28 agosto, 2012

Los viajes del reverendo Ólafur Egilsson

Heimaey, la mayor de las islas Vestman, en Islandia. Las fotos de esta entrada están tomadas allí hace tres semanas.

No sorprenden en España ni en todo el Mediterráneo las historias de corsarios y cautiverios, con aquellos complicados rescates, las penurias de las prisiones, los viajes tantas veces fracasados de vuelta a casa, los abordajes y asaltos y toda la destrucción y sangre que regó por varios siglos las costas del norte de África y del sur y levante de la Península Ibérica y las Baleares. Ni tampoco hay que esforzarse para recordar a Cervantes y Arnaut Mamí, las páginas de Fray Diego de Haedo, las crueldades anotadas por Antonio de Sosa, el ambiguo trato con los renegados, al capitán Ruy Pérez de Biedma y su amada Zoraida que abandonó a su padre en una cala desierta por seguir el dictado sobrenatural de Lela Marién... y junto a ellos los cientos de relaciones más o menos fantásticas y los miles de documentos de todo tipo que llenan los archivos configurando una parte esencial del imaginario histórico español. El gran negocio del corso fue una de las más serias preocupaciones de la Monarquía desde los Reyes Católicos hasta finales del siglo XVIII, con continuas batallas e intermitentes planes de envío de una gran armada a Argel que acabara de una vez por todas con el problema. En octubre de 1627, año del que ahora hablaremos, arribaron al puerto de Palma desde Argel, obligados por el mal tiempo, nada menos que doce saetías cargadas de cautivos redimidos por los frailes mercedarios. Era gente de toda clase y pelaje, entre ellos dieciséis mujeres, dos con niños de pecho. Ese mismo año se discutía vivamente sustituir el sistema de limosnas a los frailes de la Merced —designados por el Papa para el rescate de los cautivos— por la creación de una armada específica contra el corso argelino...


Pero la historia de Ólafur Egilsson, conocida como el Reisubók, es prácticamente ignorada entre nosotros. La hemos encontrado en las pequeñas islas de Vestmannaeyjar (o Islas Vestman), al sur de Islandia y al no haber sido nunca traducida al español pensamos que valdría la pena contarla aquí. Es la pieza central de lo que en Islandia se conoce como la Tyrkjaránið, el ataque sufrido allí por los «turcos» (en realidad berberiscos). No se conserva el manuscrito original y las copias contienen lagunas y errores. Utilizamos la edición inglesa de Saga Akademia (Keflavík, 2011).

El puerto de Heimaey, angosto y protegido del mal tiempo.

La historia nos traslada al verano de aquel mencionado 1627, cuando los centros corsarios de Argel, Rabat y Salé estaban tan en su apogeo que cruzaban apuestas sobre lo lejos que podrían llegar y la cantidad de esclavos que acabarían vendiendo en sus plazas. De este modo, una pequeña flotilla de tres naves procedentes de Argel y Salé, «una de ellas muy grande», se aventuró Atlántico arriba hasta tocar las costas de Islandia. Llegaron primero a Grindavík e hicieron presa en algunos fiordos del sudeste de la isla. Luego, con la guía imprescindible de unos pilotos ingleses que habían subido a bordo, se dirigieron al archipiélago de Vestmannaeyjar. Allí, los habitantes del puerto de Heimaey, el principal poblado de las islas, percibieron la silueta de las naves y se prepararon para un ataque armándose y reuniéndose en las grandes casas que los comerciantes daneses tenían en el puerto. Parece que los daneses no estaban del todo conformes con esta ocupación e insistían en que se trataba en realidad de un destacamento de la armada danesa dedicado a la protección de Islandia. Tras unas pocas horas de observación les pareció que los barcos desistían, quizá porque el viento no era favorable para entrar en la ensenada y se requería cierta pericia. Solo buscaban apartarse un poco, dejar caer la noche, dirigirse a la isla por el lado opuesto y atacar de manera feroz a la mañana siguiente con la gente desprevenida.

Toda la isla huele fuertemente a pescado. Es el centro pesquero más importante de  Islandia y procesan toneladas de bacalao y otras especies para exportar desde aquí a todo el mundo.

Era martes, 17 de julio de 1627. El reverendo Ólafur Egilsson lleva la cuenta justa de los días. Trescientos hombres desembarcaron en dirección a Heimaey desde tres grandes botes. Repite la comparación: «corrían como lobos», buscaban como alimañas a sus presas en todos los escondites, trepaban a los riscos y entraban hasta el fondo de las cuevas matando a machetazos a quienes se resistían, a quienes invocaban a Jesús y también a los viejos e impedidos. Se salvaron los daneses porque se apresuraron a embarcar y abandonar la isla. En sus edificios van hacinándose los prisioneros hasta que no caben más y los piratas han de empezar a atarlos a la intemperie. Les obligan a remar en los botes atestados que los conducen por tandas a las naves. Las escenas de crueldad extrema se suceden ante los ojos de Ólafur e intenta ejercer su responsabilidad moral en la comunidad. Desde el barco ve la iglesia en llamas. El capitán lo reclama ante sí, lo atan de pies y manos para que el propio capitán lo muela a puñetazos y puntapiés hasta que ya ni pueda quejarse. Un marino que habla alemán consigue entenderse con él y le exige que diga dónde guardan aquellas gentes su dinero o riquezas. Responde que no hay tales cosas en Heimaey y que pueden seguir golpeándole hasta la muerte. Muy maltrecho lo arrastran a la bodega con los otros islandeses.


Durante tres días van cargando los barcos y saqueando la isla. El 19 de julio  incendian las casas de los daneses y abandonan el archipiélago. «Porque tú, honesto lector, debes conocer la verdad, he de decir que una vez que la gente estuvo a bordo, los piratas no maltrataron a nadie excepto a mí, se comportaban bien con todos e incluso tenían un trato amable con los niños». Así Ólafur Egilsson, el viejo pastor luterano, ya con unos sesenta años a cuestas, dos hijos y una mujer embarazada, ve cómo el destino le dirige hacia un futuro de esclavo en Argel. Con él van, dice, unos doscientos cuarenta y dos islandeses. Dejan atrás treinta y cuatro cadáveres.


Zarpan con un viento inusualmente bueno pero las condiciones de vida en el barco son las imaginables. Con todo, les tratan bien y les dan comida. Incluso cerveza y aguardiente (que los piratas no prueban) mientras dura el contenido de algunos barriles obtenidos en Heimaey. El aguardiente es ingrediente importante del bienestar del buen Ólafur y a lo largo de su relato suele comentar las ocasiones en que puede beber un poco o cuándo se ve obligado con repugnancia a beber agua, muchas veces tibia o salobre, tan distinta de la islandesa. En estas circunstancias, en plena travesía hacia el sur, la mujer de Ólafur da a luz un niño. Cuando los marinos oyen su llanto le buscan ropa para envolverlo.


No toda la tripulación está compuesta de moros. Hay cristianos renegados, que para Ólafur son gente temible. Uno de ellos, español, al desatarse una tormenta es golpeado por un bote que se ha soltado en cubierta y muere ahogado en el mar. Los marinos entonces «tomaron la decisión de matar a un carnero (uno muy gordo) bien como sacrificio al Demonio o a alguno de sus ídolos —no sé a cuál. Cortaron el carnero en dos mitades y lanzaron una a cada lado del barco, y la tormenta amainó en unas pocas horas».


Antes de avistar las costas de la Península Ibérica, el 9 de agosto, han muerto dos o tres mujeres islandesas. Las envuelven en trozos de velas viejas y las lanzan por la borda. Casi llegan a Gibraltar cuando una pequeña flota «les asustó y empezaron a armarse, pero tanto miedo tenían que tropezaban entre sí como perros que huyen del agua fría». Al final resultan ser también piratas berberiscos en busca de presas cristianas, y los esclavos islandeses serán finalmente desembarcados sin más problemas en el puerto de Argel el 16 o 17 de agosto. Inmediatamente, el aspecto físico de aquellos hombres del norte hace que a su alrededor se agolpe una multitud de curiosos y empieza sin demora ninguna la distribución y venta de los esclavos según reglas bien precisas. Al cabo de unos pocos días de encierro, un alto oficial de la corte llama a Ólafur y le dice que está libre, pero que si quiere recuperar a su mujer y a sus hijos deberá regresar con mil doscientas piezas de a ocho o reales de plata. Luego le despide obligándole a besar sus manos y le expide un salvoconducto en varios idiomas para que no vuelvan a apresarlo por el camino.


Ólafur aún tiene tiempo de ver la ciudad. Quiere describírnosla pero «lo que vi en aquel lugar de mala gente es para mí difícil de contar pues estaba entonces muy desorientado y afectado por la pena». Entre las cosas que le llaman la atención, la primera es el pequeño tamaño de los burros y sus orejas desproporcionadamente grandes; también la delgadez de los caballos. Y le sorprenden los camellos, nunca antes vistos. Nota con asombro la abundante presencia de enanos por las calles, y algunos pájaros exóticos, un pavo real y otros más dentro de un aviario. «A causa del gran calor que el sol provoca, los hombres y las mujeres van casi sin ropa». El calor da también abundancia de frutos y cosechas: aquí «nunca cortan la hierba, y las ovejas y el ganado no se guardan nunca en los establos porque no hay invierno, nunca cae una nevada o hiela, en ningún momento del año». Y «en este lugar solo beben agua caliente y salobre, que en muchos sitios guardan dentro de las casas». Menos mal que un día, paseando enfermo, descalzo y mal vestido, un francés que llevaba viviendo allí desde mucho tiempo atrás, se apiadó de él y le dio unos zapatos y un litro de aguardiente. «Y aquel mismo hombre me dijo que muchos islandeses habían caído enfermos y morían por toda la ciudad, cosa que no nos alegra. También me dijo que en el cementerio cristiano ya habían enterrado a treinta y uno. Los islandeses no podían soportar el terrible calor de aquel lugar».


El 20 de septiembre le dejan despedirse brevemente de su mujer y de sus hijos y embarca en un navío italiano en dirección a Livorno. «Me obligaban a beber del agua que habían usado y ensuciado un león, un oso, un avestruz y algunos monos y gallinas; aún así daba gracias, tan sediento estaba». Malos vientos desvían la nave a unas costas rocosas de Cerdeña donde los habitantes no les dejan desembarcar y temen perder el barco. Llegan a Malta pero sin demora vuelven a emproar hacia Livorno y arriban esta vez en pocos días. Ólafur ha de esperarse sin salir del barco a que el capitán esté durante seis días con su familia. «Uno de los italianos me dio vino para beber y manzanas y queso para comer, y esto me tenía que haber dado esperanzas de que venían tiempos mejores, pero no fue así».

La costa de Islandia se ve al fondo desde lo alto del volcán de Eldfell (Montaña de fuego), que en enero de 1973 entró en erupción arrasando media isla.

Livorno, como puerto franco, era entonces una gran ciudad para todo tipo de comercio (bien lo saben los mallorquines). Allí empieza Ólafur en serio la tarea de conseguir dinero e inicia la pauta que luego seguirá en los otros lugares, buscar a gentes de tierras próximas a la suya, holandeses, noruegos, daneses, también encontrará a algún alemán e inglés. Es un noruego quien aquí le ayuda con unas monedas, comida, bebida, alojamiento y hasta papel y tinta. Ólafur tiene un problema mayor: no sabe ni remotamente hacia dónde partir. Camina cuatro días y llega a Venecia (Fenedíborg, la llama) con un compañero de fatigas de Hamburgo, pero allí les disuaden de subir por Alemania y vuelven rápidamente a Livorno. «En aquella ciudad me dirigí a unos monjes y les pedí ayuda, pero me contestaron que me ayudara Lutero». El reverendo Ólafur critica los ritos católicos que va observando. Por ejemplo, una confesión: «Si quien se ha confesado da algún dinero al sacerdote, entonces él le perdona los pecados que va a cometer». Observa con curiosidad cómo se santiguan los fieles al entrar en la iglesia mojando dos dedos en la pila de agua bendita. Y otro noruego con quien se cruza le explica el procedimiento de la visita que realiza una comitiva, bajo palio y sonando una campanilla, para dar la comunión a los enfermos. «En esta ciudad las campanas no descansan nunca». Sus juicios son breves y respetuosos normalmente, solo al final de la descripción de los vestidos de los monjes apostilla: «aunque se lavan con lejía y jabón fuerte, esto solo sirve para revelar su falta de fé y su deshonestidad de manera más clara». Los otros habitantes de Livorno se le aparecen como una gente muy elegante, «exageradamente bien vestida; mejor, creo, que en cualquier otra parte del mundo ni aquí en los países nórdicos. Llevan seda y terciopelo...» Pero sobre todo le llama la atención la abigarrada vida callejera de la ciudad italiana, donde hay animales, una comitiva con un ciervo sin cuernos, un zorro y un mono vestidos de rojo que andan a dos patas, un búfalo, una cadena de penitentes en procesión... De todo ello le da aclaraciones el benefactor vecino noruego. Y no puede dejar de expresar su admiración por el realismo imponente de las estatuas en bronce de cuatro piratas moros hechos presos y mandados ajusticiar por Fernando I de Medici que el escultor Pietro Tacca acababa de colocar en la actual Plaza Micheli.

En los riscos  sobre el mar cría una de las mayores colonias de frailecillos de toda Islandia. Son aves fáciles de cazar pero no parece que estén en riesgo de extinción.

Decide ir finalmente a Génova, donde una mujer danesa le da alojamiento dos noches y parte hacia Marsella. La desorientación geográfica de Ólafur es patente: «De camino a Marsella vi el resplandor de Roma en la lejanía. Aunque no vi propiamente la ciudad, durante la noche vi las colinas de la ciudad y sus brillantes luces que parecían elevarse en el cielo más que la constelación de Piscis —que allí se ve en medio del cielo». Lleno de dudas decide también dar marcha atrás y volver a Génova. De camino, se asombra: «La primera cosa que vi fue una ventana de cristal de un tamaño de por lo menos cinco o seis brazas. Y allí vi también por primera vez molinos de viento». Intentará viajar por mar, es el día de Todos los Santos y, con ayuda de aquella mujer danesa, compra un pasaje de barco; pero al llegar a Marsella se encuentra abatido, sin nadie que le acoja hasta que una mujer se le acerca viendo su aflicción y le habla «en correcto islandés». Imaginamos que el aspecto físico del reverendo Egilsson despertaba el interés de las otras personas nórdicas. La mujer le dice que ella es una islandesa «exiliada» y que le puede dar alojamiento por esta noche. «Pero cuando llegué a la casa —dice Ólafur—, allí había un hombre alemán y varios ingleses que entendían mis palabras. Uno de los ingleses, que era fabricante de lentes, me reconoció. Este hombre dijo que yo era un sacerdote de Islandia. Entonces la mujer me ordenó inmediatamente salir de la casa. Cuando me agarró e intentó sacarme afuera, mi Dios "despertó" al comerciante alemán. Se interesó por lo que estaba pasando y se levantó de la mesa donde bebía —porque aquello era una taberna— y prometió pagarme la comida y la bebida durante el tiempo que tuviera que permanecer en la ciudad. Aquella noche por fin tuve suficiente comida y bebida, y también una buena cama donde descansar, cosa que no había ocurrido desde que fui capturado dieciséis semanas y un día atrás».


En aquella «venta» parece que las cosas se resolvían con facilidad. Al día siguiente entró allí a tomar un trago de vino una capitán de barco danés que se convertirá en la mejor ayuda para Ólafur. Su apropiado nombre no se le olvidará y lo repite agradecido en las siguientes páginas. Es el capitán Caritas Hardspenner. Las seis semanas siguientes las pasará alojado en su barco. Piensa que le conviene ir a París, donde quizá consiga dinero, pero reflexiona que no puede presentarse allí con este aspecto de pordiosero y en las condiciones físicas de debilidad en que se encuentra. Además «ha oído rumores de que por aquel camino se cometen asesinatos». Mientras vive en el puerto observa con especial atención a los pescadores mediterráneos y su modo de vida. Los encuentra miserables y opina que por el duro trabajo que realizan apenas consiguen pesca. «Hermanos míos —concluye—, hay pobreza en más lugares que en Islandia».


En Navidad zarpan en dirección a Gibraltar para seguir a Holanda. «Hay una enemistad mortal entre los españoles y los daneses, y por eso navegamos tan cerca como podemos de la costa africana». El 23 de enero avistan la costa de nuevo: es Inglaterra. Durante el viaje el capitán Caritas le da más muestras de amistad, ropa, un sombrero. Pisa tierra holandesa en Enkhuizen. Los mejores elogios de todos los países que visita son para la gente holandesa: «tanto en aspecto como en comportamiento, no tienen comparación. Son humanos y benevolentes, en particular los marinos. En ningún otro sitio las mujeres tienen tan buena presencia; de las mujeres holandesas puede decirse que son muy hermosas». Parte hacia la ciudad danesa de Krónuborg con otro capitán danés y hace escala primero en la isla de Vlieland, donde atraca una gran cantidad de barcos que comercian con bueyes. «Fui a Krónuborg, en Dinamarca, y casi me sentí como si hubiera llegado a casa en Islandia». Allí tiene un viejo conocido que estuvo durante siete años de comisario en Vestmannaeyjar. Personas principales organizan algunas reuniones con gente que le puede ayudar pero poco a poco va comprobando como sus expectativas se frustran. A nadie le sobra el dinero. Lo mismo ocurre al llegar a Copenhague el 28 de marzo: todos le reciben con los brazos abiertos «como si yo fuera un ángel», pero apenas hay dinero. Los comerciantes islandeses con los que se reúne le dan algo más, pero tiene que gastarlo casi todo en su manutención. Aquí, el reverendo Egilsson se detiene a nombrar a todos aquellos que le han ayudado y menciona tan precisamente como puede la cuantía o cualidad del auxilio. «Creo que esto probará la verdad de lo que dije: en esta ciudad real, se han hecho muchas obras buenas. Y hay un orden refinado en todo. Además, en ningún otro lugar en que haya estado se bebe mejor cerveza o se cocina mejor, y en ningún otro lugar hay camas tan cómodas». Con todo este largo elogio resplandece la verdad que Ólafur no explicita: el rey Cristián IV, a quien ha visto el 8 de abril, no le dará ni un céntimo. La razón principal es que las arcas reales ese año están exhaustas y Cristián plenamente involucrado, con duras derrotas, en la conocida como «Guerra del Emperador», en el contexto de la Guerra de los Treinta Años. Esta situación acaba por hundir el ánimo de Ólafur: «Durante el tiempo que estuve en Dinamarca y cuando llegué a conocer cómo habían ido los lamentables acontecimientos de la guerra y la gran perdida de propiedades que había sufrido la Corona, mi aflicción se hizo enorme, porque entonces toda mi esperanza se desvanecía —pues estaba en conseguir alguna ayuda allí para poder liberar a mi esposa y mis hijos».


De este modo, en mayo, tras haber pasado unas diez semanas en Copenhague, parte de nuevo a Krónuborg (en efecto, el Elsinor de Hamlet) y de allí zarpa junto con otras diecisiete naves hacia su tierra en Vestmannaeyjar. Fue un viaje de 31 días a causa del mal viento, y pasan por Flekkerøy (Noruega), Escocia y las Islas Orcadas hasta que el 6 de julio de 1628, casi un año después del inicio de su desgracia, atraca en el puerto de Heimaey: «aquella pobre gente me recibió como si fuera su mejor amigo que vuelve de entre los muertos. Algunos de aquellos hombres y mujeres honestos probaron su gentileza y generosidad.» Con todo, Ólafur no descansa y tres días más tarde va a tierra islandesa a ver a más familiares y amigos. A todos tiene que agradecer sus esfuerzos de generosidad pero las sumas de dinero que recoge son inapreciables y ha de gastarlas en recuperar su vida cotidiana.


Aquí, de manera abrupta acaba el relato del reverendo Ólafur Egilsson. Sabemos por otras fuentes los detalles que siguen: nunca volvió a ver a sus hijos. A los diez años de su regreso, treinta y cinco islandeses fueron rescatados por el rey danés, veintisiete de los cuales consiguieron llegar a Islandia. Entre ellos estaba la esposa de Ólafur Egilsson. Estuvieron juntos dos años, al cabo de los cuales el reverendo Ólafur Egilsson murió.


La traducción inglesa del Reisubok de Saga Akademia edita conjuntamente cuatro cartas interesantísimas y llenas de detalles que complementan el texto de Ólafur, escritas por otros cautivos islandeses en aquel trance y que se han conservado de maneras a veces rocambolescas. Una de ellas, la de Jón Jónsson, que tardó cuatro años en llegar a Islandia, tiene unos párrafos que vale la pena traducir porque se refieren de manera muy curiosa asuntos relacionados con España. Habla así del encierro en Argel:
«La mayoría de los cautivos cristianos de aquí proceden de España, Portugal y Galicia. Muchos también son franceses, tanto súbditos del rey Felipe de Madrid, en España, como de Marsella. Algunos son de Eslavonia y de Italia, pero muy pocos son de los países nórdicos. El rey de España quería venir con su galeón y otros grandes buques de guerra a rescatar a todos los cautivos por la fuerza de sus armas. Pero se dice, en verdad, que el rey tiene miedo de un malvado hechicero que ya, en una ocasión anterior, deshizo la flota real en una violenta tempestad. La armada real recibió un daño tan terrible que solo la nave del rey y la de su almirante sobrevivieron.  
Todo esto ocurrió por la propia codicia del rey. Una vez que hubo conquistado aquella plaza, hizo construir un castillo, que ahora está en ruinas, y exigió las llaves de la puerta de la ciudad. Los habitantes le entregaron las llaves pero el rey no quedó satisfecho y quiso que le entregaran en tres días otras llaves fabricadas en oro precioso. El hechicero mientras tanto se había investido de sus poderes. Se acercó al puerto y lanzó al mar un pequeño tambor con caracteres mágicos escritos. Entonces el mar empezó a agitarse y fue pronto presa de una fuertísima tormenta, con olas tan grandes que los barcos españoles chocaban entre sí y todos se rompieron en pedazos. La corona del rey de España cayó al agua y hasta el día de hoy la tienen guardada en el tesoro de la ciudad. Por ello, las gentes de España dicen que el rey de Madrid solo tiene media corona sobre la frente y que ha prometido volver a los moros a buscar su corona perdida».

Así de embrollada conocía la historia de España un islandés recluido en los baños de Argel. Esta carta, entre dos párrafos, de manera aislada contiene también unas misteriosas sentencias en un idioma que originalmente parecería español pero que, al no ser la carta autógrafa y haberla copiado alguien que no debía conocer en absoluto el español (ni el latín) quedaron literalmente de esta forma para la posteridad:
«No so fullan para los bastimentos, sino lavansensia de los demás amigos míos. A foderoso sonnar Dios remidiet sus probetis Psclavos».
Es posible que Jón Jónsson quisiera transcribir alguna frase española de las muchas que podían oírse en el cautiverio. Quién sabe. Si algún lector se ha interesado por esta fascinante historia como para llegar hasta aquí, le pedimos que nos dé su hipótesis de desciframiento. De Jón Jónsson solo sabemos que algunos de sus parientes consiguieron volver a Islandia, ninguna otra noticia suya quedó después de esta carta.




Bára Grímsdóttir: «Morgunbæn (Oración de la mañana)». Del disco, Funi. Canciones tradicionales de Islandia.


16 agosto, 2012

Koimesis




No sabemos donde murió la Virgen. Una tradición dice que en Éfeso, adonde habría ido con San Juan, a quien Cristo la encomendara desde la cruz. Otra dice que en Jerusalén. Tampoco sabemos la edad que tenía al morir, unos dicen que sesenta, doce después de la muerte de Cristo. La tradición bizantina dice que ochenta. Tampoco sabemos cómo murió. Una línea iconográfica (por ejemplo en el retablo de Veit Stoss, Cracovia) dice que arrodillada, del mismo modo en que habría dado a luz a Jesús; otra (que vemos en la tabla de Holbein el Viejo en Kaisheim), sentada.


Lo cierto es que su imagen yacente está en todas las iglesias de Palma en la semana del 15 de agosto y su rostro es el de una mujer joven, serenamente dormida en un lecho rodeado de albahaca o mirto y con la presencia de los ángeles psicopompos que están a punto de subirla al cielo.


En la Catedral los ángeles son los protagonistas.





También nos acercamos a ver la Virgen yacente de la iglesia de San Francisco, mucho más sencilla, más pequeña, con unos ángeles pintados y unas simples gasas que suben por el altar de la capilla.








12 agosto, 2012

La luz visible



Si uno va rodeando la Catedral de Palma desde el Palacio Episcopal hacia la Puerta del Mar, tendrá que doblar esta esquina. Son los muros exteriores de la Capilla de San Pedro, en la curva que forma el ábside de la iglesia, del lado de la Epístola.



Este lienzo, carcomido por estrechos ventanucos y con la piedra atacada por el salitre, guarda cicatrices de tantos remiendos como el edificio ha ido soportando un siglo tras otro.


Bajo uno de estos pequeños tragaluces cuesta distinguir las jambas y el dintel de una puerta de poca altura, hoy cegada con unos sillares robustos de marés.


Ningún paseante que llegue aquí mirará hacia esta pared. No puede. Los ojos van al espacio abierto del mar o a la fachada del Palacio de la Almudaina que de pronto tendrá ante sí —es por algo que a esta zona se la conoce como «el Mirador»—. Por supuesto, casi nadie recordará la historia de esta puerta tapiada. Un funcionario municipal plantó delante una farola, como si quisiera disimular más su existencia.

Daba acceso exterior a un pequeño aposento adosado al templo, y está así desde 1576 cuando Isabel Zaforteza Gual-Desmur, la joven noble que enseñó a leer y bordar en su casa —en la actual plazuela de Can Tagamanent— a una criada que luego resultaría ser la Beata Catalina Tomás, de quien sería también amiga y confidente durante años, decidió sepultarse en vida.




Isabel era hija de Mateu Zaforteza-Tagamanent, el único hijo de Pere Zaforteza-Tagamanent que sobrevivió a la revuelta de los Agermanats. Nos da los detalles el Cardenal Despuig en su biografía de la Beata Catalina Tomás, y nos cuenta cómo al enviudar de Jordi de Santjoan, caballero noble y procurador real, Isabel eligió aquella estancia de la Catedral para cumplir con su aplazado fervor ascético. Solicitó al cabildo que le dejaran ocuparla y consiguió la autorización tras muchas dudas y deliberaciones —«ut possit se retraere, et caudere intus Ecclessiam Sedis», dicen las Actas Capitulares de 21 de marzo y 7 de abril de 1576—. Isabel debía contar entonces unos cuarenta y cinco años.


Inmediatamente mandó tapiar todos los vanos a excepción de la pequeña ventana y dos mínimas aspilleras que aún se aprecian casi a ras de suelo por donde le entregaban la comida. Otra pequeña abertura interior daba a la capilla de San Pedro para facilitar la oración y oír misa.



Imaginamos la luz vibrante y el aire azul del mar rompiendo la penumbra y dibujando desde las aspilleras, sobre el suelo y los muros, el paso de las horas. Así durante trece años, al cabo de los cuales fue enterrada en el Convento de Santo Domingo, hoy desaparecido.

«La historia se descompone en imágenes, no en historias»
Walter Benjamin, Libro de los pasajes.