26 enero, 2010

La lengua absuelta


Josef Koudelka, Gitanos, Eslovaquia, 1966.

Es un tópico sobre los gitanos decir que su lengua existe solo para que no les entiendan los  payos o los habitantes de los pueblos por donde vagan, equiparándola así a una especie de germanía de ladrones. Un tópico antiguo que el propio Covarrubias testimoniaba utilizando también alguna de sus etimologías fantásticas. Veamos, por ejemplo, la entrada de su Tesoro sobre la jerigonza:
Jerigonza. Un cierto lenguaje particular de que usan los ciegos con que se entienden entre sí. Lo mesmo tienen los gitanos, y también forman lengua los rufianes y los ladrones, que llaman germanía. Díjose gerigonza, quasi gregigonza, porque en tiempos pasados era tan peregrina la lengua griega, que aun pocos de los que profesan facultades la entendían, y así decían hablar griego el que no se dejaba entender. O se dijo del nombre gyrus, gyri, que es vuelta y rodeo, por rodear las palabras, permutando las sílabas o trastocando las razones; o está corrompido de gytgonza, lenguaje de gitanos.
En la entrada anterior se trataba sobre todo de las tensiones que se entablan entre la identidad de un pueblo y las identidades de los individuos que lo forman, y que, en el caso de los gitanos, se manifiestan de manera especial en la lengua. En este contexto sirve de perfecta ilustración la vívida anécdota que acabamos de encontrar. En ella queda claro hasta qué punto los gitanos, cuya lengua les otorga identidad, asumen el discurso del poder que los margina. Pero dejan de sentirse inferiores cuando averiguan que también su lengua puede escribirse como las lenguas «normales»:
 «Cuando estaba enseñando en la escuela de un pueblo húngaro, los chicos de los gitanos Beas, que usaban entre ellos su lengua como una suerte de argot secreto o confidencial, me maldecían. Su lengua es una versión arcaica del rumano. También se habían traído las maldiciones desde su vieja patria. Yo hablo rumano, así que les respondí. Llegamos a un pacto. Si venían regularmente a la escuela, yo les enseñaría a escribir en su lengua materna. Permanecieron boquiabiertos durante varios minutos al ver en la pizarra que lo que pronunciaban se podía realmente escribir. Dijeron que ahora sabían claramente que eran iguales a aquellos muchachos a quienes sus maestros no les prohibían hablar en su propia lengua en la escuela. Sentían que los malos tiempos finalmente habían terminado: tenían palabras que no solo se podían pronunciar, sino también podían escribirse. De ahora en adelante dialogar sería solo cuestión de usar el diccionario. Estaban convencidos de que todo sería así de simple. No sabían que el diablo duerme en los detalles.»
Niños roma jugando en la colonia de Krompachy, Eslovaquia oriental, 1991(tomado de Isabel Fonseca, Enterradme de pie, 1995)

Y es muy interesante comprobar como este mismo proceso había ocurrido mucho antes, hacia mediados del siglo XVI en Centroamérica. Nos cuenta Jan de Vos en su monografía sobre el misionero dominico y defensor de los indios fray Pedro Lorenzo de la Nada que en Chiapas tenían los padres elaboradas, en el convento de Ciudad Real, «artes», es decir, gramáticas de las lenguas tzotsil, tzeltal, chiapaneca y zoque, todas escritas y copiadas a mano. En 1562 fray Francisco de Cepeda fue a imprimirlas a México. El padre Antonio de Remesal, en su Historia general de las Indias Occidentales y Particular de la Gobernación de Chiapa y Guatemala (1620, II, p. 331) recordará que estas gramáticas las llevó luego fray Francisco a Chiapas «muy corregidas y enmendadas y las repartieron por toda la tierra [...] y que los indios recibieron notable contento cuando vieron sus palabras naturales de molde y que no solo el latín y romance se comunicaban de aquella forma». De aquellas primeras artes no se ha conservado, según parece, ningún ejemplar.

Por otra parte, es fácil que el grupo haga bandera y marca diferencial positiva de esa característica que los excluye y la convierta, paradójicamente, en motivo de orgullo. Este peligro tiene que ver también con las estrategias de poder en el interior del grupo y fue algo que contribuyó a destruir la vida de Papusza.

24 enero, 2010

Lirenar

Sabemos que la lectura solitaria —aquella en que los ojos son una especie de tragaluz que absorbe las letras para iluminar la oscuridad del individuo solo— es una actividad moderna. Depende de la existencia de lo que conocemos como «individuo». Es un invento reciente y más o menos paralelo a nuestra idea de la «literatura». No discutiremos que el monje parisino que abría en su celda una copia manuscrita de las Cartas de Abelardo y Eloísa, el humanista milanés que se solazaba con la Hypnerotomachia Poliphilii y el hidalgo que se hacía encuadernar los versos favoritos de los poetas ingeniosos que corrían por el Madrid de Felipe IV, leían fundamentalmente para ellos mismos. Ni que don Quijote, que se volvió loco por llevar a cabo este tipo de lectura, marque un punto y aparte en la historia de las letras. Esto es así, pero hizo falta que todos estos personajes dejaran de ser excepcionales y poblaran masivamente las ciudades, y que en ellas apareciera una nueva conciencia de individuo, que quizá pueda llamarse burguesa, para consolidar de una vez por todas la lectura solitaria y, con ella, nuestra idea de la literatura.

A veces es difícil hacer ver la profundidad de las implicaciones de estos cambios a quienes no han tratado lo suficiente con la literatura anterior al siglo XIX. Sirve entonces de ejercicio dirigirse a la autoridad del Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias y pedirles que busquen allí —estamos en 1611, seis años después de la publicación de la primera parte del Quijote— la definición de leer:
Leer. Del verbo latino lego, is, es pronunciar con palabras lo que por letras está escrito. Leer, enseñar alguna diciplina públicamente.
Así que todavía en 1611 «leer» es pronunciar, usar la voz, hacer público. No solo usar los ojos, interiorizar, reflexionar.

Pero aún hoy leer y escribir pueden ser, en algunos ámbitos, cosas distintas a lo que entendemos de manera automática. Nos lo cuenta Isabel Fonseca en un libro que explica de una manera muy intensa la historia, la vida y sobre todo la cultura de los gitanos en la Europa ex-comunista: Bury Me Standing, 1995 (Enterradme de pie, 2009). Nos llama la atención la cantidad de referencias a la relación que tienen los gitanos con su lengua propia, con la escritura y la lectura. El libro empieza hablando de la famosa Papusza (muñeca) nombre romaní por el que se conoció a Bronisława Wajs (1908-1987), gitana polaca. Una mujer que se empeñó de pequeña en aprender a leer y acabó escribiendo una colección de extraordinarios poemas que son muchas veces testimonio de los acontecimientos difíciles de la historia de su pueblo. Basta ver la balada que escribió sobre la vida clandestina en los bosques durante la Guerra, «Lágrimas de sangre: lo que pasamos bajo los alemanes en Volhynia en los años 43 y 44». Antes se había dado a conocer como cantante, desde que la casaron, a los 15 años, con el viejo y venerable arpista Dionizy Wajs.



Imágenes de Papusza. Al fondo se escucha la canción popular rusa Por qué, amigo, bajaste tanto la cabeza, cantada por el grupo «Ruska Roma» (gitanos ruso-polacos de Volhynia) Romane Gila

Las reflexiones de Isabel Fonseca sobre la relación de los gitanos con la escritura nos revelan una tensión entre lo individual y lo colectivo que creíamos que ya no existía en Europa: «La œuvre colectiva del puñado de poetas romaníes que está hoy en activo presta testimonio de una tensión no superada entre la fidelidad a la tradición popular y la tentativa individual, acompañada de un leve sentimiento de culpa, de cartografiar la propia experiencia. Papusza recorrió ya, cuarenta años atrás, ese camino que lleva de lo colectivo y lo abstracto a un mundo privado, detalladamente considerado.» (p. 14)

A Papusza, ese camino la llevó a la consideración de «traidora» y magherdo (impura) entre los roma polacos, fue excluida del grupo y su vida se vino abajo. Primero en un hospital psiquiátrico y luego sola y aislada durante treinta y cuatro largos años, hasta su muerte.

Para Papusza, al contrario que Preciosa —aquella otra gitana ilustre que sabía leer y escribir inventada por Cervantes—, ganar un nombre en una actividad propia de los gadjo (payos) como es publicar libros, a la vez que le granjeaba una identidad única, le costó la separación radical de su grupo (claro que de Preciosa sabremos luego que no era gitana). En los gitanos hay una suerte de encierro en la palabra hablada del que se están liberando lentamente. La pregunta es si esa «liberación» será indefectiblemente paralela a su desaparición completa como pueblo.

Copiamos unas líneas del libro de Fonseca:
No hay propiamente una palabra en romaní que exprese la idea de «escribir» o la de «leer». Los gitanos toman prestado de otras lenguas para describir estas actividades. O también, y es aún más revelador, usan otras palabras romaníes. Chin, o «corte» (como en la talla), significa «escribir». El verbo «leer» es gin, que significa «contar». Pero la expresión habitual es dav opre: dav opre significa «yo entrego», y así la frase puede traducirse «leo en voz alta». No describe el leer para uno mismo; eso no es algo que hagan los gitanos en general. Asimismo, drabarav, una versión de «leo» utilizada por los gitanos macedonios, significa tradicionalmente leer en el sentido específico de leer el destino en la palma de la mano. Y en Albania los gitanos pueden decir gilabav para decir «leo», aunque signifique en principio «canto».
     Un gilabno es un cantor o un lector; un drabarno (o más a menudo un femenino drabarni) es alguien que lee o que adivina el futuro pero también que entiende de hierbas, lo que equivale a curandero. Se trata de innovaciones recientes; muestran lo que el lenguaje escrito significa para un pueblo históricamente analfabeto. (p. 18)

Sin embargo, nuestro amigo Péter Berta, gran conocedor de la cultura gitana centroeuropea, especialmente de Hungría y Rumania, nos dio esta nota complementaria a las palabras de Isabel Fonseca:

En los dialectos romaníes de Rumania el verbo «leer» se encuentra incluso en dos formas. Para atenerse solo al dialecto de los Gábor de Transilvania [un grupo de unos cien mil gitanos sobre los que Péter investiga], está el verbo drabaröl. Por ejemplo: drabaröl e Biblie = Lee la Biblia (el verbo tiene igual raíz que el nombre drab que se usaba en el sentido de «hierba, medicina». En el dialecto Gábor el antiguo sentido se ha ido oscureciendo y ya solo se usa para indicar «leer»). El otro verbo es ginel o djinel, que significa explícitamente «leer». Por ejemplo: zanav aba te ginav = yo ya sé leer (letras, libro). Ginel en ciertos dialectos significa también «numerar», pero muchos dialectos utilizan un verbo distinto para cada actividad.
Nos quedaría por averiguar con más detalle hasta qué punto en los demás dialectos del romaní el ámbito semántico de los términos para «leer» es tal y como explicaba Fonseca. En caló, por ejemplo, hemos encontrado lirenar y nacardelar que, a lo que nos parece, no funcionan exactamente así.


Oh, Señor, ¿adónde debo ir?
¿Qué puedo hacer?
¿Dónde puedo hallar
leyendas y canciones?
No voy hacia el bosque,
ya no encuentro ríos.
¡Oh bosque, padre mío,
mi negro padre!

El tiempo de los gitanos errantes
pasó ya hace mucho. Pero yo les veo,
son alegres,
fuertes y claros como el agua.
La oyes
correr cuando quiere hablar.
Pero la pobre no tiene palabras…

…el agua no mira atrás.
Huye, corre, lejos, allá
donde ya nadie la verá
agua que se va.
Papusza


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18 enero, 2010

La casa que no existió


Fotos de doroti danini



La noche del 2 al 3 de enero ardió la dacha de Muromtsev, la última casa de madera del histórico distrito moscovita de Tsaritsino que a lo largo del pasado siglo fue hogar de conocidos escritores, pintores, músicos e investigadores como el Nobel Ivan Bunin o el mítico Venedikt Yerofeev —Venichka— cuya obra Moscú-Petushki (o, según otra traducción, Estaciones de Moscú), escrita en 1968 y durante veinte años solo divulgada clandestinamente como samizdat, fue la caricatura más cruel de la era Brezhnev.

Fotos de Ilya Varlamov, 3 de enero de 2010


Esta casa fue el último edificio de un asentamiento suburbano —podmoskovnaya— de dachas creado en el siglo XIX siguiendo una disposición radial según el espíritu de los «asentamientos comunales» de Ruskin. Los frondosos jardines arbolados de la urbanización se fundían imperceptiblemente con el gran parque decimonónico del Palacio Imperial de Tsaritsino.


Poemas del Río Wang

Durante el verano, las tradicionales dachas de madera eran ocupadas por distinguidos miembros de la alta sociedad de Moscú. El artículo de Aleksandr Mozhaev sobre esta casa habla de algunos de aquellos personajes. Su noble nómina incluye a Sergey Muromtsev, profesor de Derecho Romano en Moscú, presidente del Partido KD y del primer Parlamento ruso de 1906. Él fue quien construyó la casa, en el nº 3 de la Quinta Calle Radial y redactó entre sus paredes el borrador de la primera Constitución rusa. Aquella dacha fue un auténtico punto de reunión de la intelligentsiya de Moscú. Ivan Bunin, primer escritor ruso en ganar el premio Nobel, encontró aquí a su futura esposa, Vera, sobrina de Muromtsev.


En 1917 la propiedad de la familia Muromtsev fue confiscada. Se transformó primero en una oficina de reclutamiento y después de la guerra civil en escuela. En 1937, cuando la escuela de Tsaritsino se dotó de un edificio de piedra, los profesores se trasladaron a esta casa que todavía está parcialmente habitada por sus descendientes —y aún había una anciana de 104 años que había formado parte de los primeros inquilinos.


Desde los 60, funcionó aquí un instituto de investigación en ciencias naturales, y algunos de  sus miembros se establecieron también con los «nativos». Por las características de las familias y de su círculo de amigos, desde los 70 la casa se convirtió en el centro cultural (no oficial) de Tsaritsino. Se organizaban exposiciones, se montó un teatro alternativo y el jardín acogía veladas donde los escritores leían sus nuevas obras. Varios artistas se instalaron por períodos más o menos largos, en especial Yerofeev, que escribió aquí Vasiliy Rozanov y La noche de Walpurgis. Sus fotos, manuscritos y libros, así como documentos de la historia de Tsaritsino fueron aprovechados por los vecinos para erigir en esta casa el Museo en memoria de Yerofeev.



Dos fotos de Dmitry Borko

Tras el cambio de régimen en 1989, el ayuntamiento pasó la gestión del territorio a una compañía desconocida llamada «Merkuriy». Esta empresa descatalogó la casa, la declaró como inexistente y la eliminó de todos los registros y mapas de Moscú. Sus habitantes, con todo, se negaron a abandonar la casa en que habían nacido y en la que habían vivido por décadas —también porque no tenían otro sitio adonde ir—. De este modo, arreglaron su propio sistema de aprovisionamiento de agua, calefacción y electricidad. Publicaron una web profesional con el título «La casa que no existe» para difundir noticias sobre el museo y la documentación de sus luchas legales. En 2005 iniciaron los procedimientos legales sobre la casa sin propietario, alegando el derecho de 15 años de prescripción positiva, pero los tribunales de Moscú desestimaron su demanda. Se dirigieron luego en busca de apoyo a la asociación Arkhnadzor, que ha hecho mucho para proteger los monumentos históricos amenazados de Moscú. Arkhadzor ha propuesto oficialmente que la casa entre en la lista de monumentos conservados por el estado. Hasta que el Ministerio de Cultura no resuelva esta solicitud la casa no podrá ser demolida ni evacuada.


Después de todos estos trámites, como se contó hace unos meses en la web de la casa, aparecieron unos policías para advertir a los inquilinos de que, al margen de cualquier protección cultural, «debían comprender que en una casa así puede ocurrir cualquier cosa, por ejemplo un incendio». Y la profecía se cumplió al poco tiempo.


El incendio del 3 de enero prendió en una habitación deshabitada. Parecía poca cosa al principio y los inquilinos confiaban que con la rápida llegada de los bomberos quedaría extinguido. Pero los bomberos declararon que sus superiores les ordenaron no salvar la casa. Y, de hecho, no apagaron el fuego; al contrario, al romper las ventanas contribuyeron a su veloz propagación.


Tenemos las fotos, hechas por los vecinos y sus amigos, de los bomberos quietos observando las llamas. Pero no tenemos suficiente estómago para repetirlas. Bastará echar un vistazo a esta de un bombero apaciblemente sentado en la centenaria mecedora de Sergey Muromtsev: al acabar su actuación se la llevó consigo junto a tantos otros objetos valiosos saqueados de la casa devastada.


Y a la mañana siguiente, como si hubieran soñado los acontecimientos, ya estaban las excavadoras preparadas para retirar los restos calcinados.


Y si la historia no acabó aquí, como la de tantos otros edificios antiguos —pues este método está ampliamente extendido en la región, y muchos comentaristas han apuntado su práctica en Moscú, Kaluga, Ryazán u Odesa— es debido en buena parte a la asociación Arkhnadzor que llamó la atención de la prensa y el público. El pasado año organizaron una serie de veladas en memoria de Yerofeev, en la dacha de Muromtsev, que fueron cubiertas por la prensa diaria. Las fotos que siguen se tomaron durante una de esas reuniones, en julio de 2009. Pueden verse más en la evocadora página de Rustem Adagamov.




En aquellas veladas, a través de los blogs se difundió a toda Rusia información acerca de la dacha de Muromtsev y del museo de Yerofeev. Así, cuando pasó el desastre, se disparó enseguida la actividad y movilización de la red. En el momento de la llegada de las excavadoras ya estaban allí docenas de pesonas, periodistas y reporteros de TV preparados para emitir. Las excavadoras se esfumaron de inmediato y en las últimas dos semanas no han vuelto a asomarse. Los bloggers —de algunos hemos tomado estas imágenes pero hay muchos otros— pidieron ayuda para el alojamiento provisional de los inquilinos (y hasta de sus gatos), para proporcionarles ropa, comida y dinero, y para retirar las ruinas. Han seguido publicando fotos y noticias y han creado una Asociación de la Dacha de Muromtsev cuyo blog cubre los acontecimientos en directo. Los inquilinos insisten en no abandonar el caso ni cejarán en su lucha por la supervivencia de la casa. Y sea cual sea el final de la historia, esta solidaridad, colaboración y resolución merece todo nuestro respeto, nos da ejemplo y esperanza no solo sobre el futuro de Rusia. Os damos las gracias.




“Así ocurría que antes de los setenta, cuando la ciudad mantenía un crecimiento a buen ritmo, los palacios de madera y las casas nobles desparecían una tras otra, junto a los cortesanos y primos de los antiguos pachás que habían luchado encarnizadamente por la herencia, dividiendo entre ellos los antiguos edificios en pisos o incluso en apartamentos, y dejándolos luego pudrirse sin ningún cuidado, la pintura que se caía y la madera negra por la humedad y el frío; y con frecuencia eran ellos mismos quienes prendían fuego a las casas de madera para que se pudiera construir en su lugar un edificio de muchas plantas.»
Orhan Pamuk: Estanbul

«No hay nada eterno, excepto la deshonestidad.»
Venedikt Yerofeev


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12 enero, 2010

Formas del tiempo

Nos hemos dado cuenta de que tener la mesa llena de libros, papeles y objetos, es decir, esta mesa revuelta en la que escribimos, facilita asociaciones y coincidencias insospechadas y aviva los recuerdos. Hoy hemos abierto un libro precioso: Juan Rulfo: Oaxaca (Mexico: rm, 2009). Son 64 fotos de aquel fotógrafo tímido, invisible, sobrecogedor que fue Juan Rulfo cuando, casi siempre por razones de su trabajo, recorría con su Rolleiflex la parte más dura de la geografía mexicana. Rulfo hizo muchas fotos de la arquitectura de los lugares por los que andaba.


La coincidencia de hoy es que, viendo algunas de esas iglesias medio derruidas, polvorientas, en aquella Tierra Caliente donde vagan por siempre los rencores vivos de Pedro Páramo y de todas las almas de Comala, nos hemos apresurado a rebuscar esta otra fotografía que teníamos completamente en el olvido.


En efecto, esta la hicimos nosotros y es Wang Wei quien está sentado en el umbral.  Durante muchos años estuvo en ruinas esta iglesia y abandonado todo el barrio. Es El Molinar de Palma el año 1983. Al otro lado de la calle llegaban las olas, hasta la playa de los pescadores. Algunos gitanos también se habían instalado aquí por esas fechas. Hoy todo es muy diferente. Estas otras fotos son de esta misma tarde.

Difícil reconocer las ruinas de la iglesia

La playa, al otro lado de la calle, ahora separada por un paseo

08 enero, 2010

La enciclopedia del paraíso

Con la llegada de animales exóticos a Europa durante el Renacimiento se produjo una ampliación de la realidad tan grande como la ampliación de la fantasía. En nuestra Mesa Revuelta se encuentran papeles sobre el piadoso sucarate de la Patagonia, o sobre el violento rinoceronte, y en los libros de emblemas hay toda una curiosa nómina de animales cuya existencia corre por el filo entre la invención y la experiencia. Y ni la ilustración ni el posterior rigor del método científico han logrado en todos los casos eliminar los residuos fantásticos.

El primer libro de emblemas original español es el de Juan de Borja, Empresas morales (Praga: Jorge Nigrin, 1581). En él, en la Empresa XLIX, se encuentra la primera mención hecha por uno de nuestros emblemistas de un animal traído de ultramar. El ave del paraíso.



Es interesante notar las diferencias con la edición latina de Berlín, 1697:



Antes que en nuestro Borja, la utilización emblemática del ave del paraíso solo la encontramos en  dos autores: Johannes Sambucus, Emblemata (1ª ed, Amberes: Plantin, 1564), en su emblema «Vita irrequieta»,



Y en Luca Contile, Ragionamento sopra la proprietà delle imprese, Pavía: Girolamo Bartoli, 1574 (empresa de Alessandro Farra):



Pero la imagen se había ido gestando desde la llegada de aquellos pájaros, vivos o disecados, enteros o despedazados que desembarcaban mayoritariamente en los puertos españoles, y más tarde en los holandeses. Se trata, decían, de un animal sin patas y sin alas, como un plumero que el viento lleva y trae a su voluntad y que solo toca tierra cuando muere. José Julio García Arranz (el hombre que más sabe de pájaros emblemáticos) nos cuenta que el primero de estos bichos llegó hasta Sevilla a bordo de la nave Victoria capitaneada por Juan Sebastián Elcano, en 1522, y que, en efecto, era un plumero. Es decir, un aderezo hecho con las vistosas plumas y medio cuerpo de la misma ave procedente de Nueva Guinea, regalado por el sultán de Batchan en las Molucas. Y como nada hay en la tierra que no haya sido puesto por Dios para dar algún tipo de lección al hombre, esta manucodia, como empezó a llamarse, enseñaba sobre todo el virtuoso y necesario desasimiento de lo terrenal.


Adrien Gambart. Vida simbólica del glorioso S. Francisco de Sales, Obispo de Geneva, traducida de francés en castellano por el Licenciado don Francisco Cubillas, Madrid: Antonio Román, 1688.

Konrad Gesner (Historia animalium, 1ª ed. Zurich, 1555) y luego Juan Eusebio Nieremberg (Historia naturae, maxime peregrinae, Amberes: ex officina plantiniana Balthasaris Moreti, 1635) remacharán y autorizarán por completo la explicación naturalista.



No queremos dar aquí la larga lista de lugares donde el Renacimiento y el Barroco representaron a este pájaro, con muy matizados significados. Ponemos solo el ejemplo de Covarrubias, que la utilizará en sus Emblemas morales (Madrid: Luis Sánchez, 1610) para amonestar a las mujeres que se visten y adornan tanto que ellas mismas son su menor parte (pars minima est ipsa puella sui): «Comúnmente las mugeres son más pequeñas de cuerpo que los hombres; empero ellas por todas las vías que pueden se empinan y vienen a parecer mayores: aprovechándose de grandes chapines, altos copetes, y grandes verdugados: pero desnudas destos ornamentos, vienen algunas a quedar enanas, semejantes a las aves, que siendo de poquitas carnes tienen grandes plumas en alas y cola.» (Emblema 3.72).

Lo que queríamos resaltar nosotros aquí es que el ave real vive aún hoy sin haber podido liberarse del peso de toda esta tradición maravillosa, pues fue clasificada por Linneo, en 1758, como Paradisaea apoda (apoda = sin patas).


 

Viendo, como vemos, esas obvias patas del pájaro en las fotografías solo podemos preguntarnos qué estaría mirando Linneo cuando taxonomizaba, o qué demonios preilustrados bullían aún en su cabeza.

07 enero, 2010

Ars memorativa


No hace mucho estuvimos en Buenos Aires. Es un viaje del que tenemos tanto que contar que todavía no hemos encontrado por dónde empezar a hacerlo. Y va siendo el momento, porque las horas ya suenan en otro año, el tiempo no dará tregua y no queremos que los recuerdos se difuminen o se oxiden. Aunque el tiempo también es capaz de hacer justo lo contrario con los recuerdos: decantarlos, reciclarlos y darles un fulgor o persistencia que los señala como valiosos o como quincalla. No es fácil predecir qué cosas atesorará la memoria y qué desechará. Con las piezas sueltas, dentro de la cabeza el tiempo compone objetos nuevos, más completos, y llega a construir narraciones donde solo había escenas.


Un humilde ejemplo: volviendo de la ciudad de Azul a Buenos Aires, no habíamos recorrido ni cinco kilómetros cuando paramos a comer en un restaurante llamado «Punto Argentino», cerca de un lugar vallado donde pastaban guanacos. Allí encontramos a Juan Bautista, que con piezas de chatarra daba forma a animales fabulosos o extinguidos antes del Diluvio y construía máquinas de inextricable funcionamiento.


Esta moto que parece desenterrada del futuro, con su toque cyberpunk, nos trae a la memoria, por supuesto, a las bicicletas de los Caballeros del Sol y de la Luna, de las que hablamos en otra entrada. Y también está cerca de los juguetes que rehace o contrahace nuestro amigo Miquel Àngel Llonovoy en su insólito museo.





Llevábamos estas imágenes frescas en la memoria y solo al llegar de nuevo a Buenos Aires y hacer recuento de los días pasados, nos dimos cuenta de la similitud de este trabajo con otro que habíamos visto antes, en Azul: el de Carlos Regazzoni autor de un parque de figuras quijotescas hechas con hierros viejos, somieres retorcidos, capós de coches, tuercas, manivelas, tubos, radiadores de autobús, clavos.


Azul, en la pampa, al sudoeste de Buenos Aires, es una ciudad interesante por muchas razones. Fue declarada por la Unesco en 2007 «Ciudad Cervantina de la Argentina». Esta plaza está en la afueras de la ciudad, a orillas del arroyo Azul y bajo un inmenso cielo. Hasta allí fuimos para participar en las II Jornadas Cervantinas Internacionales, en un ambiente tan apasionado por la obra de Cervantes que transmutaba como por ensalmo la pampa en los páramos manchegos. De esta ciudad también hablaremos más adelante.


«...de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.»

Julia observa con justificado temor a una acorazada Dulcinea.

«Allá va Sancho con su rocino».


Concluimos así que esa zona del país debía atraer especialmente a unos peculiares artistas chatarreros. Pero solo hoy, cuando ya hace casi dos meses que volvimos a casa, pensando de nuevo en aquellas esculturas hemos recordado de pronto el catálogo de una exposición que compramos en el MALBA (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires), lugar donde pasamos buenos ratos tanto en sus salas como en la librería. Aparecen allí unas esculturas del famoso Antonio Berni que acaban por construir este relato azaroso, un recorrido que nosotros mismos desconocíamos haber hecho por el arte del reciclado argentino. Son estos tremebundos monstruos hibridados con maderas, pomos de puerta, remaches, arandelas, tapas de inodoro, buzones, cestas de mimbre, raíces... seguramente los antecedentes más ilustres de las esculturas anteriores.

La hipocresía o Los monstruos interplanetarios se disputan a Ramona (1964)

La sordidez (1965)

El pájaro amenazador (1965)

El gusano triunfador o El triunfo de la muerte (1965)

Un relato imprevisto dentro de ese otro gran relato del viaje a Buenos Aires que aún no sabemos por dónde o con qué piezas empezar a componer.