliados, es el pueblo de Potes, en el corazón del Valle de Liébana, en Cantabria, en 1937. Hacía poco más de un año que había empezado la Guerra Civil. El ejército franquista ocupó Potes el 2 de septiembre de 1937 y se encontró con un espectáculo de devastación casi completa. Parece ser que la noche anterior, los soldados republicanos que habían resistido hasta entonces abandonaron el pueblo incendiándolo por sus cuatro esquinas. Este es el parte de operaciones que redactó la «VI Brigada de Navarra» después de entrar allí.

«El pueblo de Potes en sus dos terceras partes está destruido y quemado, durando aún los incendios cuando entramos en el pueblo. Se cogen al enemigo 2 almacenes de víveres, 3 coches ligeros y un camión; un depósito de dinamita, 8.000 kg. de harina y un equipo óptico» (S.H.M. –Legajo 458 – Carpeta 14).
Por lo que sabemos, nunca llegó a aclararse quién tuvo la responsabilidad del incendio de Potes, pero fueron muchos los inculpados. Cuando, pocos meses después, a fines del 37, iban a fusilar por esta causa (entre otras) a Eugenio Ortega Ruiz, un maestro nacional de 23 años que había sido comandante del Batallón CNT, esgrimió en su defensa un recorte de diario donde se decía que acababa de ser detenido en otro lugar el autor del incendio de Potes. La alegación no le sirvió de nada. Parece que este incendio se convirtió en un buen pretexto para detener y fusilar republicanos.

Entre el 30 de agosto y el 4 de septiembre de 1937 fueron fusilados por los sublevados que ocuparon las ruinas humeantes de Potes, catorce vecinos ante los muros del cementerio. La represión contra quienes se opusieron al «Glorioso Ejército Salvador de España» continuó por los pueblos lebaniegos de la manera arbitraria e indigna que tan bien supimos ejecutar en España.


Así era, antes del incendio de 1937, la calle que bordea la plaza del mercado y sube desde el puente hacia la parte alta de Potes.


En esta plaza o en la del otro lado del río, frente a la iglesia, ya desde 1291, bajo el reinado de Sancho IV, se situaba el mercado. El edicto de Sancho IV obligaba a quienes quisieran asistir a dejar las armas en la posada. La foto de arriba está tomada desde la Torre del Infantado.



Ahora cada lunes sigue habiendo mercado. No es un encuentro ganadero, sino agrícola, donde se venden la miel, los embutidos, los «quesucos» de Áliva ahumados con madera verde de enebro, las enormes cebollas moradas, los pequeños garbanzos o el orujo que producen las aldeas del valle de Liébana. Potes, además, tiene seis ferias anuales de ganado. La más importante es seguramente la del día de Todos los Santos, en noviembre. Fue Juan I, en 1379, quien instauró aquí dos grandes ferias ganaderas al año.



Antes de la destrucción de la Guerra este era el aspecto del rincón de los «portales de la manteca», en la Plaza de Potes, donde los lunes de mercado las mujeres de los pueblos se sentaban a vender mantecas. También ha desaparecido el enorme ciprés que aquí medio oculta la Torre del Infantado.



Cruzando el Puente Nuevo durante una nevada en los años 50. Aquí ya se ha reconstruido el pueblo gracias a las ayudas del «Programa de Regiones Devastadas» que se puso en marcha al acabar la Guerra. En muchos aspectos esta reconstrucción culminó la devastación. Hoy en día aún hay campesinos que usan los zuecos o «albarcas» de madera de haya como las que lleva este hombre.


La torre que se ve tamizada por la nieve es el edificio más característico de Potes: la Torre del Infantado, erigida en época de don Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, cuya familia pasó por entonces a dominar el valle y otorgó al pueblo la capitalidad de Liébana. Hoy alberga una exposición permanente sobre el Beato de Liébana.

Fotografías de Eusebio Bustamante
Historiadores y geógrafos, Estrabón, Silio Itálico, Floro, y hasta el poeta Horacio, hablan de la valentía y ferocidad legendaria de los cántabros, que forjó imágenes heroicas como aquella que nos los muestra cantando himnos de victoria mientras los crucificaban los romanos (Estrabón). Lo cierto es que el propio emperador Augusto, a inicios del último cuarto del siglo I a. de C., tuvo que intervenir directamente en la conquista y desplazarse hasta aquí para forzar, con un inusual contingente de más de cincuenta mil hombres, la romanización —nunca  completa— de Cantabria. Augusto pasó mil penalidades que incluyen plagas, enfermedades y hasta haber estado a punto de ser alcanzado por un rayo —que mató al esclavo que le precedía— durante una marcha nocturna. Sin duda, al proverbial carácter de los cántabros se aliaba la orografía de los Picos de Europa y la espesura de los bosques.



Potes desde la Ermita de San Miguel, muy cerca del Monasterio de Santo Toribio. Partiendo de este pueblo, del que abajo pueden verse unas cuantas fotos más, daremos una vuelta por los rincones de Liébana en los próximos días.


Sirena del mar. Cantado por Ángel Roiz en Uznayo de Polaciones, Liébana. Colección de Alan Lomax, 1952-53.

20 julio, 2011

Kommunalki



Los timbres colocados sin orden en la puerta de un antiguo piso burgués, todos distintos pero lentamente igualados por la pátina del tiempo, reflejan bien la naturaleza de aquellos kommunalki moscovitas que mencionamos hace poco. Hoy, casualmente, estábamos leyendo una colección de relatos de Mjaíl Bulgákov, Salmo y otros cuentos inéditos (Madrid: Nevsky Prospects, 2011) y hemos encontrado uno titulado «Tratado sobre la vivienda» que, con el estilo inconfundible de Bulgákov satiriza el Moscú en que se instalaban por doquier aquel tipo de habitáculos. El cuento de Bulgákov, poco condescendiente con la situación, acaba así: «Solo puede hacerse una cosa: aplicar mi proyecto. Este proyecto se resume en lo siguiente: hay que reconstruir Moscú». Pero de momento esto parece bastante lejos de llevarse a cabo

El коммунальная квартира, el piso comunal fue fruto de la revolución de 1917, nacido, por un lado, de la nueva visión colectiva de restricciones a la propiedad privada, y por el otro de la afluencia de masas campesinas a la ciudad durante el proceso de urbanización inducido artificialmente. Entre los primeros y los últimos años de la Unión Soviética, la proporción 20:80% entre población urbana y rural se invirtió casi exactamente, pero la construcción masiva de viviendas —las llamadas khrushchevki, o incluso khrushchoby = «tugurios-khruschev»— solo empezo en los 60. Como solución al problema urgente de la vivienda, los grandes pisos burgueses se dividieron en varios apartamentos —de cinco a diez— de una sola habitación, uno por familia, con pasillo, cocina, baño y teléfono compartidos entre todos los residentes.


Dmitry Annekov: Voy y le llamo

Borís Vitkevich: El gato Pusya en la cocina comunitaria

Cocina comunal

«Por su parte, los ocupantes del gran piso comunal nº 3, en el que habitaba Lojankin, eran considerados gente caprichosa, y eran famosos en todo el edificio por sus frecuentes escándalos y sus serias intrigas. Al piso nº 3 incluso lo habían apodado el «Arrabal de los Cuervos». La prolongada vida en común había templado a estas gentes, y no conocían el miedo. El equilibrio del piso se basaba en la alianza entre distintos vecinos. A veces, todos los habitantes del «Arrabal de los Cuervos» se unían contra un solo inquilino, y éste las pasaba negras. La fuerza centrípeta de los pleitos se apoderaba de él, y lo metía en los despachos de los jurisconsultos, lo llevaba en un torbellino por los pasillos impregnados de humo de los tribunales y lo empujaba a las comisiones de camaradas y a los juzgados de primera instancia. Y durante mucho tiempo aún el indómito inquilino seguirá errando y recurrirá en su búsqueda de la verdad incluso a la más alta autoridad de la Unión Soviética: el camarada Kalinin. Y hasta su muerte el inquilino se servirá con prodigalidad de los términos legales que habrá ido reuniendo en los distintos edificios oficiales: no dirá «se castiga», sino «se pena»; no «falta», sino «hecho delictivo»; no se llamará a sí mismo «camarada Zhúkov», como le corresponde desde su nacimiento, sino «la parte perjudicada». Pero sobre todo, y con especial placer, pronunciará la expresión «presentar una demanda». Y su vida, que ya antes no era un camino de rosas, se volverá absolutamente detestable.»
Ilf-Petrov: El becerro de oro (trad. de Helena-Diana Moradell)

Familiarizándose. 1938

¡Pasa! Cuidado no tropieces con la mesa.

No choquéis con las cosas del pasillo (Savinsky pereulok, Piso nº 5, 1929)


No obstruyáis los espacios comunes

«No hay ninguna manera de atravesar el pasillo», dijo Selizneva. «No puedo andar por encima de un hombre. Y él estira las piernas a propósito, y también los brazos, y a veces se da la vuelta y mira. Vuelvo a casa de trabajar agotada, necesito descansar. Y siempre hay clavos que se le caen de los bolsillos. No se puede andar descalzo por el pasillo, si no vas con cuidado te agujereas los pies.»

«Hace poco quisieron rociarlo con keroseno y prenderle fuego», dijo el supervisor.

«Le rociamos con keroseno», dijo Korshunov, pero fue cortado por Kulygin que dijo, «Solo le echamos keroseno para asustarlo; no queríamos prenderle fuego».

«Yo nunca permitiría que se queme a nadie vivo en mi presencia», dijo Selizneva.

«Pero por qué está este ciudadano tumbado en el pasillo», exclamó el policía.

«¡Buena pregunta!» dijo Korshunov, pero Kulygin le interrumpió y dijo, «Porque no tiene otro sitio: esta habitación de aquí es la mía, y aquella es la de estos, y este otro vive allí; y Myshin aquí, él vive en el pasillo.»

Daniil Harms: La victoria de Myshin

Esta es la cocina. No tocar la mesa del prójimo.


Esta sí que puede tocarse, es la nuestra. La señorita de al lado ha puesto otra vez a secar los calcetines encima de los fogones. Cuántas veces le hemos dicho que no lo haga…


R. Bazhenov. La olla de otra. Krokodil, 1959


Aparte de educar para la vida en común, los kommunalki también facilitaban el espionaje de los vecinos, y no pocas veces la delación.

«Ella escucha abiertamente detrás de las puertas, o se queda allí y escucha la conversación telefónica para luego, con gran entusiasmo, contar a la gente de la cocina lo que acaba de oír. Dirá algo así como: «Y la oí cómo te criticaba a través de la puerta. Ni siquiera me paré a escuchar.» Adopta esta pose. Cuando vuelve de la cocina se detiene en su puerta, se inclina un poco hacia adelante, y se queda un par de minutos sin moverse, sólo escucha.»


Ve al baño solo si es absolutamente necesario. Puedes lavarte las manos aquí también, pero solo con agua fría:


A. Kulyemi: Kommunalka en Moscú

¡Ahorra agua! (1950)

Allí, al fondo del pasillo está nuestra habitación.

Adelante, por favor.


«Tuve dos amigos de infancia a quienes aún veo de vez en cuando. En el piso de uno de ellos vivían siete familias, en el del otro creo que ocho o nueve. Vivían uno a cada extremo de la misma calle y los visitaba a menudo. El microclima de ambas colmenas era bastante distinto. En una de ellas vivían unas abejas muy afables. La tía Lena siempre nos daba pasteles, el tío Víctor nos arreglaba las bicis, y la hermana pequeña de mi amigo se quedaba por un par de horas con la tía Nadia en la habitación de al lado. Pero la otra parecía más un avispero furioso, con discusiones permanentes y disputas a causa de los turnos de limpieza, del jabón, de los pelos en la sopa y otros placeres de la vida en común. Cuando iba ahí de visita siempre intentaba refugiarme en la habitación de mi amigo lo más rápido posible, y llegar habiendo meado con anterioridad, perdón por el detalle grosero, aunque fuera en los arbustos de atrás de la casa.»








Fotos de María Tirskaya

Una de las mejores introducciones a la vida en los kommunalki es el museo virtual Communal Living in Russia, publicado en inglés y ruso por Ilya Utekhin y sus amigos, con una rica documentación y materiales audiovisuales. Es un recorrido virtual y a la vez una antología de la literatura y los films del período.


Una buena imagen da también el documental de Françoise Huguier, Kommunalka (2008). Esta directora vivió a fines de los 90 durante unos meses en un piso comunal de San Petersburgo, trabando amistad con sus habitantes y fotografiándolos. Años después volvió a rodar la película y encontró allí a la mayoría de la gente de entonces. La página, muy atractiva, del film nos invita a verlo. Una presentación se puede contemplar en YouTube, y la película entera se puede ver aquí con una introducción en francés y los diálogos en ruso sin subtitular.


«Es mejor vivir en un apartamento comunal, uno grande, de este tipo, en un barrio histórico, el Petersburgo histórico, que en un complejo de viviendas. Allí hay una especie de desconexión, la vida es más aburrida. No sé, me parece que la gente allí es completamente distinta. Cada uno va a lo suyo. Y aquí somos como una gran familia. Si alguien tiene un problema todos lo compartimos. O un motivo de alegría, eso también se comparte. Hoy una persona está de mal talante y mañana puede ser una persona diferente. De algún modo nos neutralizamos unos a otros y esto funciona muy bien.»
Communal Living in Russia